domingo, 24 de abril de 2011

LA MUERTE Y LA DONCELLA: EMOCIÓN EN DIRECTO



Hace ya unos cuantos años (tantos que empieza a dar cierto vértigo pensar en ello), mi pareja y yo andábamos haciendo una escapada de fin de semana por Medina del Campo (Valladolid) en pleno mes de Noviembre. Allí nos recibió un impresionante paisaje blanco por la escarcha congelada, una niebla mañanera tan espesa y fría que hacía imposible tomar fotos del castillo de la localidad tanto por la falta de luz como por la forma en que nos temblaban las manos, y en fin, un ambiente invernal que hacía difícil salir del refugio de las cafeterías cuando caía la noche. Así que, no lo dudamos cuando, la tarde del sábado, al pasar por el teatro de la ciudad, vimos un cartel anunciando un concierto con obras de Schubert a cargo de un cuarteto de cuerda ruso, no siendo, en principio, aficionados incondicionales de la música clásica, básicamente por ignorancia, porque para disfrutar de determinadas obras del vasto universo que conocemos por el nombre de música clásica no hay que tener más que una mínima sensibilidad y una mente abierta. Las entradas (a un precio que nos pareció bajo al entrar y un regalo al salir) nos permitieron colocarnos en una de las primeras filas, casi al borde del escenario.

No recuerdo cuáles fueron las primeras interpretaciones de los cuatro músicos (personas de cierta edad cuyo origen ruso post caída del muro y su evidente calidad llevaba a sospechar que habían tocado en sitios mejores) que salieron al escenario, pero sí que, incluso un público tan variopinto como el que había en la sala (compuesto por visitantes ociosos como nosotros, varados allí en busca de un sitio donde no pasar frío durante un par de horas, pero también por lugareños de todo tipo aunque con predominio de gente joven, incapaces de permanecer completamente en silencio como se supone que uno debe estar en estas situaciones) comenzó poco a poco a comprender la excepcionalidad de lo que estaba escuchando y a brindar los aplausos y bravos correspondientes. Lo que nunca podré olvidar es que, en un momento concreto, aquel cuarteto comenzó a tocar La Muerte y la Doncella de Frank Schubert, y entonces algo extraño comenzó a suceder: no sólo es que todo el público dejáramos de hacer ruido completamente, sino que la gente comprendió al unísono que no debía aplaudir entre movimiento y movimiento, todos absortos en la maravilla que estábamos oyendo.


Y es que estamos hablando de una de las obras cumbres (escrita en 1824) de un compositor excepcional, hijo de su tiempo (el comienzo del siglo XIX, la época romántica por excelencia), que vivió una vida complicada (su talento musical no fue comprendido por su padre, lo que le lanzó a una vida bohemia por las calles de Viena donde finalmente acabó contrayendo las enfermedades venéreas a las que uno estaba expuesto si se atrevía a vivir una vida diferente al canon burgués y que le llevaron a la tumba a la temprana edad de 31 años en 1828) y que no conoció el éxito en vida. Una obra que es una especie de ampliación de una composición anterior (un lied, o canción que está incluida en el segundo movimiento) que narra las vicisitudes de una joven a la que la muerte trata de seducir para llevársela con ella y que fue posteriormente orquestada por Gustav Mahler (lo que da idea de la importancia que se le dio póstumamente).

La Muerte y la Doncella se estructura en cuatro movimientos. El comienzo es un allegro con un comienzo espectacular y cuya contemplación en directo, además de la belleza desarmante de la música, permite admirar esa especie de danza hipnótica que se forma cuando un grupo de músicos tocan sus instrumentos de cuerda (en este caso dos violines, una viola y un violonchelo) coordinadamente, moviendo con enérgica elegancia sus respectivos arcos. Pero la llegada del segundo movimiento es lo que hace de esta pieza algo excepcional y universalmente conocido (el famosísimo andante), un fenómeno estético inusitado para cualquiera que se enfrente a él por primera vez. El hecho de que el simple rasgado rítmico de unas cuerdas sujetas a unos cachivaches de madera pueda ponerle a uno la carne de gallina hace que nos preguntemos por el enigma de la música, un misterio cuya resolución, al parecer, está al alcance de sólo unos cuantos genios privilegiados, como Frank Schubert. En aquel teatro de Medina del Campo, la llegada de este momento mágico, supuso que el intérprete del chelo (un veterano músico de barba y cabello blancos, cuya cara de concentración daba la medida de la importancia de la pieza que se estaba tocando) se adelantara al borde del escenario dejando a sus compañeros en segundo plano, y permitiéndonos contemplarle tan de cerca que era imposible no conmoverse ante un artista entregándose plenamente a su arte, pudiendo ver como le goteaba el sudor de la frente o como se iba deshilachando poco a poco su arco a medida que atacaba los extraordinariamente armónicas notas que forman la melodía de esta obra, la cual, una vez escuchada es imposible de olvidar (o incluso de recordar sin un arranque de emoción).

El resto de la composición (otros dos movimientos cuya estructura y evolución ya han sido asentados en los dos primeros) no hacen sino acrecentar su leyenda. Cuando el cuarteto terminó de tocar las últimas notas del presto final, el público tardo unos segundos en reaccionar. Era como si a todos nos hubieran transportado a otra dimensión y necesitáramos unos instantes para volver al mundo real, pero toda la energía que se había concentrado durante la interpretación se desató finalmente. La gente aplaudió durante muchos, interminables minutos y los músicos no se cansaron de saludar e incluso de volver a tocar.

Para mi La Muerte y la Doncella en Medina del Campo fue una experiencia preciosa y excepcional (la mejor forma de disfrutar de la música clásica, asociándola a un escenario o, mejor aún, a un momento concreto en una vida concreta), por eso recomiendo asistir a su interpretación en directo (como lo haría, en realidad, con cualquier otra obra). Las emociones están aseguradas.

sábado, 16 de abril de 2011

MUERTE ENTRE LAS FLORES: RESURRECCIÓN DE GÉNERO



Los géneros en el cine se parecen a esos discos que todos tenemos olvidados en un rincón de nuestra casa. Durante mucho tiempo su música no nos ha llamado, hasta el punto de que puede que, a pesar de que hubo una vez en que contenían nuestras canciones favoritas (que probablemente pusieron la banda sonora a una época de nuestra vida), los hayamos olvidado completamente. Pero un día surge algo, un pensamiento nostálgico, un tropiezo casual y, casi con curiosidad, reproducimos esa música otra vez algo extrañados por lo remoto de sus recuerdos. Y de pronto, si bien nosotros no somos ya los mismos, volvemos a sentir una renovada euforia. En 1990 nadie pensaba que el cine de gansters pudiera dar más de sí y mucho menos que pudiera ser, de alguna forma, renovado. Sin embargo, ese año se estrena Miller’s Crossing (Muerte entre las flores, 1990, Joel y Ethan Cohen) y el género no sólo resucita, sino que experimenta una renovación tal, que todo lo que se ha hecho posteriormente en este campo ha tenido que contar con su referencia de forma obligatoria.

Y, sin embargo, Muerte entre las flores no deja de ser cine negro clásico con todos los ingredientes que lo hacen reconocible: una época concreta (alrededor de 1929), una ciudad corrupta (que no se explicita en el film, aunque se rodó íntegramente en Nueva Orleans dado el decorado natural que sus barrios intactos desde principios del siglo XX ofrecía), un chico listo como protagonista (un Gabriel Byrne en el papel principal que le consagró como el gran actor que es y sigue siendo), una muñeca jugando con fuego, jefes, lugartenientes, matones, políticos y policías corrompidos hasta la médula, y en fin, una guerra entre bandas en la que todos los jugadores juegan sus cartas (con una marcada tendencia a ir de farol) y donde la vida vale tan poco que nadie es capaz de pensar demasiado en el futuro.

Pero en esta película, los hermanos Cohen (que ya habían ofrecido al mundo Sangre fácil y Arizona Baby, pero a los que quizá todavía no se les consideraba nada más que unos directores con gran potencial, portadores de aires de renovación, pero que aún no destacaban sobre un numeroso grupo de gente que podía ser descrita de la misma forma) se reivindican como los inventores del cine negro posmoderno, actualizan sus códigos para que sean reconocibles por los habitantes del mundo de finales del siglo XX y elaboran un guión (tan complejo que a lo largo de su composición sus autores estuvieron largo tiempo bloqueados, se vieron obligados a cambiar de aires en búsqueda de la inspiración e incluso llegaron a dejarlo completamente para escribir el de otra de sus obras maestras, Barton Fink, de la que en esta película se hacen traviesas referencias) que ha pasado a ser lo que podríamos denominar un clásico moderno. Toda esa complejidad reside en realidad dentro del incansable cerebro del frío, manipulador e inteligentísimo Tom Reagan, capaz de usar su irresistible labia cual Iago shakesperiano (hay bastante Shakespeare en esta película, y no sólo el reflejo del malvado personaje de Othello) para calentar los oídos de sus embaucados jefes y hacerles hacer lo que exactamente quiere que hagan. Sus habilidades van más allá: es capaz de recomponer adecuadamente el rompecabezas tantas veces como los inesperados acontecimientos lo requieren y además, tiene la suerte (mucha suerte, toda la que no le sonríe en sus apuestas, las cuales le llevan a la mala racha que está en la raíz de todas sus tribulaciones) de su parte. Pero Tom Reagan es una especie de héroe posmoderno: le vemos desafiar a la muerte no con valentía, sino con indiferencia, con el tedio existencial del que sabe que, tarde o temprano, tendrá que mostrar las cartas y descubrir su propio farol. 


