domingo, 26 de junio de 2011

OLIVER SACKS: LA MENTE Y EL CEREBRO



El cerebro es todo un misterio. Investigarlo, desentrañar su funcionamiento es lo mismo que preguntarnos por nosotros mismos. Es responder a la desconcertante cuestión de qué es lo que somos. Se trata, más concretamente de averiguar qué hay detrás de características humanas como la inteligencia, el talento o la empatía, pero también de las que definen nuestro lado oscuro, como el egoísmo o la violencia. A estas cuestiones se ha tratado de responder históricamente a través de dos frentes que han estado demasiado tiempo separados: el enfoque fisiológico (es decir, el que busca explicar su funcionamiento orgánico y que nos ha permitido asociar con una precisión increíble áreas cerebrales con funciones cognitivas como las que interpretan la información que recibimos a través de nuestros sentidos, pero también con la memoria o las emociones, por ejemplo) y el enfoque psiquiátrico (o la búsqueda sistemática de explicación y solución a las alteraciones en el comportamiento de la mente). Pero, con el tiempo, investigadores de todo el planeta se han dado cuenta de que ambos enfoques son en realidad inseparables si se quiere profundizar de manera productiva en los misterios de la mente humana.

Uno de estos científicos ha sido el brillante neurólogo y psiquiatra inglés Oliver Sacks, autor de varios de los mejores libros de divulgación sobre este tema de los últimos años (uno de los cuáles, "Despertares", dio origen a una magnífica película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro en 1990) entre los que se encuentra el que es objeto de esta reseña, titulado “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” (título algo efectista pero que ayuda a situarnos en el increíble y desconcertante mundo que describe), en el que el doctor Sacks agrupa en cuatro partes (pérdidas, excesos, arrebatos y el mundo de los simples) la descripción de varios casos patológicos que fueron a parar a sus diversas consultas neurológicas en casas de acogida para pobres y en el Hospital del Estado en el Bronx, Nueva York, a lo largo de varios años, y que cualquier lector medianamente interesado va devorar con tal intensidad, que no sería extraño que acabara consumiendo sus 300 páginas de una sentada.

Cuando uno va comprendiendo, gracias a las explicaciones precisas y amenas del doctor Sacks, cuáles son los efectos que las enfermedades neurológicas pueden tener sobre las personas, no puede evitar sentir dos emociones aparentemente contradictorias entre sí: el horror y la fascinación. Porque es horrible saber de personas que son incapaces de reconocer las caras de la gente, ciegos para los rasgos que definen incluso a sus seres queridos (como es el caso del doctor P., el que da título al libro, incapaz de identificar, no ya a su esposa, sino a sí mismo en un espejo), pero también es fascinante aprender como estas personas son capaces a través de una facultad que está presente en nosotros cuando perdemos una de nuestras funciones (la que agudiza el oído de los ciegos o la capacidad de concentración de los sordos, por ejemplo) de compensar la pérdida, es decir, de adaptarse a las nuevas condiciones a las que su estado les somete, y así poder reconocer a la gente por características que a nosotros se nos escapan. Este efecto de compensación, presente en todos los casos de pérdida descritos en el libro, se ve muy bien en el titulado “La dama descarnada” (uno de los más desconcertantes dentro de una colección de historias tremendas), que describe el de una mujer joven y sana que un buen día dejó de tener el sentido de su propio cuerpo (es decir, perdió el sentido de la “propiocepción“), hasta el punto de ser incapaz de distinguirlo del resto de las cosas del mundo, y que pudo, no sin enormes dificultades, ir sustituyendo este sentido de lo propio (del que todos estamos dotados y que quizá sea una de las cosas más importantes que conforman nuestra identidad de la que menos conscientes seamos) por un control externo, gracias a la vista, de su propio cuerpo y sus movimientos, de tal forma que finalmente fue capaz de ser autónoma aunque siempre mirando como se movían sus brazos o sus piernas.
 
 


Pero quizá, donde el doctor Sacks alcance la mayor profundidad en sus reflexiones acerca de lo que constituye la esencia de la mente humana sea en esos casos de pérdidas de memoria tan graves (el llamado síndrome de Korsakov, una amnesia tan brutal que impide a las personas grabar recuerdos nuevos) que inciden en la propia identidad de la gente. Sacks se pregunta acerca de qué piensan de sí mismos las personas que sufren este mal, seres humanos que se aferran a una realidad coherente fabulando continuamente en una verborrea interminable para poder explicarse a si mismos dónde están, quiénes son y qué está pasando cada vez que transcurre el intervalo escaso de tiempo en que su memoria es capaz de registrar la realidad. Es cómo si hubiera algo detrás que tratara de no perder los papeles, una fuerza que impusiera la lógica por encima del marasmo sin sentido en que se ve sumida una mente con una enfermedad de esa magnitud.

