jueves, 29 de septiembre de 2011

EL ARBOL DE LA VIDA: AVISO URGENTE A LA POBLACION



Atención, por favor: si alguno de ustedes ha ojeado últimamente la cartelera, ha comprobado que se estrena esta película, con su Palma de Oro de Cannes y su canesú,  se ha sentido atraído por ella tanto por la entidad de los actores (grandes estrellas como Brad Pitt y Sean Penn entre otros) como por la del director y, en consecuencia, y a la vista de que también ha comprobado que la película se mantiene firmemente en lo alto de las listas de recaudación, ha decidido usted ir a verla, entonces, por favor tenga muy en cuenta lo siguiente:

DURA 2 HORAS Y 20 MINUTOS. Bien, dirá usted, ¿qué tiene eso de malo? Pues me temo que todo, porque estamos hablando de una de esas películas (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) en las que el guión y el argumento casi son lo mismo, es decir, un-padre-excesivamente-estricto-traumatiza-a-su-hijo-mayor, y ya está, no hay más (créanme), con lo que 2 horas y 20 minutos pueden hacerse realmente largas, casi eternas. Pero entonces, ¿con qué se rellena toda esa cantidad de metraje?. Muy fácil, simplemente se emplea machaconamente la misma fórmula. Porque la película  (tras un prólogo engañosamente prometedor en el que asistimos a la presentación de los personajes y que desvela el acontecimiento alrededor del cual va a girar toda la película como una espiral, para pasar después a contemplar un documental sobre el origen del universo, el amanecer de la Tierra y el surgimiento de la vida, que es algo así como un episodio de la serie Cosmos realizado con los medios digitales de los que disponemos ahora, pero tal cual) se basa en la aplicación implacable a golpe de martillo pilón de un ritmo estructural repetitivo, por medio del cual, asistimos a una sucesión de planos (poseedores de un grado de belleza estética que nadie puede negar, originales en su concepción, fotográficamente muy atractivos, ensamblados a través de un trabajo de montaje de altos vuelos, enfatizados con una música a veces arrebatadora, y en fin, virtuosos en lo que tienen de arte visual), a los que dada su calidad, y a pesar del desconcertante comienzo, decidimos prestar toda nuestra atención, pero que pronto se desvelan (en cuanto nos damos cuenta de que se repiten como ciclos, que son como variaciones sobre un mismo tema) como una especie de mantra alucinógeno con el que el director, poseedor de lo que los anglosajones denominan una “agenda”, simplemente, no desea contarnos una historia. Y es que es imposible contar una historia cuando se enfatiza tanto la forma que el contenido no es más que una especie de molesto subproducto, un inconveniente provocado por la utilización de cámaras para registrar imágenes al que podemos dar fácilmente salida si simplemente lo transformamos en un “mensaje”.

BRAD PITT HACE DE PADRE TONTORRÓN. Quien haya visto a Brad Pitt en películas como Inglourious Bastards o Quemar después de leer, habrá podido comprobar la capacidad que tiene este actor para representar a personajes próximos a la caricatura, hombretones de mandíbula cuadrada, mirada fija y cerebro lento que parecen inspirados en los malos del cómic americano de polizontes de después de la guerra. Pues bien, lo siento chicas, en esta película al señor Pitt parece que le hayan dicho que saque esa faceta a relucir porque su personaje (a pesar de que se nos venda por otro lado, tal vez para compensar, que es un ingeniero competente y un sensible músico aficionado, de la misma forma que nos lo podían haber adornado con el don de la rabdomancia, es decir, gratuitamente ) es un hombre simplón, obsesionado por cosas como que sus hijos le llamen “señor” en vez de “papá“, y capaz por ello de arriesgarse a perder su afecto y el de su mujer y que, básicamente, se dedica a adelantar el labio inferior para componer una expresión de estulticia. Por su parte, Sean Penn (que ha manifestado públicamente su disconformidad con el montaje final de la película, en el que al parecer su personaje ha sido sustancialmente recortado, pero que después de ver en qué consiste ese personaje personalmente opino que muy posiblemente hubiera dado lo mismo) se dedica a vagar por paisajes irreales poniendo cara de saber cosas muy importantes con cuyo conocimiento, ni usted ni yo, pobres mortales, podríamos ni siquiera atrevernos a soñar.
 