Con todo, uno de los mayores alicientes de la película (y que es una constante en el cine de los Cohen, que parecen haber nacido con un don para transmitir lo que desean que hagan los elegidos en los no menos cuidados y acertados repartos) es la maravillosa dirección de actores, la cual consigue mezclar a la perfección las altas dosis de caricaturización que contienen varios de los personajes (como es el caso de John Turturro, con su interpretación del chantajista, en todos los sentidos, Bernie Bernbaum, y sobre todo de Jon Polito, que borda su versión de mafioso italiano, con una familia que parece sacada directamente de una pesadilla, y que luce sudoroso, gritón, histérico, incluso ridículo, pero cruel y letal cuando la ocasión lo requiere) con la elegancia y/o inteligencia de otros (el ya citado protagonista, pero también el jefe de la banda irlandesa, Leo O'Bannon, interpretado por el impecable Albert Finney, que transmite personalidad e intensidad a la vez que un punto de ironía a su personaje).

Si a todos estos ingredientes le sumamos el desarmante desarrollo de las escenas, diseñadas con exquisita habilidad para buscar siempre la sorpresa del espectador, no siendo nunca lo que parece al principio que van a ser, pero nunca terminando tampoco en la forma en que el cine en manos de gente con menos imaginación nos depara, o el punto poético que, sobrevolando todo lo anterior, los Cohen son siempre capaces de inyectar en sus imágenes, obtenemos una película moderna sobre un tema clásico, una nueva forma de ver un género, un regalo y un canto a la capacidad de renovación del cine. Esto ocurrió hace 20 años, pero el talento de estos genios (como demuestra Valor de Ley) continúa dando frutos. Sigue la renovación.

domingo, 10 de abril de 2011

INSIDE JOB: ASIGNATURA TRONCAL



El mundo económico moderno es una nube de información confusa que nos tapa la claridad del cielo. A veces, de esa nube, comienza a jarrear esa información en forma de agua, y nosotros corremos para protegernos y no acabar empapados. Pero otras veces, el agua cae en forma de lluvia fina, es información que podemos asimilar, con la que no nos importa mojarnos poco a poco, suavemente. Inside Job (Charles Ferguson, 2010) es fina información diseñada para ser comprendida, de tal forma que, cuando la nube pasa, el sol del entendimiento vuelve a lucir sobre nuestras cabezas.

Lo primero que uno se pregunta mientras contempla esta extraordinaria película documental (cuya visualización debería considerarse asignatura troncal en las escuelas de economía, para que los diseñadores del sistema económico del mañana tomaran nota de las terribles consecuencias a las que lleva la ambición y la codicia desmedidas)  es cómo se las han arreglado sus creadores para colocar en frente de las cámaras a los que, como ya veníamos sospechando (políticos liberales de soborno fácil y codiciosos banqueros sin escrúpulos caminando de la mano por un sistema del que se han eliminado, aplicando una ideología perversa, los ahora considerados molestos controles que los hombres más prudentes del pasado habían instaurado después de la experiencia acumulada tras varios cracks económicos anteriores) y la propia película confirma, son los mismísimos causantes del enorme desaguisado que hundió el sistema financiero estadounidense a finales del 2008, arrastrando con él al resto del mundo y provocando un desastre cuyas verdaderas dimensiones aún hoy no somos capaces de medir por estar plenamente inmersos en sus catastróficas consecuencias.  Y es que realmente son estos tipos (no todos, de una buena parte se nos informa de su renuncia a participar en el documental, los más astutos de entre los astutos, podríamos decir) a los que vemos titubear, tartamudear, mirar al entrevistador con ojos de súplica o perder los nervios y enfurecerse, mientras son objeto de sencillas preguntas acerca de los porqués de sus actos u omisiones cuando ostentaban el poder de decisión o se les hace notar con naturalidad desarmante lo contradictorio o directamente lo falso de sus explicaciones frente a las cámaras, es decir, frente a nosotros.

Como cabecera del documental aparece en pantalla lo siguiente: “La crisis económica global de 2008 costó a decenas de millones de personas sus ahorros, sus puestos de trabajo y sus casas. Así es como esto sucedió”. Y después, comienza la lluvia fina a partir del caso islandés a manera de prólogo, un país que es algo así como una especie de maqueta a escala de lo que ha sucedido en estos años a nivel mundial. Vemos como una política gubernamental permisiva (o directamente cómplice) con el sector financiero hizo que éste, como unos niños que se ven solos en una casa llena de golosinas, se inflara adquiriendo préstamos sin base real (ayudados por las calificaciones excelentes que sus bancos recibían por parte de las tenebrosas agencias de calificación estadounidenses), creando una burbuja a partir de la nada, hasta que en septiembre de 2008 la burbuja estalla y con ella la entera economía islandesa. Bastaron unos años de permisividad para que unos cuantos inconscientes arruinaran para muchos años una sociedad que era una especie de utopía de facto, sin paro, basada en la energía limpia y con uno de los índices de desarrollo humano más altos del mundo (hoy mismo sus exasperados pero comprometidos ciudadanos han decidido en referéndum no rescatar a sus bancos de las deudas que mantienen con los inversores extranjeros).

Con esto en la cabeza viajamos al centro del huracán. En EE.UU., a partir de la Administración Reagan, una serie de personajes caracterizados por ser lobos (procedentes de la aristocracia financiera) al cuidado de las ovejas (las leyes del sistema) se dedicaron a favorecer los intereses de los lobbys bancarios (es decir, los suyos propios, puesto que todos acaban infaliblemente sus carreras trabajando en esos grupos a cambio de remuneraciones estratosféricas) y no pararon hasta el estallido de la gran crisis tres décadas después (favoreciendo la desregulación, la concentración bancaria y permitiendo la extensión perniciosa de los llamados productos derivados y, entre ellos, la clave de todo el asunto, las proliferación de las llamadas hipotecas “subprime”, es decir, préstamos de alto riesgo a personas que probablemente resultarían morosas, pero que eran troceadas, empaquetadas, disimuladas y vendidas arteramente a confiados inversores que veían como las agencias de rating las calificaban como seguras), y lo que es más asombroso todavía, siguen ahí con la actual administración Obama, que ha sido incapaz de hacer nada materialmente importante para modificar las bases que nos han llevado a esto (que cada uno saque las conclusiones que quiera acerca de las decepciones a las que inevitablemente parece que nos han de llevar todos los políticos que han sido y serán).

La calidad del trabajo de producción del documental se pone de manifiesto cuando vemos desfilar ante nuestros ojos a políticos y autoridades económicas de primer orden mundial (como el presidente del FMI o la ministra francesa del ramo, ambos mostrando cierta estupefacción, creíble sólo hasta cierto punto, por lo ocurrido), o  personajes como el inevitable gurú George Soros (al que nunca parece abandonar una mueca cínica propia de quien sabe que su reino no es de este mundo) o, por ejemplo, un economista del banco más grande del mundo, el Citygroup, confesando sin empacho que los bancos quieren ser cuanto más grandes mejor para tener más poder y, llegado el momento, necesitar ser rescatados para no quebrar. También (y estos son quizá los más importantes) contamos con los testimonios de una serie de expertos que fueron capaces de prever la crisis que se avecinaba con antelación y a los que, por supuesto, nadie hizo caso en su momento, personas que comprendieron la situación y supieron cuáles iban a ser las consecuencias.


Inside Job (que está narrada por Matt Damon y ganó el oscar a la mejor película documental) nos habla de bancos, finanzas, derivados, mercados y bolsa, de economía abstracta en definitiva, pero lo hace de una forma tan clara, tan coherente y ordenada, que nos mantiene atentos y concentrados, exultantes cuando somos conscientes de estar comprendiendo algo complejo y verosímil. Háganme caso: cierren sus paraguas y dejen que les caiga un poco de lluvia.

miércoles, 6 de abril de 2011

DAVID FOSTER WALLACE: THE PALE KING



Aquí dejo traducida (artesanalmente por mi) una reseña publicada el 31 de marzo por el New York Times sobre la nueva novela de David Foster Wallace, The Pale King, a propósito de su inminente publicación:

RENTA MAXIMIZADA, EXISTENCIA MINIMIZADA
Por Michiko Kakutani

La obra magna de David Foster Wallace, La broma infinita, retrataba una América tan distraída y obsesionada con el entretenimiento que una película hechizante se convertía en una potencial arma terrorista, capaz de hacer que sus espectadores murieran de placer.

Su inacabada novela póstuma, “The Pale King”, que se desarrolla en gran parte en una oficina tributaria del Medio oeste, retrata una América tan invadida por el tedio, la monotonía y las regulaciones y reglas burocráticas carentes de sentido que sus ciudadanos están en peligro de morir de aburrimiento.

Por eso, esta densa pero con frecuencia conmovedora novela nueva surge como una especie de complemento de La broma Infinita, ya que demuestra que estar entretenido a morir o aburrido a morir son, en la visión de Wallace, las caras intercambiables de la misma moneda. Quizá, según comenta, “el aburrimiento se asocia al dolor psíquico debido a que algo que es aburrido u opaco falla a la hora de proporcionar estimulación suficiente para distraer a la gente de otro tipo de dolor más profundo que está siempre ahí”, digamos la consciencia existencial, “que somos diminutos y estamos a merced de fuerzas enormes y que el tiempo está siempre pasando y que cada día que perdemos es un día más que nunca volverá”.

La felicidad, sugiere Wallace en una nota Kierkegaardiana al final de su profundamente triste y filosófico libro, es la habilidad de prestar atención, de vivir el momento presente, de encontrar “regocijo segundo a segundo y gratitud ante el don de estar vivos”.

Aunque “The Pale King” fue recompuesta por el editor de Wallace, Michael Pietsch, a partir de páginas y notas que el autor dejó cuando se suicidó en 2008, se percibe menos como un manuscrito incompleto que como un compendio sin pulir de los temas, las preocupaciones y las técnicas narrativas que han caracterizado su obra desde el principio. Después de todo, Wallace siempre desdeñó el oscurantismo, y este libro expone su compromiso con la discontinuidad, su fascinación tanto con las pirotecnias postmodernas metaliterarias como con la narrativa microscópica y al antiguo estilo, y su interés cotidiano en la obsesión americana contemporánea por la autogratificación y el entretenimiento.