En el libro encontramos casos aún más extraños y llamativos (entre los que se llevan la palma los de los llamados “sabios” o personas con discapacidades intelectuales capaces por otro lado de hazañas mentales a las que nadie podría ni siquiera acercarse) y nos dejamos llevar sin dificultad por el punto de vista del doctor Sacks que borda la genialidad en algunos capítulos (imprescindible el titulado “El discurso del Presidente”) y que deja traslucir tanto un agudísimo sentido de la observación como una ternura inmensa por todos y cada uno de sus pacientes (por eso confiesa en la introducción que “me interesan en el mismo grado las enfermedades y las personas“), seres humanos aquejados de males terribles, pero cuyos cerebros torturados han dado un impulso decisivo a la comprensión de la mente como un todo, a la unificación del objeto y el sujeto. Por eso “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” es un libro imprescindible para todo el que quiera saber algo más de sí mismo.

martes, 21 de junio de 2011

THE KILLING: BIENVENIDOS AL NORTE



Seattle, con sus más de 600.000 habitantes, es la ciudad estadounidense más importante de las emplazadas más al norte del país. Está a tan sólo 180 kilómetros de la frontera canadiense, sin embargo, eso sólo la sitúa por debajo de cualquiera de las latitudes que alcanzan los llamados países nórdicos europeos (es más, sus 47º de latitud están al sur de Londres, Berlín e incluso París, aunque parezca increíble, pero basta echar un vistazo a un mapamundi para comprobarlo). Es decir, para un sueco, un danés (y no digamos un noruego o un islandés) o incluso un británico, Seattle es el Sur. Sin embargo, en la serie The Killing, Seattle da toda la sensación de ser una capital escandinava (y esto no es ninguna casualidad, ya que estamos hablando de la versión americana de una serie danesa, Forbrydelsen o El crimen, que se desarrolla en Copenhague, y en cuya adaptación probablemente se ha buscado este efecto). Sus personajes recorren sus calles bajo una atmósfera que nos remite a esas ciudades del norte por las que el sol no se asoma casi nunca y llueve tantos días al año que parece que sus habitantes hubieran sido objeto de una maldición india.

Y es que cuando se trata de contar la investigación del horrible asesinato de una adolescente cuyo cadáver aparece en el maletero de un coche hundido en el fondo de un lago, y las terribles consecuencias que esta muerte tiene para su familia, pero también, como un cáncer en un cuerpo viejo que se fuera extendiendo lenta pero inexorablemente, sobre todos los personajes de cuyas vidas vamos sabiendo a lo largo de los magníficos 13 episodios de la primera temporada de esta serie (uno de los mejores policíacos que se han parido en los últimos años en todo el mundo, fruto de las privilegiadas mentes que están detrás de los guiones de los productos de calidad de la cadena AMC, en directa y productiva competencia con la ya consagrada HBO), la búsqueda de una atmósfera determinada, el marco ambiental que de credibilidad a las evoluciones de los actores, deviene en algo de gran importancia. Enseguida nos acostumbramos a ver a la pareja de detectives formada por la íntegra, obstinada e instintiva (y difícil de olvidar) Sarah Linden (cuya conveniente apariencia nórdica es puramente casual, ya que está interpretada por Mireille Enos, una actriz americana con ancestros franceses y cuya extraordinaria interpretación es otro de los grandes atractivos de la serie) y el misterioso, inteligente y perspicaz Stephen Holder, (este sí el actor sueco Joel Kinnaman) corriendo bajo la lluvia o tratando de desenmarañar la complicada madeja en la que, poco a poco, se va convirtiendo la investigación del caso al monótono y triste ritmo que marcan los limpiaparabrisas de su coche.