 
 

TENGA EN CUENTA QUE USTED NO ES METAFÍSICO. A los norteamericanos les pasa algo muy extraño con la religión. Pudiera ser normal que el ciudadano medio estadounidense habitante del conocido como cinturón bíblico dedique más tiempo de lo que lo haría un europeo en pensar en Dios y sus misterios misteriosos, pero lo que nos resulta chocante es que una parte de la élite cultural de ese país (por no hablar de los políticos que tratan a Dios como si fuera el principal donante de sus campañas, cosa que frecuentemente es en realidad, a través de persona interpuesta) se tome tan en serio la religión que esta acabe impregnando como un filtro de color grisáceo todo lo que hacen. El señor Malick, uno de esos artistas con vida blindada capaz de escapar a la implacable voracidad de la máquina mediática, tiene, como decía antes, una “agenda”, es decir un plan. Nos quiere vender un mensaje metafísico que más o menos viene a decir que Dios es amor o que el amor es Dios, o algún punto intermedio entre esos extremos. Si usted es de esas personas que no necesita mezclar el amor con Dios para saber lo bueno que es (el amor), entonces el mensaje de la película, con todo su aparato de maldades redimidas, personajes angélicos y esa especie de “quedada de almas” final,  le va a parecer una solemne tontería.

USTED VERÁ. El cine no convencional nos sorprende a veces con un éxito comercial provocado por esos boca-orejas milagrosos que han sacado del anonimato a tantos directores. Pero lo que ocurre con El árbol de la vida es que nos encontramos ante un malentendido provocado por la entidad de los nombres (o, simplemente, que el gancho comercial de esos nombres ha funcionado a toda máquina) y que, a juzgar por la bilis que los espectadores del cine donde asistí a verla echaban al finalizar el pase, no es, ni remotamente, un caso de boca-oreja. Quedan avisados.

martes, 6 de septiembre de 2011

CUALQUIER OTRO DÍA: NO SON LOS GÉNEROS, SON LOS ESCRITORES



La novela histórica siempre ha tenido mala fama entre los defensores de las esencias de la literatura canónica. Es un género que ha experimentado un auge reciente (o relativamente reciente, porque si tomamos la aparición de la extraordinaria novela El nombre de la rosa de Umberto Eco -y la impecable película consiguiente de Jean-Jacques Annaud-  como el primer catalizador importante del deseo de leer historias situadas en otros siglos y lugares, que cambió las fronteras de lo exótico, concepto que siempre ha sido seminal para la literatura de género, moviéndolo de lo geográfico, ámbito agotado ya en el siglo XX, a lo temporal, entonces, nos situamos hace ya más de 30 años atrás). Y es cierto que cuando uno se acerca a los estantes de una librería no deja de sorprenderse de lo inagotable que parece el filón desde el punto de vista comercial, sobre todo del mundo medieval, con la cantidad de monjes, médicos, filósofos, alquimistas, peregrinos, arquitectos, artesanos, comerciantes, magos, hechiceras y sabios de todo pelaje capaces de protagonizar todo tipo de narraciones, a veces incluso en forma de saga. Pero, como toda afirmación categórica, denostar este género calificándolo como “comercial” o “fácil” es peligroso, porque quien lo hace (a veces novelistas autocalificados de serios o profundos, cuyo triste destino es ser olvidados sin remedio, o, casi peor aún, ser recordados como esos que intentaban escribir igual que Juan Benet, grupo que, por numeroso, en España tiene prácticamente la entidad de género autónomo) se sitúa en una posición de superioridad que, a pesar de lo convencido que pueda estar de ello, no siempre ocupa.