“The Pale King” es menos inventiva y exuberantemente imaginativa que las novelas previas de Wallace: no hay rebaños de hamsters salvajes deambulando por los campos, no hay desiertos creados artificialmente en Ohio, ni estatuas de la libertad como soportes publicitarios. Pero al igual que La broma infinita, retrata una América completamente controlada por el consumismo miope, y al igual que su primera novela “The Broom of the System”, lidia con espinosas cuestiones de identidad y las dificultades de comunicación.



Por turnos irresistiblemente brillante y pasmosamente aburrida (divertida, enloquecedora y elegiaca) “The Pale King” será objeto de examen minucioso por los aficionados de toda la vida por la luz reflexiva que arroja sobre la obra de Wallace y sobre su vida. Pero también puede acaparar la atención de los recién llegados, proporcionándoles una ventana (aunque una ventana imperfecta) por la que captar la visión de la condición humana que este escritor de talento inmenso refleja a partir de la vida en el centro del centro de América, hacia el final del siglo 20, de unas abejas obreras empleadas como devoradoras de cifras para el gobierno federal, preocupadas por sí van a ser remplazadas por ordenadores.

Narrada en capítulos fragmentados que arrojan luz estroboscópica al retratar una colección de personajes inadaptados, outsiders y excéntricos, la novela a veces se parece a una serie “The Office” que hubiera sido escrita por el cristal de aumento de Nicholson Baker. A veces parece una variación alucinatoria del “Winesburg Ohio” de Sherwood Anderson, proporcionando al lector un retrato coral de una comunidad del Medio Oeste, aunque en este caso, la comunidad no es un pueblo, sino el Centro Regional de Análisis de la Hacienda Pública en Peoria, Illinois, en 1985.

Hay pocos sobresaltos a lo largo del tiempo real de esta novela; más bien, las muertes y accidentes gráficos relatados en sus páginas son casi siempre parte de las historias de fondo de sus personajes. De hecho, “The Pale King”, es en cierta forma una oda al estatismo y la  perseverancia, a la capacidad humana para soportar todos los dardos y flechas de la monotonía y la desgracia diaria.

Entre esos personajes se halla una versión ficticia del propio autor (él declara que esta novela es en realidad unas memorias) que afirma que se cogió un año libre de la universidad para trabajar en la Hacienda Pública, “como un exilio de todo aquello que me había importado o que remotamente me había interesado alguna vez” y que es confundido allí por un empleado de alto rango también llamado David Wallace.

Este narrador que también se llama David Wallace dice que “soñaba con hacerme artista, es decir, alguien cuyo trabajo como adulto fuera original y creativo en lugar de tedioso o alienante”, y por momentos este narrador pareciera una versión factible del autor real que no se hubiera convertido en escritor (muy en la línea en que Harry Rabbit Angstrom se parece a una versión factible de John Updike).

El resto de personajes incluyen un desgraciado llamado Sylvanshine, que se considera a sí mismo como un tipo vacilante y aburrido, el compañero Cusk, que se avergüenza de su tremenda forma de sudar, el ejecutivo Stecyk, que fue un insufrible niño bueno, una bella mujer llamada Meredith, que pasó una temporada en el manicomio, y un hombre joven llamado Lane A. Dean Jr. que se casó con su  novia embarazada aunque no la quería y ahora necesita proteger a su nueva familia.

Wallace se centra en la forma en que varios personajes llegaron a trabajar para Hacienda, que combinación de tics psicológicos, traumas infantiles, circunstancias económicas y azar les hizo caerse en el bebedero de patos y darle vueltas a la rueda de hamster que es la vida de los contables allí, moviendo papeles y números en una oficina mortalmente vulgar plagada de luces fluorescentes, estanterías modulares y  el implacable “susurro de la ventilación de fuente desconocida”.

Aunque al menos uno de los personajes alega que ser un contable es heroico (proporcionar orden en un mundo caótico, acotar y organizar un flujo torrencial de información), Lane Dean, por ejemplo, siente que el trabajo es “aburrido más allá de cualquier aburrimiento conocido por él”, y empieza a tener pensamientos suicidas.

“Se sentía justificado para afirmar que ahora sabía que el infierno no tenía nada que ver con fuegos o ejércitos helados. Enciérrese a un sujeto en una habitación sin ventanas para desempeñar tareas rutinarias lo suficientemente enrevesadas como para que tenga que pensar, pero aún así rutinarias,  tareas que incluyan cálculos que no tengan relación con nada que el sujeto haya visto nunca o pueda importarle, una pila de trabajo que nunca disminuya, y cuélguese un reloj a la pared donde pueda verlo, y déjese simplemente al hombre allí con sus propias invenciones mentales”.

No es sorprendente que una novela sobre el aburrimiento sea, con cierta frecuencia, aburrida. Es imposible saber si Wallace, con el libro acabado, hubiera decidido prescindir de esos pasajes, o si quería verdaderamente probar la tolerancia del lector para con el tedio (hacernos compartir la miseria de sus oficinistas, que nos traen a la memoria el héroe infeliz de “Something Happened” de Joseph Heller, o a alguno de los personajes exhaustos de Beckett, estancados en un limbo de espera y rutina eternas.

Hay una guerra de trincheras en la novela entre los empleados de  Hacienda de la vieja escuela, “observadores de la rectitud”, contra los nuevos con el deseo corporativo de “maximizar los ingresos”. Nosotros tenemos que abrirnos camino entre soporíferas conversaciones técnicas sobre “las diferencias entre las deducciones por propiedades en alquiler según las reglas 162 y 212(2)”, y marcadores de baseball cuantificadores de las batallas internas entre la jerarquía de la oficina de Hacienda. Incluso hay un capítulo que consiste en poco más que en una serie de trabajadores de la oficina pasando página tras página tras página.

Pero al mismo tiempo incluye algunas partes maravillosamente evocadoras que capturan las agotadoras inconveniencias de la vida diaria con precisión digital. La sensación pegajosa y nauseabunda de viajar sobre un planeta pequeño, abarrotado y alienante, embutidos con “hombres panzudos y  coloradotes, con trajes marrones de forro doble y trajes oscuros con maletines encargados en catálogos por correo”. O la sensación sofocante de estar atascado en un autobús decrépito, con ceniceros rebosantes de chicles y colillas, y el aire acondicionado “más bien un intento vago de acercarse a la idea abstracta del aire acondicionado“ que a la idea real.



En esta su obra más inmediatamente emocional, Wallace conversa en términos íntimos con las dificultades del transcurso de la vida diaria, y desvela estados mentales con la misma magia que aplica a la descripción pictórica. Transmite la cruda experiencia de tristeza profunda cuando el “viento de la desesperación” azota la vida de la gente, y el pánico de ser un pez “atrapado en las redes” de sus propias obligaciones, atascado en un trabajo miserable y necesitar “alcanzar la cuota mínima de ingresos mensuales”.

Por el camino, nos sirve escenas escalofriantes, de Gran Guiñol, incluyendo un horrible accidente de metro y otro grotesco relacionado con el arte industrial. Y nos hace percibir, con su magnífico poder de prestidigitación, la mismísima tierra de la América profunda que se sitúa en algún lugar entre la abuela Moses y Terciopelo Azul: los “campos de algodón” y “el río marrón como el tabaco bordeado por sauces llorones y monedas de luz solar”,  una “flecha de estorninos disparada desde una cubierta para el viento”, un “girasol, otros cuatro,  uno curvado, y caballos en la distancia rígidos y parados como juguetes. Todos cabeceando”

Esta novela nos recuerda el excepcional observador que era Wallace, un “perceptor” de primera clase, por usar un término de Saul Bellow, de la inmensidad del mundo a su alrededor, cronista de la información desbordante y las demandas que nos inundan, segundo a segundo,  minuto a minuto, y  del paisaje proteico y abarrotado en el que vivimos.

Era intentando captar esa realidad frenética y caótica (y los pensamientos llenos de matices, conflictivos y siempre cambiantes de sus personajes) cuando la prosa sinestésica de Wallace se desarrollaba tan prolijamente, sus frases se van desenredando en complicadas madejas de palabras, repletas de expresiones adjetivadas y exuberantes notas al pie. Y esta es la razón por la que sus novelas, relatos y artículos desafían lo trillado y crecen, crecen y crecen, como ramas de arbusto, con digresiones y apartes, porque en casi todo lo que Wallace dejo escrito, incluyendo  “The Pale King”, su objetivo fue usar las palabras para cazar y, en cierto sentido, domesticar la problemática asombrosa, multifacética y cacofónica que es la vida moderna americana.







sábado, 2 de abril de 2011

EL PODER DEL PERRO: EL ESTILO EN ACCIÓN



Cuando uno se descubre deseando coger el abarrotado metro madrileño en la hora punta de la mañana (o en el momento de la vuelta del trabajo, con la cabeza más o menos cargada y la capacidad de concentración notablemente mermada) para así continuar la lectura de un libro, y cuando hay días en que la lectura de ese libro es lo más reconfortante que ha sucedido a lo largo de la jornada, entonces uno vuelve a creer en los pequeños milagros cotidianos y se reconcilia con el dios de la narrativa, la fe en el cual andaba en los últimos tiempos quizá un tanto tambaleante. Por eso hoy quiero encender una vela bajo la imagen de Don Winslow y su El poder del perro (igual que lo hacen constantemente ante los extravagantes santos mexicanos los personajes de su extraordinaria novela, tan familiarizados con el dolor y la muerte y tan necesitados de redención casi a diario) y rezar para que se materialice el, por ahora sólo rumor (si bien confirmado por el propio autor, que no niega los contactos), según el cual la HBO estaría proyectando producir una miniserie basada en la acción continua sin permiso para respirar que los acontecimientos torrenciales narrados en ella nos depara.