The Killing tiene el aire del boom de la novela negra escandinava. En cierta forma es una especie de Wallander a la americana, en el sentido de que no nos ahorra ninguno de los detalles incómodos, difíciles de digerir, que se producen en torno a lo que constituye el núcleo central de una investigación policial, que no es otra cosa que una muerte horrible (y que normalmente quedan olvidados frívolamente cuando vemos a padres, madres o esposas conversar tranquilamente con la policía sobre la muerte de sus seres queridos en escenas inverosímiles apenas horas después del acontecimiento) que en otras producciones de menor calidad nos harían simplemente cambiar de canal o si poseemos el don de la paciencia, desear que termine la escena en cuestión, pero que en esta serie se elevan muy por encima de la media, alcanzando cotas dramáticas y emocionantes difíciles de conseguir. Así, asistimos a todos y cada uno de los desgarros que se van produciendo como fases inevitables en los miembros de la familia Larsen (cuya hija Rosie es la víctima sobre la que gira la trama), incluidos los hermanos pequeños, cuyo desvalimiento (y las dolorosas emociones que ello provoca en sus padres) es narrado con maestría y naturalidad. Y es precisamente esta naturalidad (también presente en las historias de los mejores representantes escandinavos del género), que es un rasgo predominante en toda la narración, la que dicta que nuestra pareja de detectives protagonista, con todas sus virtudes, incurran constantemente en errores, algunos de ellos muy graves. Es decir, meten la pata hasta el fondo, como si fueran policías de verdad y esto, en lo que tiene de considerar al espectador como alguien inteligente, es realmente apreciable.

La serie se ramifica también con otras subtramas no menos importantes, como la que narra la campaña a la alcaldía de la ciudad, que se encuentra en sus últimos momentos (hay que decir que cada episodio representa un día de la investigación principal, lo que contribuye a dar gran dinamismo al flujo de acontecimientos, esquema similar al de la serie danesa original) y en la que contienden el actual alcalde, un tipo deshonesto que busca su beneficio personal (algo raro en política) y el concejal Darren Richmond, un tipo que transmite honradez pero que lucha contra el terrible influjo emocional con el que carga desde que su mujer murió en un desgraciado accidente de tráfico. O la que se interna en la vida de la detective Linden, alguien que está al borde de la ruptura con todo, pero que permanece colgada en una especie de limbo personal mientras dura la investigación.

The Killing es intrigante, absorbente y emocionante. Tiene todos los ingredientes que necesitan las buenas historias del género negro. Los guionistas se las apañan en cada episodio para dar un giro desconcertante a la trama, de tal forma que ha sido una tortura ver la serie con una frecuencia semanal. Pero, además, nos revela a sus protagonistas como seres humanos que sufren y que se equivocan. Bienvenidos al norte.

miércoles, 15 de junio de 2011

1Q84: MURAKAMI ABRE UN OJO



En una de las primeras entradas de este autorreferente blog, hablábamos de After Dark, la última novela de Haruki Murakami antes de la aparición de 1Q84 y titulábamos la reseña “Murakami Dormido“. La verdad es que poníamos el libro a parir, probablemente es la crítica más dura que hayamos hecho a los hasta ahora 49 productos (y subproductos) culturales que han sido objeto de comentario en Todas las cosas. Sigo pensando que teníamos toda la razón del mundo (y he tenido ocasión de compartir esta misma opinión con otras personas), pero es verdad que, desde entonces, me he tomado como una especie de obligación hacia este escritor la de leer su siguiente novela (que no libro, en 2007 publicó un ensayo titulado “De que hablo cuando hablo de correr” del que he oído hablar bastante bien, por cierto) y tratar de reseñarla lo más objetivamente posible (añadiré que las novelas anteriores a After Dark que había leído del autor japonés me habían gustado bastante). De ahí este comentario y el título que lo encabeza, que no hace más que reflejar la impresión de novela fallida, de quiero y no puedo, que me ha dejado este 1Q84.

En 1Q84 se van alternando capítulos protagonizados por dos personajes distintos. Uno es el joven Tengo, profesor de matemáticas y escritor en ciernes que acaba siendo enredado por un editor (Komatsu, uno de los personajes más logrados de la novela) para que rescriba anónimamente una novela presentada a un concurso de autores noveles por una adolescente. La otra es la también joven Aomame, una chica fría, austera e independiente, cuya aparición en el primer capítulo es uno de los mejores comienzos de novela que he leído últimamente (toda la historia del extraño taxi varado en una de las autopistas del Tokio de hace 25 años, con la simbólica Sinfonieta de Janacek sonando en la radio, la huída de la protagonista a través de las escaleras de emergencia y la sorpresa mayúscula que supone para el lector la tarea que finalmente tiene encargada, me parece extraordinaria) y que tiene su vida organizada de una forma bastante peculiar. Estamos en 1984 (o en 1Q84, aprovechando que en japonés la q y el 9 tienen el mismo sonido). La reminiscencia orwelliana no es banal. En la novela de Orwell (también comentada aquí, y cuyo influjo, como pasa con todas las obras maestras parece no tener límite), la Historia tal y como la conocemos no existe, el sistema la rescribe constantemente para adaptarla a sus intereses, de forma que se vive en una especie de presente continuo (uno más de los apasionantes conceptos de esa iluminada obra). En 1Q84 lo que tiene una existencia dudosa es la misma realidad. Nadie puede estar seguro de estar viviendo la misma realidad de siempre.