Menos justificada está todavía esa mala fama cuando quien se acerca a la narrativa histórica es un gran escritor. Con Cualquier otro día (The Given Day, 2008) Dennis Lehane (el autor de dos magníficas novelas, Mystic River y Shutter Island conocidas en España por haber sido llevadas a la gran pantalla por directores de prestigio, Eastwood y Scorsese respectivamente, con algo más de fortuna el primero que el segundo, pero que ya gozaba de fama en EE.UU. gracias una serie de obras protagonizadas por su pareja de detectives Patrick Kenzi y Angela Gennaro, y que además fue uno de los elegidos por David Simon para elaborar los guiones de The Wire, en lo que en aquel momento debió ser tan sólo una llamada telefónica, pero que ahora se nos antoja como una especie de encargo divino) nos traslada al Boston del año 1918, en el mismo momento en que Alemania ha capitulado y los soldados norteamericanos vuelven a casa. Pero ese retorno no va a ser, ni mucho menos, apacible. Nos encontramos ante una ciudad convulsa, un lugar en el que se concentran en poco espacio los grandes conflictos humanos que iban a configurar el futuro del mundo a partir de ese momento: el nacimiento del movimiento obrero y de las primeras uniones sindicales de los trabajadores de las industrias que habían funcionado a pleno rendimiento durante la guerra, pero que ahora se iban a ver necesariamente afectadas por un parón en la producción y al mismo tiempo, por la necesidad de buscar trabajo a los cientos de miles de hombres que volvían de Europa. En definitiva, por la necesidad de pasar bruscamente de una economía de guerra (donde todo tiene sentido y justificación) a una economía de paz, en la que los ricos habrían de buscar nuevas formas de mantener las diferencias sociales tal y como estaban, pero también, enfrentarse a ese nuevo arma en poder de sus empleados que habían visto hacía pocos meses el triunfo de la Revolución Rusa: la huelga.



En este contexto (y después de que parte del problema de la sobrepoblación trabajadora se resolviera sólo debido a la alta mortandad causada por la epidemia de gripe que asoló el mundo después de la guerra) Lehane escoge personajes y para ello nos presenta al que va a ser el maestro de ceremonias de la novela, el famoso jugador de baseball de la época “Babe” Ruth (un mito de la cultura deportiva estadounidense) del que vamos siguiendo sus evoluciones y a través del cual conocemos a Luther Lawrence (en un partido informal imaginario que los mejores jugadores de la liga americana prefieren ganar deshonestamente que perder frente a un grupo de aficionados afroamericanos en una escena conmovedora que sirve para abrir la novela) un personaje casi Faulkneriano al que, a pesar de ser íntegro como una roca (o precisamente por eso) la vida le va jugando malas pasadas. Paralelamente nos acercaremos a Danny Coughlin, un policía de la ciudad de Boston marcado por su pertenencia a una familia tradicional irlandesa contra la que no tiene más remedio que revelarse cuando va siendo consciente de cuál ha de ser su propio camino. Ambos personajes se erigen en los protagonistas de una narración sólida, siempre absorbente, por momentos emocionante, en la que la posibilidad de que los policías (cuyo maltrato laboral por parte de las autoridades de la ciudad alcanza proporciones Dickensianas) de Boston acaben convocando una huelga general, se convierte en la amenaza en el horizonte que la vertebra.

Cualquier otro día es una de esas novelas que mezcla entretenimiento y conocimiento de forma óptima y con la que vamos a pasar unos cuantos días (hablamos de una obra extensa de más de 700 páginas) preguntándonos como demonios van a resolverse los enrevesados nudos narrativos que se van formando en ella, para después disfrutar de esos desenlaces, sabiamente construidos y darnos cuenta de la maestría de un escritor que se ha adentrado en el género histórico con éxito.