Y es que el que les habla no había dado en mucho tiempo con algo escrito a un ritmo tan frenético que resulta difícil asumir el continuo flujo de cambios en la situación de lo narrado que se van produciendo sin descanso página a página, incluso párrafo a párrafo (línea a línea en realidad, porque Winslow utiliza en los momentos álgidos un lenguaje seco y concentrado, al estilo del maestro Ellroy, donde bastan un sujeto y un verbo para contarnos lo que sucede, creando un efecto impactante y estilísticamente muy atractivo). Es cierto que por el camino perdemos información, que lo desconocemos prácticamente todo del carácter de los personajes, de sus motivaciones o de sus emociones profundas, pero no nos importa: lo aceptamos gustosos como el precio a pagar a cambio de lo mucho que Winslow nos hace disfrutar a golpe de acción desnuda, tan depurada de los adornos inútiles que pueblan tantas otras novelas negras con pretensiones líricas o épicas, que uno se da cuenta de lo difícil que debe ser en literatura acertar con el estilo (con la forma adecuada al fondo) y lo meritorio de conseguirlo.

Porque estamos ante el dramatis personae del núcleo duro de la historia del tráfico de drogas de los últimos años (y sus consecuencias políticas) desde el lado mexicano de la frontera (un país donde absolutamente todo está en venta y en el que sólo hay que encontrar el precio adecuado a cada caso, como bien saben los todopoderosos miembros de la familia Barrera) en dirección al lado estadounidense (donde los intentos por acabar con ese tráfico se convierten en la lucha heroica al principio, trufada de desencuentros con sus colegas y superiores, y contaminada de implicaciones personales después, del agente especial de la DEA Art Keller, quien tiene la ventaja de transformase fácilmente en Arturo Keller dado que su madre era mexicana, que cuenta con un turbulento pasado como agente de la CIA que efectuaba operaciones sobre el terreno en Vietnam y cuyos truculentos resultados aún le persiguen en forma de pesadilla, y que tiene el único apoyo del lado mexicano de un grupo de agentes intocables encabezados por el durísimo agente Ramos).

Con todo, lo más impresionante del libro (para cuya elaboración el autor tardó 5 años) es la sensación de autenticidad profunda que transmite (producto de un trabajo de documentación tan completo, que, si bien los personajes son ficticios, por momentos pareciera que estuviéramos ante la Gomorra norteamericana) y es la conjunción entre esa veracidad y la acción trepidante lo que hace que la novela resulte especial. Nos parecen totalmente verosímiles (y por eso nos conmueven tanto) todas las historias particulares de los distintos protagonistas de la novela, cada uno procedente de una subsección del mundo del hampa (por supuesto los señores de la droga mexicanos y colombianos, pero también la mafia italo-americana y la más de andar por casa, pero no por ello menos sanguinaria banda de irlandeses procedentes del cinematográfico barrio de Hell’s Kitchen en Manhattan, junto con toda una serie de personajes que se mueven con sorprendente fluidez entre los malos y los buenos, y cuyo testimonio podría hacer caer gobiernos de un plumazo) las cuales van a confluir al río principal por el que circula la cocaína que procede de los campos de cultivo mexicanos y colombianos, pero también los oscuros intereses anti-izquierdistas norteamericanos y (un invitado que tampoco se pierde ninguna fiesta) de la alta jerarquía de la iglesia católica, que ahogan cualquier intento de racionalizar el problema para combatirlo de raíz.


En una entrevista, Winslow (que aboga por la legalización como la solución más racional para luchar contra la droga) aclaró que el título del libro está extraído de un salmo del antiguo testamento, según el cual el poder del perro se refiere a la habilidad de los ricos y los poderosos de oprimir a los pobres. Si algo queda claro después de leer esta novela es que el tráfico de droga significa dinero y el dinero significa poder, y el poder no se destruye a si mismo. El perro sigue y seguirá siendo poderoso.

domingo, 27 de marzo de 2011

COMPARACIONES ODIOSAS: LIBIA E IRAK



El portavoz parlamentario de Izquierda Unida Gaspar Llamazares, poco después de que la ONU, mediante resolución, aprobase el día 17 de marzo el establecimiento, entre otras medidas, de una zona de exclusión aérea sobre Libia “con el fin de proteger a los civiles”, lo que requeriría de una intervención (la cual se produjo a las pocas horas) de los países miembros para garantizar su cumplimiento, declaró que dicha intervención “es una barbaridad, no tiene nada que ver con los derechos humanos y guarda muchas similitudes y pocas diferencias con la guerra de Irak”. Además considera que el Gobierno se ha cargado el movimiento del “No a la Guerra” y la aprobación del Parlamento para las intervenciones militares en el exterior, esto último mientras salía de la Junta de Portavoces que preparaba la comparecencia del Presidente del Gobierno para dar cuenta de la participación española en el asunto, y que fuera convalidada (o no) por el pleno del Congreso, donde recibió la aprobación de todos los diputados excepto de los del grupo del señor Llamazares y los del BNG.

Y es que el señor Llamazares, al volante del autocar, ha llegado al cruce, ha ignorado lo que le indica el GPS, no ha hecho caso al resto de miembros de la excursión que todos le dicen que es hacia la izquierda, y ha tomado la decisión de girar a la derecha (izquierda y derecha sin connotación política), equivocándose de camino, y permaneciendo hasta ahora circulando por la carretera equivocada, puede que siendo incluso vagamente consciente de ello, pero no parándose para dar la vuelta por cabezonería, orgullo, ganas de llamar la atención, o cualquiera otra de las emociones que a veces nos hacen a los humanos despreciar la lógica y la coherencia. El señor Llamazares se equivoca. No se equivoca en estar en contra de la guerra, en general, (¿quién está a favor de la guerra, actividad que consiste básicamente en matar y destruir?), sino en considerar que uno puede huir de sus responsabilidades y escoger no hacer nada, como si un cirujano decidiera que, ante la peligrosidad de la operación que tiene por delante fuera mejor eludirla y dejar morir al paciente que afrontar su obligación. La postura del señor Llamazares (y la de con él, mucha gente de izquierda que, en mi humilde opinión, simplemente no se han parado a pensar esto demasiado tiempo) es la de la persona a la que le da igual la realidad que tiene delante de los ojos, sus opiniones no se ven influidas por ella.

En primer lugar, en Irak no había ninguna guerra. La guerra la comenzó la invasión de un ejército compuesto casi exclusivamente por estadounidenses y británicos (con el vergonzoso y doloroso apoyo español), que pretendían, simplemente, apoderarse de un país, tratando en principio de engañar a todo el mundo clamando la existencia de unas supuestas armas de destrucción masiva en su territorio en cuya realidad no creía absolutamente nadie, intoxicando después a la opinión pública con supuestas pruebas de la relación de los iraquíes con el 11-S (lo cual tuvo algo más de éxito entre la histérica por el efecto de ese atentado opinión pública americana, pero sólo temporalmente) y finalmente apelando a las barbaridades que, como todos los sangrientos dictadores de todos los países de la zona, había cometido históricamente Sadam Hussein, para justificar lo injustificable (es decir, aprovechar el movimiento de simpatía mundial hacia los EEUU, su propia legitimación para buscar justicia tras la masacre del 11-S, con el fin de montar una operación destinada a depredar un país rico en petróleo y en oportunidades para las voraces empresas contratistas que viven a costa de su presupuesto público). En Libia, sin embargo, la guerra existía ya sobre el terreno, estaba causada por la respuesta brutal y sanguinaria que el régimen del no menos despiadado y medieval Coronel Gadafi aplicó a las manifestaciones en pro de un cambio democrático que se fueron sucediendo en el país, sustentadas en el ánimo de lucha que la gente con alguna conciencia democrática (gente joven que simplemente no entiende por qué ha de vivir en un régimen autocrático como si fuera una condena a los de su raza), contagiados por los éxitos previos de las revoluciones de Túnez y Egipto, y que finalmente, decidieron armarse, organizarse y combatir al tirano, y sólo cuando este grupo rebelde estaba notoriamente a punto de ser derrotado, atrincherado en una ciudad sometida a los bombardeos de la artillería del ejército leal a Gadafi (ejército compuesto en una buena porción por mercenarios reclutados y armas adquiridas a base del pago en efectivo de, según algunas fuentes, los varios miles de millones de dólares que el clan Gadafi había ido rapiñando de los contratos con las empresas básicamente petroleras occidentales que operaban en el país, lo cuál da pie a que los sectores contrarios a la intervención clamen contra la hipocresía de occidente, como si occidente tuviera el poder de establecer la aplicación escrupulosa de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas en los países que le suministran el petróleo y como si no supiéramos todos que los negocios en el tercer mundo son un estercolero) el resto del mundo se planteó hacer algo al respecto.


Porque aquí, la clave, la pregunta que hay que hacerse obligatoriamente, se esté a favor o en contra de la intervención es ¿cuál hubiese sido la alternativa? ¿Qué hubiera supuesto no intervenir?. Para responder a esto sólo basta recordar la sarta de declaraciones nazi-fascistoides que el impresentable del hijo de Gadafi vomitaba al comienzo de la rebelión, amenazando con “ríos de sangre” si esta no cesaba, y que nos lleva a pensar que, en caso de que la comunidad internacional hubiera promovido simplemente actuaciones “diplomáticas” o de “protesta” o cualquier otra acción inútil destinada a ser recordada en el futuro como la típica política del avestruz que tantos males (recordemos siempre la actitud europea ante el ascenso de alguien como Hitler, por ejemplo) nos ha causado, dichos ríos de sangre habrían corrido tiñendo de rojo ese país, mientras, probablemente, los ahora partidarios de la no intervención estarían clamando contra la complicidad occidental con el amigo Gadafi.