Las historias de Murakami se caracterizan por situarse en un equilibrio complejo entre la realidad más prosaica y una especie de misterio metafísico perturbador que lo abarca todo y por debajo del cual hay un fundamento difícil de discernir, pero que es el motor de la narración, para bien o para mal. De esta forma, un personaje puede estar tomándose una sopa de miso mientras contempla dos lunas en el cielo o fijarse en como se le marcan los pezones en la camiseta a una chica de características sobrenaturales, por ejemplo. El problema para el lector es que no es fácil disfrutar por completo de una novela en la que el autor parece desenvolverse mejor precisamente cuando todo lo misterioso y oculto pasa a un segundo plano y simplemente se convierte en un contador de historias interesantes (como lo es en realidad toda la parte de Aomame y su trabajo para la venerable Madame), lo que lleva a pensar que quizá hay un exceso de fascinación por el universo de Kafka en este autor (incluso puede que una cierta interpretación descarriada) y que cuando explora otras vías narrativas, cuando se desembaraza de esa especie de servidumbre, se vuelve ágil y mucho más atractivo (idea que también podría aplicarse a parte de la obra de otro autor “kafkoide“, como Paul Auster, si bien es verdad que parece haber dejado de lado esa influencia en sus últimas y estimables novelas).


Así, en mi opinión, lo mejor de 1Q84 son las historias que se desvían de la trama principal (como ya ocurría en "Kafka en la orilla", en la que la historia del incidente del grupo de escolares que se desmayan sin causa aparente en las montañas en plena Segunda Guerra Mundial nos deja literalmente sin aliento, y que, por cierto, comparte parte de la calidad y el mismo tono cuasi-documental con la que en la propia 1Q84 se narra sobre la creación y posterior evolución de la organización Vanguardia), trama que sobre todo a partir de la segunda mitad del libro empieza a adquirir el tono de esas narraciones en las que el escritor parece estar dando vueltas y vueltas sobre los mismos hechos porque no parece saber en realidad hacia donde llevar las cosas. Por supuesto que no faltan las continuas referencias musicales, algunas simbólicas y otras no, habituales en Murakami (desde la ya comentada Sinfonieta, que cualquier lector curioso debería escuchar para entender algunas cosas que se cuentan en la novela, hasta los discos clásicos de jazz) y un curioso abanico de temas que tienen en común su relación con la Antropología, especialidad del misterioso profesor Ebisuno, como la maravillosa referencia a la tribu de los guiliakos a partir de la obra de Chejov “Un viaje a Sajalin” o, por ejemplo, todas las referencias al mundo de las sectas religiosas.

Lo peor es que, a pesar de las intenciones de Murakami, a uno le llega una total falta de transcendencia, una sensación continua de estar a punto de asir algo que finalmente se nos escapa de las manos. Casualmente (o, quién sabe, quizá todo tenga su razón de ser y estemos ante una reflexión autoconsciente del propio autor) es lo mismo que le pasa al propio Tengo con sus intentos literarios: “Sus textos no estaban nada mal y podía crear historias bastante interesantes, pero carecía de la fuerza necesaria para, arriesgándose, apelar al corazón del lector. Al terminar de leer, uno se quedaba insatisfecho, como si faltara algo”. De momento, 1Q84 abarca dos partes de lo que pretende ser una trilogía. Nosotros no perdemos la esperanza. El título de la reseña ya lo tengo pensado para cuando llegue el momento, ojalá, de despertar.