Y es que la lógica huye cuando se sostiene al mismo tiempo que Gadafi era amigo de occidente y que es hipócrita tratar de frenarle, o que se interviene en Libia porque interesa (¿?) pero no, por ejemplo en Bahrein o Yemen (con lo cual el “No a la guerra” se convierte en un lema elástico cuyo significado se oscurece y sólo conocen ya algunos iniciados), o, en fin, cuando se coincide con la lógica ad hoc del Partido Popular y las portadas de sus medios de comunicación (“Zapatero dice sí a la guerra”) que únicamente tratan de lavar su mala conciencia con la, esta sí, absoluta barbaridad de la guerra de Irak, cuyas consecuencias, en forma de contaminación radioactiva del debate, estamos aún, al parecer, pagando todavía. Esperemos que no sea por mucho más tiempo.

jueves, 24 de marzo de 2011

INCENDIES: PASION SIN MEDITACION



Hay que pensárselo muy bien antes de hacer una reseña crítica (negativa) de una película  como esta (Incendies, Dennis Villeneuve, 2010). Por varias razones. Primero porque estamos ante una obra compleja,  con un tratamiento del tiempo narrativo no lineal que exige esfuerzo al espectador, que sólo después de ver la película, tras dedicar un rato a reflexionar y a juntar unas piezas con otras logra comprender el sentido completo de lo que ha contemplado en la pantalla. Segundo  porque es una película de la que no se puede (o no se debe) contar prácticamente nada del argumento si se quiere respetar a sus potenciales espectadores (haremos un esfuerzo). Tercero porque uno, a pesar de que tiene claro que se trata de un film no logrado, simpatiza con sus intenciones, desea que la gente reciba el mensaje que destila: lo increíblemente absurda que es la violencia y las situaciones increíblemente absurdas que puede llegar a provocar.

Pero, también, uno, si se pone a hacer crítica de cine, ha de ser honesto, y si lo que ha visto no le ha gustado así es como lo debe reflejar en su reseña. Y, honestamente, Incendies no me ha parecido una buena película, porque tiene tantos problemas, incurre en tantos fallos (de guión, de casting, el lastre de su origen teatral...) que toda la obra queda malograda. Vamos a empezar por el principio: en Quebec, dos hermanos gemelos (para cuya interpretación se ha escogido a dos actores que no se parecen entre sí absolutamente nada, y de los cuales, a pesar de su teórica procedencia árabe, una tiene el aire afrancesado perfecto para interpretar a una joven quebequense media y el otro es clavado al James Spader de Sexo, mentiras y cintas de vídeo), son hijos de una mujer, interpretada por Luzna Azabal, árabe (libanesa, aunque, en principio, y, según explica el propio director, se pretendía no concretar el país de Oriente Medio sobre el que gira toda la historia, para mantener un tono apolítico en cierta medida, pero esto no es más que otro de los absurdos de la película, porque no se puede buscar la ambigüedad sobre algo que es blanco, en botella, viene de la vaca y lleva lactosa), la cual, a su muerte, les delega la misión de encontrar a su padre y a su otro hermano con el fin de entregarles sendos sobres que contienen unos mensajes que sólo serán desvelados al final. El rastro de estos familiares se perdió hace tiempo por el caos de la guerra en el que su país de origen ha estado sumido durante muchos años.

Al mismo tiempo, la película nos va mostrando, mediante flash-backs, la tremebunda historia de la madre, su periplo a través de esos escenarios de una guerra civil fraticida e insoportablemente cruel, una historia con la que el espectador sólo puede hacer dos cosas: sentarse y disfrutar (me refiero, y siempre que no les pase lo que a mi,  desde el punto de vista artístico, porque lo que se cuenta es horrible) o sentarse y preguntarse si es que nadie se da cuenta de los innumerables sinsentidos que están en la base de lo que nos están narrando (desde la primera escena de la historia de la madre, que no tiene ni pies ni cabeza, pasando por el papel del notario que entrega a los hermanos los mencionados sobres, que parecería miembro de una hipotética ONG “Notarios sin fronteras” y cuya extraña presencia, y la de su colega libanés, es necesaria para tratar de explicar de alguna manera como van sucediendo cosas inverosímiles, o el periplo de la protagonista por un sur del Líbano en plena guerra, sola, a pie, persiguiendo un imposible, la forma arbitraria en que se salva de morir en el autobús, y su posterior puesta en contacto con el alto mando de uno de los bandos y su papel oculto en el otro, sin necesidad de explicar el cómo, las escenas en que se habla de matemáticas que, al no significar nada, se disuelven en el aire como el humo de un cigarrillo... y aquí lo dejamos, no por falta de material, créanme, sino porque me parece que queda demostrado lo que quiero decir y no debo revelar más de la película).

Podríamos tolerar todo esto si el núcleo duro de la película funcionara, si, al menos, los cimientos soportaran el terremoto de inconsistencias. Pero es que los cimientos se derrumban también cuando, por ejemplo, hacemos una película sobre una mujer supuestamente muy fuerte que no demuestra ni un sólo rasgo propio (de carácter, de personalidad) de esa fuerza en toda la película, ni tampoco sabemos en ningún momento de donde sale la entereza que tiene para resistir y acometerlo todo, simplemente nos lo tenemos que creer (como lo de que el país podría no ser Líbano). O cuando, al final, nos damos cuenta del sinsentido principal sobre el que se basa todo, que, por supuesto no voy a desvelar, pero que nos hace sospechar que la pasión que el propio director confiesa por la obra de teatro en la que se basa la película debió de ser muy superior a la meditación que elaborar un guión coherente exige, y que, en consecuencia, en algún momento, a sus autores, se les fue de las manos. Mala suerte.


sábado, 19 de marzo de 2011

FREEDOM: JONATHAN FRANZEN NO ES TOLSTOI



Las Correcciones, novela publicada en 2001 e inmediatamente anterior a Freedom (lo que significa que a Franzen le ha llevado 9 años escribir esta novela, cosa nada extraña si tenemos en cuenta que tardo otros 7 en escribir aquella) era una obra irregular que alcanzaba cotas memorables cuando ponía a sus personajes en situaciones risibles o esperpénticas, pero que bajaba de nivel a la hora de contar sus desgracias, las cuales, sistemáticamente no nos interesaban o lo hacían en menor medida (fueron para mi una dura lucha contra la tentación de abandonar la lectura las partes en que se narraban las alucinaciones del padre producto del parkinson o los retornos al pasado para describir los momentos psicoanalíticamente sustanciosos de la infancia del hermano pequeño o la relación enfermiza del matrimonio). Pero leí hace poco a Franzen decir en la revista Times (cuya portada ocupó en el mes de agosto del año pasado con el lema “Great American Novelist” impreso sobre su foto, nada menos), en una entrevista a propósito de Freedom, que mientras que en Las Correcciones había utilizado en parte a sus propios padres para retratar a los Lambert, en esta novela el trabajo había sido más arduo al utilizar personajes totalmente inventados, lo cual parecía, a priori, poder significar que la narración iba a estar más centrada en la parte de Franzen, que, como he descrito antes, más me gustó de aquella obra.  Y es cierto que Freedom es mejor novela, en ese sentido, que Las Correcciones, pero, por varios motivos, no creo que alcance los objetivos que busca (a saber: retratar el mundo contemporáneo contando la historia de una familia y de las personas con ella relacionadas, buscando la implicación emocional del lector con los personajes).

Porque, lo que uno se encuentra ya desde el principio de la narración es, básicamente, ironía y distanciamiento (la forma en que la familia Berglund es retratada a través de las conversaciones de sus cotillas vecinos, por ejemplo). Incluso cuando damos un paso más y nos adentramos a lo largo del relato para conocer las historias personales de sus protagonistas más de cerca, y comenzamos con el punto de vista de Patty retratada a través de una autobiografía terapéutica (de nuevo ironía y distanciamiento) descubrimos personajes exagerados, caricaturizados para causar efectos. De hecho, todo el leitmotiv de la novela se basa en la idea peregrina que el ultra-ecologista Walter Belgrund pone en marcha para salvar de la extinción a un pobre pajarillo, vendiendo su alma al diablo de la industria minera, que es en si misma un ejemplo de las cotas autoirónicas que Franzen es capaz de alcanzar. ¿Cómo implicarse emocionalmente con un personaje que hace algo tan rocambolesco? ¿Cómo mezclar la ironía y el distanciamiento con las emociones y la búsqueda de la identificación o, al menos, la implicación, del lector con estos personajes? De ninguna forma, no es posible, o al menos el intento no parece funcionar en esta novela (o no funciona conmigo). Y esa contradicción, cuando Franzen nos pretende involucrar en una tormenta de emociones al final del relato se manifiesta palpablemente. Y, claro, por otra parte, el problema de tener la ambición de retratar el mundo contemporáneo es que hay que incorporar a la novela, poniéndolos en relación con los personajes (que no son significativamente famosos ni poderosos), cantidades suficientes de hechos relevantes de dicho mundo, de tal forma que, uno a veces tiene la sensación de estar leyendo la historia de la familia Alcántara de Cuéntame, de tan implicados en que estos caracteres están en fregados como la guerra de Irak (demasiado forzada la historia de Joey como contratista), la controversia política entre los demócratas y los republicanos en EE.UU., el debate ecologista, etc.


Franzen es muy bueno riéndose de sus personajes, poniéndolos en situaciones absurdas, haciéndoles meter la pata una y otra vez (hay algo reconfortante en ver que los personajes de una novela se equivocan tanto como nosotros, los seres humanos de carne y hueso), usándolos de forma magistral para portar el mensaje que da título al libro: la libertad por sí misma, aunque es una aspiración legítima de los humanos, no da la felicidad, sino que ésta más bien proviene del grado de consecución de unos objetivos acordes con nuestra realidad que cada uno de nosotros podemos o no alcanzar.

Pero es como si, al igual que sus protagonistas, personas que tratan de huir al precio que sea de la herencia de sus familias que, sin embargo, sólo lo consiguen hasta el punto en que uno puede escapar de la acción de sus propios genes (lo vemos en la revelación de Patty por la que comprende que, después de tanto camino andado por su cuenta, ella no es más que una especie de actualización del carácter de su padre, y que la misma reacción de rechazo a esa forma de ser que ella experimentaba sin poder evitarlo en su infancia, es la que ha venido padeciendo por parte de sus hijos en los últimos tiempos, o en el carácter cada vez más intempestuoso de Walter, marca de la casa de una dinastía de suecos tercos y malhumorados y de un padre alcohólico, o en el propio hijo del matrimonio, Joey, huyendo literalmente a la tierna edad de 16 años del hogar para instalarse en la contigua casa de su novia, de padres republicanos y emprendiendo así un viaje independiente vital e ideológico, pero de ida y vuelta), él mismo quisiera, en un momento dado, escapar de esta dinámica para conseguir ser el Tolstoi del siglo XXI (meta que no sé hasta que punto es autoimpuesta o sospechosamente alentada por una crítica que sobrevaloró Las Correcciones y que está deseosa de presentar al mundo la famosa y escurridiza Gran Novela Americana cuya persecución a tantos escritores ha, probablemente, malogrado), y no pudiera, porque su forma de tratar a los personajes, para él inevitable, le ancla en otra forma de literatura.

El problema, como en tantas otras ocasiones, son las expectativas exageradas. Hay que leer y disfrutar Freedom (que, a pesar de sus más de 500 páginas disponibles por ahora sólo en inglés, tiene ingredientes de sobra para hacer de su lectura un ejercicio recomendable, desde los maravillosamente bien construidos diálogos, hasta las innumerables chispas de inteligencia que Franzen disemina aquí y allá en sus descripciones de personas y situaciones) sin ideas preconcebidas y pensando sólo que se está ante otra magnífica novela de un buen escritor. Ni más ni menos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

COMPARACIONES ODIOSAS: EN EL CENTRO DE LA TORMENTA Y WINTER'S BONE



En el año 2009, al director francés Bertrand Tavernier (un cineasta experimentado, autor de algunas películas notables, como El Capitán Conan) le dieron un buen presupuesto, un par de actores de primera fila de Hollywood (Tommy Lee Jones y John Goodman), capaces de sacar adelante por sí mismos, como han demostrado, producciones inferiores a su altura, un guión basado en una novela que era un valor seguro, obra de un autor, James Lee Burke, que ha hecho más o menos famoso a su detective de la Louisiana cajún Robicheaux, con la posibilidad de utilizar los escenarios fascinantes y misteriosos que ofrecen la zona de los swamplands, y le dijeron que rodara una película. Pero esto del cine no es, ni muchísimo menos, como las matemáticas, y lo que le salió, con todas estas cartas ganadoras en su mano, fue, por decirlo suavemente, una película fallida, en la que todo (la atmosfera, la trama, las relaciones entre los personajes, la deriva sobrenatural…) parece hundirse lentamente en las aguas pantanosas que encierran los misterios del condado de Nueva Iberia.

En el cine negro de calidad, la lírica, incluso la épica nace de manera natural, es una sensación, a veces incluso incómoda, que se va acumulando en nuestros huesos a medida que nuestro detective (o policía, o sheriff o lo que toque) consigue atar los cabos sueltos que los crímenes que investiga van dejando, hasta llegar al momento final en que, sin que nosotros casi nos demos realmente cuenta de cómo, todo queda expuesto, explicado y aclarado, momento en el que soltamos toda esa tensión acumulada. Por el camino, nuestro héroe nos habrá enseñado (quizá al mismo tiempo que él las ha aprendido) un par de cosas sobre la naturaleza humana, sobre cómo el mal anida en las mentes más impensables, o como el bien puede provenir de las personas más inesperadas, por ejemplo. Pero en El centro de la tormenta todo esto es artificial, se nos intenta vender, es impostado. Desde el primer momento en que surge una voz en off (recurso con el que siempre hay que tener mucho cuidado, porque precisamente suele llevar al resultado que aquí estamos poniendo de manifiesto) en la que, sobre unas imágenes planas, se nos intenta convencer de lo melancólica que estaba la tarde o lo bellos que se veían los árboles, nos damos cuenta de que las cosas no van a ir por el camino correcto, sensación que se confirma en cada escena en que aparecen esa surrealista pareja de actores estrella que se supone que están rodando una película por los alrededores, y que mantienen una relación con el protagonista tan delirante y absurda que nos llega a provocar cierto sonrojo.

¿Por qué comparar esta película con Winter’s Bone, una producción independiente de bajo presupuesto con una temática más cercana al realismo sucio? Porque quiero poner de manifiesto como, en el cine, la atmósfera, la credibilidad de los personajes y sus relaciones o el desarrollo de un guión no necesita de imposturas cuando se tienen las ideas claras. En Winter’s Bone todo, absolutamente todo (y, créanme, hay escenas verdaderamente sobrecogedoras) lo que ocurre (quizá con la única excepción del hecho de que los hermanos de la protagonista sean tan adorables) parece realidad (y el hecho de relatar una historia “realista” no es garantía de nada, al contrario, cuántas películas desbarran precisamente por pretender ser realistas) y precisamente por eso nos conmueve tanto. Nos creemos la historia punto por punto, y asumimos perfectamente el hecho de que una adolescente de 17 años, con una madre en estado catatónico, un padre huido y dos niños pequeños a su cargo, viviendo casi de la caridad de los vecinos, sea capaz de enfrentarse a la mafia de la droga de su pueblo para defender a su familia. 


Pero es que todo tiene su por qué, y para darse cuenta no hay nada más que fijarse en que, mientras en El centro de la tormenta el único actor que parece saber que es lo que hace es Tommy Lee Jones (al pobre John Goodman le veo completamente fuera de sitio, si bien esto puede ser culpa mía y deberse al hecho de que le tengo identificado con el Creighton Bernette de la serie Treme, que se desarrolla precisamente en los mismos escenarios que esta película), en Winter’s Bone, hay actores que parecen haber nacido para el papel (por ejemplo John Hawkes haciendo del tío de la protagonista, que a veces da la sensación de ser un actor natural que hubieran sacado de una de las cabañas de la zona), a lo que hay que sumar  detalles como que Jennifer Lawrence, la protagonista de este extraordinario film, se integró en la comunidad de las montañas de Misuri antes del rodaje, o que el propio autor de la novela en la que se basa el guión fue convencido para ayudar a buscar las localizaciones de la película, o que antes de ponerse manos a la obra, la directora, Debra Granik, convenció a una familia para que se dejaran filmar en su vida cotidiana durante una temporada, etc. etc.

Winter’s Bone fue nominada (además de ganar otros prestigiosos galardones) para el Oscar a mejor película (dios me libre de afirmar que esto es garantía de nada, pero aún así…), mientras que En el centro de la tormenta (que en EE.UU., con esos actores y esa, a priori, atractiva propuesta, no se llegó ni siquiera a estrenar en cine, pasando al DVD y sólo en una versión recortada) se llevó el premio del Festival de cine policial de Beaune (Francia). Ustedes mismos.


sábado, 12 de marzo de 2011

LUZ DE AGOSTO: VIAJE AL INTERIOR DE FAULKNER



En Luz de Agosto (William Faulkner, 1932) todo se inicia con el viaje que una mujer embarazada emprende por el profundo sur de los EE.UU. Ha salido a pie desde una pequeña localidad en Alabama y ya se encuentra en el estado de Mississippi. Un tal Lucas Burch la ha abandonado con falsas promesas de rencuentro, y ella, cuando el embarazo ya es patente, decide dejar su pueblo y emprender la búsqueda del padre de forma desesperada y con remotas posibilidades de éxito. A partir de vagas informaciones, llega a la ciudad de Jefferson, donde un modesto y noble obrero del aserradero local, se apiada de ella y, en un momento de lucidez, se da cuenta de toda la verdad.

Si hay algo que perdura después de leer una novela de William Faulkner es la imagen que cada uno de nosotros tenemos de sus personajes en nuestro cerebro. Ponemos cara al noble y obstinado Byron Bunch, al maldito desde el mismo momento de su concepción Joe Christmas, a la abnegada y orgullosa, Lena Grove, al obsesionado y maltratado reverendo Hightower… No son personajes, en el sentido de arquetipos literarios, son personas. Es imposible no ponerles caras, las que cada lector esconda en el fondo de su imaginación, a los protagonistas de sus novelas. Porque Faulkner evita cuidadosamente hacer descripciones meticulosas y directas de sus rostros (de la misma forma que evita describir directamente el medio en el que viven y evolucionan). Pero al cabo de unos cuantos capítulos sabemos perfectamente como funcionan sus mentes, cuales son sus reacciones y su personalidad como si fueran vecinos a los que hubiéramos conocido estrechamente durante años. Eso es lo que hace a los caracteres de Faulkner, y, concretamente, a los que se desplazan a veces sin rumbo o, permanecen, también sin razones sólidas en las ciudades o pueblos que habitan dentro de esta gran novela, inolvidables.



A Faulkner le interesa, principalmente, la exploración del interior del ser humano, es ahí donde pone el foco, y es ese interior (profundo, contradictorio, a veces indiscernible) el que guía la acción de la novela, de tal forma que los acontecimientos externos no son más que un reflejo de los pensamientos que primero se han formado (a un ritmo ralentizado, necesario para abarcarlos y describirlos literariamente) en las mentes de los habitantes de la novela (no sólo de los principales actores, sino de cualquiera que le interese para causar un efecto). De esta forma, hay un ritmo interno que se repite constantemente en Luz de Agosto. Primero los personajes reflexionan, se examinan por dentro, y con arreglo a lo que encuentran prevén sus actuaciones. Luego actúan, y lo hacen como un mero trámite, porque los actos son mucho menos importantes (se diría que casi vicarios) de los pensamientos que los han originado, y de los cuales el lector ya tiene noticia. Y posteriormente los actos tienen consecuencias, y estas son las que determinan el avance de la narración, que, con esta estructura, no es, necesariamente, lo más importante. De esta forma, el lector, no sólo conoce, en el sentido más profundo del término, a los protagonistas, sino que no puede evitar verse implicado en sus avatares, concernido por sus problemas, y finalmente, conmovido por sus, casi siempre, terribles destinos.

Por supuesto que la riqueza de la técnica literaria de Faulkner (posiblemente no superada posteriormente en su propio país y probablemente en el resto del mundo) abarca mucho más que el monólogo o exploración interior. Está, por ejemplo, su manejo del tiempo narrativo, mediante el cual, asistimos a los acontecimientos como si fueran plazas a las que van a dar las distintas calles por las que se desenvuelven las historias de sus personajes, y por las que podemos ir deambulando indistintamente en un momento dado (y que son como esa calle infinita y atroz por la que emprende su camino ya para toda su vida Joe Christmas, una vez que la vida le cierra violentamente la puerta en la cara), y por las que circulamos a través de flash-backs que, poco a poco, nos hacen ir comprendiendo completamente las cosas a medida que los puntos de vista diferentes (que es como decir el interior de las mentes de los protagonistas) nos van enriqueciendo la narración.