lunes, 6 de junio de 2011

PEQUEÑAS MENTIRAS SIN IMPORTANCIA: RETRATO DE GRUPO



No es fácil conseguir plasmar el retrato cinematográfico de un grupo de personas como tal y al mismo tiempo tener la voluntad de indagar en los rincones profundos de la intimidad de cada una de ellas. En el cine (y también en la literatura), el retrato grupal o generacional (ya que el propio director de esta película afirma haber tenido la intención de retratar a su generación), independientemente de que esté más o menos logrado, se suele quedar en la superficie de las personas o simplemente nos las muestra dentro de una faceta limitada, aquella que precisamente las define como integrantes de ese grupo. Por eso, uno, como espectador, en el caso de películas como esta (Pequeñas mentiras sin importancia, Guillaume Canet, 2010) parece que tuviera que adquirir el pack entero desde el punto de vista emocional. Es decir, uno tiene que sentir alguna clase de empatía (odio, amor, o cualquier estadio intermedio entre ambos extremos que no pase por la indiferencia) por el grupo entero, porque no tiene elementos suficientes para juzgar uno por uno a los personajes, ni siquiera al núcleo duro de los que, a través de sus problemáticas relaciones, se nos va contando la historia (un grupo de amigos que, a pesar del gravísimo accidente que sufre uno de sus habituales integrantes, decide proseguir con sus planes de vacaciones sin demasiadas dudas al respecto, poniendo de manifiesto que la naturaleza de su amistad está en realidad basada en esas pequeñas mentiras a las que se refiere el título).

Es decir, no sabemos realmente por qué actúa como actúa la enigmática Marie (una increíblemente atractiva Marion Cotillard que es algo así como la Penélope Cruz francesa, actuando en las películas que dirige su pareja en la vida real de la misma manera que nuestra madrileña acude siempre a la llamada de Almodóvar) en aquellas escenas que pretenden perfilarla como ser humano. Sabemos desde el principio que sus relaciones sentimentales (tanto con hombres como con mujeres) no son fáciles con aquellos que no parecen estar a su altura, pero desconocemos por qué tampoco fluyen con el que se nos presenta como su potencial hombre ideal. Ni tampoco tenemos a lo largo de la película un conocimiento más profundo de Vicent más allá del hecho de que parezca estar pasando por un momento de duda en lo relativo a su identidad sexual (circunstancia que, a la vista de quién es el objeto de sus casi incontrolables deseos, es desaprovechada por el director como elemento de comedia al intentar cargar la situación de unos tintes dramáticos que desentonan con el conjunto). No queda tampoco bien aquilatado el personaje de Max (el factotum del grupo, un empresario hotelero triunfador cuya generosidad interesada o, en el fondo, fraudulenta es la amalgama que los une a todos en una residencia vacacional en medio de un paraje ideal, el cabo Ferret, en la bella costa atlántica al norte de Burdeos, famosa por sus playas y por sus ostras), del que no tenemos más elementos que los empíricos para tratar de comprender el origen de su estado emocional alterado. 


Y sin embargo (y a pesar de tratarse de actores franceses en una película francesa, actores para los que, confieso, yo carezco de la sensibilidad suficiente como para comprender su modo de actuar incluso a un nivel primario, de forma que a veces me encuentro perdido ante sus gestos, sus palabras o sus reacciones, debido, sencillamente, a una carencia por mi parte de suficiente contacto con los franceses y con lo francés motivada por el excesivo consumo de los productos audiovisuales norteamericanos) Pequeñas mentiras sin importancia va logrando sus objetivos poco a poco, escena de grupo a escena de grupo. Porque a medida que vamos entendiendo la naturaleza de lo que se nos quiere contar, según vamos captando que nos encontramos ante unas personas inteligentes, sí, brillantes incluso, pero verdaderos analfabetos emocionales incapaces de comprenderse los unos a los otros y de entender lo que es realmente la amistad, nos damos cuenta de que la historia nos interesa y nos conmueve. A todo ello ayuda, por ejemplo, la incuestionable química que existe entre todos los personajes (y que se explica por el hecho de que se buscó intencionadamente juntar un grupo de actores que fueran amigos en la vida real).

Por eso, en el momento en que se nos muestra cuál es el verdadero papel del íntegro Jean-Louis, la razón por la que está en la película un personaje cuyas motivaciones para con el resto del grupo no habían quedado demasiado claras más allá de ofrecer la posibilidad de mostrar planos del magnífico entorno de la bahía de Arcachon, su emocionante (y al mismo tiempo violento y desgarrador) discurso en el que se pone de manifiesto la pobre naturaleza del afecto que cada uno de estos personajes dicen sentir por los demás (y que seguro que sienten sin darse cuenta de la profundidad de su falla), el espectador obtiene el rédito que se merece y decide adquirir el pack del que hablábamos al principio, dándose cuenta al mismo tiempo de que detrás de Pequeñas mentiras sin importancia hay una gran verdad.