Luz de Agosto está poblada de personajes que son, en principio, remotos para nosotros, habitantes de otro tiempo y lugar. Ya casi no nos importan sus guerras (principalmente, la Guerra Civil americana, que era todavía en esa parte de EE.UU. una presencia palpable) ni sus conflictos sociológicos (la abolición de la esclavitud y, por lo tanto, de la forma de vida de la que era sustento no acaban de ser sustituidos por otra cosa), pero, créanme, nos importan muchísimo ellos mismos. Porque son seres humanos como nunca antes la literatura los había contemplado. Por eso Luz de Agosto (junto con otras novelas cumbre de William Faulkner) debe ser leída hoy.

martes, 8 de marzo de 2011

A 110 KM/H: NUESTRA LIBERTAD EN PELIGRO



El Partido Popular es el partido de la libertad. Frente a las medidas represoras del Gobierno, más propias de un estado totalitario que se parece cada vez más a la Cuba de Castro que a un estado libertario, inspirado en los EE.UU. de cuando gobiernan los republicanos, que es el modelo que debería seguir nuestra querida España, ahí están los héroes de la gaviota defendiendo nuestros derechos a capa y espada. Y es que, ante acciones como bajar el límite de velocidad máxima en autovías nada menos que 10 km/h (con la absurda excusa de tratar de ahorrar combustible para adelantarse a las posibles consecuencias derivadas de la situación actual de uno de nuestros principales suministradores de petróleo y la futurible del resto, pero teniendo en realidad nada más que un afán de prohibir todo aquello que no gusta a los talibanes de izquierda, como por ejemplo correr mucho con el coche, y ya de paso obtener pingües beneficios de las multas que, puesto que vamos a seguir haciendo lo que nos de la gana, faltaría más, nos van a caer), no nos queda otra que desempolvar aquel viejo lema del mayo del 68 (qué tiempos aquellos en París, que jóvenes éramos todos los del partido) que decía prohibido prohibir, y plantearnos la desobediencia pasiva, entre otras posibles medidas de protesta (no sería descartable también hacer un llamamiento a las bases del partido, y poner a las señoras de laca en el pelo, tacones en los pies y perlas en las orejas a tirar adoquines a la policía del maquiavélico Rubalcaba, capaz, como ha afirmado el siempre bien informado Jiménez Losantos, ese amante de la libertad a carta cabal, incluso la libertad para decir disparates, de simular una enfermedad para quitarse de en medio en un momento como este).

Y es que esto de los 110 km/h (velocidad a la que, como bien ha dicho ese deportista español de pura raza asturiana que es Fernando Alonso, que tan maravillosamente contribuye con sus impuestos al desarrollo de países como Mónaco, uno no puede más que, evidentemente, quedarse dormido al volante) no es más que la gota que colma un vaso lleno de medidas (como el ataque frontal contra el tabaco o contra el alcohol al volante) que no buscan sino amargarnos a los que sabemos vivir la buena vida. ¿Por qué no dejar que cada uno decida la velocidad a la que quiere correr, el alcohol que quiera beber o los cigarrillos que quiera fumar?, ¿por qué se tiene que meter el Estado en nuestra vida privada?. Porque todo el mundo sabe que, prácticamente, se nos ha prohibido correr, fumar y beber, y el que diga lo contrario, manipula la verdad.

Hoy el diputado popular Gustavo de Arístegui ha declarado que habría que pensar en ir llevando el límite de velocidad hasta incluso los 160 km/h, dado que con los actuales coches y carreteras, nos lo podemos permitir. Porque, digo yo, el hecho de que al implantarse en su momento una medida disciplinaria seria, que funciona, como es el carnet por puntos, que ha tenido el efecto de reducir la velocidad a la que la gente circula por carretera (velocidad que cualquiera que no esté cegado por la irracionalidad sabe perfectamente que alcanzaba cotas descontroladas hace unos años, hasta el punto de ser muy, pero que muy difícil adelantar en una autovía a, pongamos, 130 km/h sin que se le pegara a uno como una lapa por detrás un conductor con el intermitente izquierdo encendido como diciendo, “apártate, momia, que el carril es mío”, porque su velocidad de crucero no bajaba de esos 160 km/h, como mínimo) y, en consecuencia, que hayan muerto cientos de personas menos de las que lo habrían hecho sin implantarla, ¿qué importancia tiene? Aquí no importa salvar vidas (esto no es lo del aborto, amigo mío, y, ya de paso, déjenme decir que eso de la lógica es un invento comunista), aquí importa la libertad (signifique eso lo que signifique), que es el valor supremo de moda al que ahora hay que aferrarse para atacar al Gobierno. 

Así que, qué mejor que pintarnos todos la bandera escocesa en la cara (azul como los colores de nuestro partido) y gritar al volante mientras aceleramos sin límites por las autovías de España, desafiando a los malditos ingleses (la guardia civil) cual Braveheart (que hombre, Mel Gibson): Puede que nos quiten los puntos, pero jamás nos quitarán… ¡¡¡LA LIBERTAD!!!

domingo, 6 de marzo de 2011

1984: EL TOTALITARISMO IMPOSIBLE



En 1984 el estado totalitario ha alcanzado un nivel de perfección tal que su derrota es completamente imposible. Este estado (al lado del cual la Rusia estalinista y la Alemania nazi parecen comunas hippies) ha conseguido penetrar en las mentes de las personas y configurarlas a su conveniencia, derrotando a la ciencia e incluso a la lógica, ha logrado controlar el pasado mediante su adaptación continua al presente más conveniente (manteniendo una estructura funcionarial exclusivamente dedicada a la modificación constante de los testimonios escritos, hipérbole de las famosas manipulaciones fotográficas ejecutadas por la URSS estalinista en las que desaparecían aquellas personas que por haber sido purgadas, es decir, asesinadas, su presencia al lado de los líderes del partido en el pasado debía ser borrada de la memoria) para el Partido, entidad omnipresente y omnipotente que controla la vida humana en todos sus extremos.

George Orwell, que sostuvo durante la guerra que a su término iba a ser inevitable un estado totalitario (fascista o comunista) en Inglaterra, escribió esta novela de ciencia ficción social en 1948 y, al parecer, decidió transponer las dos últimas cifras del año en el que vivía para titularla, emplazando así su relato en el futuro, pero en un futuro alcanzable, quizá imaginable, y poniendo en una relación causa-consecuencia, mediante ese sencillo juego, el presente que vivía con el futuro que podía derivarse de él (Thomas Pynchon señalaría en su prólogo a una reciente edición inglesa del libro que el protagonista de 1984 tiene la misma edad que tendría en ese año el hijo que Orwell había adoptado por aquella época, y que por tanto, el autor inglés quizá estuviera pensando en un posible porvenir para esa generación, lo cual nos lleva a concluir que más bien estaría exorcizando esa posibilidad, dado el insondable horror que la novela describe y que nadie querría para sus hijos).

En 1984 vemos muchos rasgos del presente existente en 1948. Para empezar Londres sigue siendo la misma ciudad mísera, ruinosa y harapienta de la posguerra mundial, en la que incluso caen unas bombas que se parecen muchísimo a los cohetes V2 alemanes y donde cosas como el chocolate, el tabaco o el vino son lujos al alcance exclusivo de los más privilegiados. Tres años antes se había celebrado la conferencia de Yalta en la que los aliados (representados por Stalin, Roosevelt y Churchill) habían sentado las bases del futuro reparto del mundo en dos bloques, más el reconocimiento de China como potencia, configurando así el mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Estos tres ejes (Oceanía, Eurasia y Asia Oriental) enfrentados entre sí en una guerra interminable y autoalimentada que es, a su vez, un instrumento de control de las masas (de ahí uno de los famosos lemas paradójicos, “la guerra es la paz”, por los que se rige el Partido, y que tiene muchísimo que ver con la Guerra Fría que se atisbaba en el horizonte) son los que Orwell imagina en su novela.

1984 es una crítica al totalitarismo, sí, pero al mismo tiempo nos está mostrando la imposibilidad de que el totalitarismo llegue a triunfar como sistema político. Funciona como una advertencia al mundo acerca de lo terrible que pueden llegar a ser esos regímenes políticos, pero también es una advertencia a los partidarios de los mismos acerca del hecho de que, por su propia naturaleza, es imposible que duren eternamente (si bien es verdad que pueden alargarse durante alguna generación, como pasó en el Este de Europa o, sin ir más lejos, como ocurrió en nuestro propio país, pero no hay más que ver lo que está sucediendo ahora mismo en el norte de África para darse cuenta de la verdad de esta afirmación) porque su esencia es antihumana, y no es posible gobernar a los hombres contra su propia esencia. Pero como vivimos en un mundo imperfecto en el que las cosas tienden a ser grises y es muy difícil ver puros blancos y negros en nada, es cierto que algunas de las cosas que vemos reflejadas en 1984 es posible reconocerlas hoy en nuestras democracias capitalistas occidentales. Así, el concepto de doublethinking (la aceptación por nuestra mente del hecho de pensar una cosa y su contraria) es fácilmente aplicable a muchos de los acontecimientos políticos  que suceden a nuestro alrededor a todos los niveles (no hay más que pensar en la guerra de Irak, o, en general, en todas las actuaciones esencialmente cínicas o hipócritas de nuestros mandatarios, o siendo más provincianos, no hay más que ver la foto de estos días en la que, un forzadamente sonriente Francisco Camps -sonriente es una especie de pleonasmo en el caso de este y otros dirigentes políticos los cuales deben acabar sus jornadas con intensos dolores en los músculos de sus rostros, ejercicio que es en sí mismo otro ejemplo de “doblepensar”- aparece firmando un manifiesto contra la corrupción) y es, asimismo, fácil darse cuenta de su presencia silenciosa en el mundo del marketing y la publicidad.

Aunque aquí hayamos comentado esta novela desde sus aspectos más generales y políticos, 1984 no deja de ser un relato literario apasionante, una narración inolvidable, que está destinada a dejarnos una huella imborrable y cuya lectura, en general, y con buen criterio, obligatoria para los estudiantes, es imprescindible para cualquier interesado en llegar a comprender las claves de nuestro mundo. No se la pierdan.

jueves, 3 de marzo de 2011

I'M STILL HERE: JOAQUIN PHOENIX DESBARRANDO



El señor Joaquin Phoenix, después de marcarse una de las, probablemente, mejores interpretaciones de toda su carrera en Two Lovers, se dejó convencer por su cuñado (ay, los cuñados) Cassey Affleck (hermano de Ben Affleck, y casado con una hermana menor de Joaquin), para anunciar al mundo que dejaba de ser actor para intentar convertirse en cantante de rap, cosa que efectivamente hizo en octubre de 2008, apareciendo después en el show nocturno de gran audiencia de David Letterman, en teoría como parte de la promoción  de Two Lovers, pero en realidad dando muestras de habérsele ido completamente la olla (luciendo una barba y un pelo completamente enmarañados y descuidados, gafas oscuras y una repentina incapacidad para encajar las bromas más bien inocentes del conocido presentador acerca precisamente de su aspecto y de sus sorprendentes intenciones), y mientras tanto rodar un, así llamado, falso documental (mockumentary), presentado en el festival de Venecia de 2010, con el que, básicamente, según explicó en una posterior visita a ese mismo programa para aclararlo todo, trataba de hacer ver a la gente lo imposible de que un reality show no tuviera algún tipo de guión (refiriéndose a los programas televisivos americanos tipo “Hell’s Kitchen”, el famoso programa del Chef Gordon Ramsey, en los que se producen situaciones en las que, simplemente, el hecho de que haya un cámara delante condiciona la realidad que se está filmando -lo cual me lleva a pensar en que filmar la realidad se parece, en este sentido, a la indeterminación de la mecánica cuántica, con perdón- y que aquí podrían tener equivalentes en programas tipo “Supernanny”, en el que se pretende hacer creer al espectador cosas como que un niño pequeño asume con naturalidad el hecho de que a la hora de acostarse, en su propia habitación, estén metidos un señor con una cámara y otro con un foco).

Bien. Pues el producto de todo este lío, el niño al que se da a luz en este parto, el famoso falso documental, no es ni más ni menos que una de las películas más aburridas de los últimos años. Es verdad que yo la he visto conocedor de todo el asunto, y que probablemente, por lo menos, al principio, creer que lo que se está viendo es cierto, podría darle a la cosa algo parecido al interés. Pero en muy escasa medida, créanme. Porque lo que nos ofrece esta pareja de “cuñaos” consiste en una serie de escenas en la supuesta nueva vida de Joaquin Phoenix como cantante hiphopero, tan milimétricamente diseñadas para parecer reales, que, efectivamente, parecen reales, es decir, son caóticas, desordenadas, incomprensibles, indiscernibles, están mal montadas, mal rodadas, desenfocadas, etc., con lo cual siembran el desconcierto al principio, sí, pero hasta que se agota la paciencia del espectador (el cual, si es de los que no se sabía el tomate previamente, y tiene tan sólo una pizca de sentido común, se da cuenta a los cinco minutos que lo que está contemplando está planificado de arriba abajo), y esto ocurre muy, pero que muy pronto, y su interés desaparece completamente. Que Joaquin Phoenix quiere rapear porque le sale de muy dentro: pues vale. Que quiere que los demás le respeten y le aprecien por esta nueva faceta artística: genial. Que para ello embarca a varios socios y amigos que más bien parecen estar simplemente viviendo a su costa: estupendo. Que viene Ben Stiller a su casa para ofrecerle un papel y lo rechaza y acaban casi insultándose: de nuevo genial. Y así toda la película: nos quedamos fríos. Incluso las famosas escenas con las prostitutas o esa en la que al pobre Joaquin le defecan en la mismísima cara (madre mía, como pudo haber gente que tras ver esto creyeran todavía que era real), es posible que nos las hayamos perdido por habernos quedado dormidos, y aún siendo conscientes de ello, despiertos de nuevo por una canción que suena en la película, la verdad, no nos apetece rebobinar para buscarlas.

Y es que volvemos a lo mismo de siempre, a un mal que es fácil de detectar en el cine (y en otras muestras de creación) contemporáneo, y es el pensar, erróneamente, que una sola idea, por muy genial (genialidad que no es el caso, si uno lo analiza fríamente, de I’m Still Here, porque esta historia tiene algo de aquellas inocentadas que llegaron a alcanzar altos niveles de sofistificación que se hicieron en la televisión hace unos años, y que lo único que demostraban era que, efectivamente, cuando se ponen todos los medios para engañar a la gente, se la engaña, que es como demostrar que la cabra tira al monte) que esta sea, hace una película (o una novela, etc.), y que lo demás viene rodado (nunca mejor dicho). Así que, señor Phoenix, se ha permitido usted el lujazo de hacer su gamberrada, de desbarrar un poco. Muy bien, jajajá, nos hemos reído todos mucho. Ahora, por favor, vuelva a su trabajo. Gracias.

lunes, 28 de febrero de 2011

PAGAGNINI: FUSION DE GENIO


Mi pareja y yo tenemos la sensación, cuando vamos al teatro, de pasar siempre por la misma penosa situación:  nos sentemos donde nos sentemos, las butacas de la fila anterior a la nuestra permanecen vacías hasta el mismo momento en  que nos permitimos pensar que vamos a tener la suerte de que se van a quedar así durante la representación, instante preciso en que dos personas más (incluso mucho más) altas que la media llegan apuradas y ufanas y se nos plantan delante, privándonos (no por su culpa, claro está, si hay alguna culpa en esto corresponde a lo vetustos que se han ido quedando casi todos los teatros de la ciudad, el auge actual de los cuales deberían impulsar a sus correspondientes empresarios a pensar en la posibilidad de una actualización) de un porcentaje considerable de visión. Este fue el caso de la noche en que vimos Pagagnini  en el Teatro Haagen Dazs Calderón (así, con esa marca de helados en medio, de la misma forma que para acceder al patio de butacas hay que pasar a través de una de sus heladerías, situación un tanto surrealista). Pero el motivo de traer a colación a esa pareja de altos jóvenes de nuestra última y europea generación es la de mencionar el comentario que hicieron cuando una voz en off anunció el comienzo del concierto.
“¿Concierto?, ¿pero, es que es un concierto?”, se decían alarmados el uno al otro, confundidos, sin duda, por la publicidad de la obra, que parece destacar más la parte que tiene de espectáculo de humor, suministrado por la brillante creatividad del grupo Yllana, que la parte musical, debida al virtuoso violinista armenio Ara Malikian, y sus (a casi similar altura) tres acompañantes. Pero pronto tuvieron motivos para tranquilizarse, porque, desde su primera aparición en escena, el cuarteto de cuerda que se planta encima del escenario se revela como un grupo de humor haciendo música o un grupo de músicos haciendo humor, indistintamente, de tal manera que nunca se había visto una fusión más perfecta entre la música clásica (cuya interpretación, por el hecho de estar haciendo algo en tono de comedia no pierde ni un ápice de calidad) y el humor gestual, alcanzándose unas cotas de virtuosismo casi increíble (uno llega a pensar que esta gente ha alcanzado el máximo nivel posible de dominio de sus correspondientes instrumentos, y que si son capaces de hacernos reír con sus peculiares interpretaciones de obras como el Canon de Pachelbel  o un Concierto de Mozart, es porque si estuvieran interpretándolas en el marco de un escenario “formal”, digamos, nos estarían emocionando y nos harían igualmente disfrutar de la música clásica, sin más), encabezados por un Ara Malikian que transmite unas vibraciones tan positivas, un buen rollo tal, que uno es capaz de percibir como hace mejorar progresivamente el humor del público presente, que empieza un poco frío (como suele pasar con los públicos de entresemana) y acaba dando palmas, e incluso chasqueando los dedos, llevados de la mano por este genio.
Pero a lo largo del espectáculo hay momentos (desternillantes) para el lucimiento de cada uno de los artistas, que hacen su correspondiente y surrealista solo, bien a base de marcarse un baile tocando las castañuelas (que suenan en la Danza española de “La vida breve” de Manuel de Falla), apareciendo con un inverosímil violín eléctrico con el que se compone de forma espectacular algo que (a falta de ver dos representaciones distintas y poder afirmarlo con seguridad) tiene toda la pinta de ser improvisado o marcándose una tema en francés de Serge Gainsbourg, tarareado por el público y en el que se contiene una canción de amor dirigida a una espectadora (y aquí tengo que advertir que, si tienen la intención de ir y no son precisamente lo que se dice gente “echá palante”, tengan cuidado de no sentarse en las butacas próximas al pasillo central, háganme caso, porque podrían pasar unos momentos de cierta zozobra, y hablo desde la experiencia que tengo de haber sido proyectado en una pantalla gigante en una representación del grupo de humor sarcástico “La Cubana” mientras se me preguntaba, que qué haría si fuera rico) de la que uno de los componentes del genial grupo se ha enamorado irremediablemente.
Y cuando todo esto ya ha amortizado de sobra el precio (más bien alto) que se ha pagado por la entrada, todavía queda el remate final, con una formidable interpretación del autor que da nombre al espectáculo, Paganini, que de pronto, recuerda al espectador, si es que se le había olvidado en algún momento, que se encuentra ante un grupo de músicos, encabezados por un violinista excepcional, de primer nivel mundial, y que son capaces de pasarse casi dos horas encima de un escenario derrochando una energía tremenda, buscando y consiguiendo que el público lo pase muy bien (los espigados espectadores de delante aplaudieron a rabiar), de tal forma que después de salir del teatro a uno le cuesta varias horas borrar la sonrisa de su cara. Que lo disfruten.