sábado, 28 de mayo de 2011

INDIGNAOS DE STÉPHANE HESSEL: LEVADURA ESPAÑOLA



La vida de Stephane Hessel daría para un película. De origen alemán, pero nacionalizado francés en 1937, fue miembro destacado de la Resistencia Francesa y estuvo a punto de morir en 1944 en el campo de Buchenwald, pero se libró cambiando su identidad por la de otro preso. Posteriormente, además de colaborar activamente en asentar las bases sobre las que descansaría el Estado francés posterior a la guerra (un modelo de Estado del Bienestar creado desde las mismísimas ruinas), fue redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ahora, a sus 93 años, además de seguir comprometido en todo tipo de causas (como la palestina, por ejemplo, desde el plus de razón que le da su origen judío), en 2010 escribió un alegato (publicado en España con el prólogo de uno de los últimos representantes de la genuina intelectualidad de izquierda de nuestro país, como es José Luis Sampedro, que cuenta también con esos increíbles 93 años) en el que, desde su experiencia como combatiente antinazi, llama a la gente (y en especial a los jóvenes) a indignarse y actuar contra la comparativamente mucho más difusa invasión totalitaria del capitalismo financiero internacional, cuya voracidad (el origen de la cuál queda explicado con una claridad brutal en el imprescindible documental Inside Job) está empezando a socavar los pilares de ese Estado basado en la equidad y que parecía ser el signo distintivo de la Europa a la que siempre hemos admirado y de la que siempre hemos querido formar parte.

Hessel llama a la indignación como motivo para la resistencia, y para ello suelta verdades como puños: “Se atreven a decirnos que el Estado ya no puede garantizar los costes de estas medidas ciudadanas. Pero ¿cómo puede ser que actualmente no haya suficiente dinero para mantener y prolongar estas conquistas cuando la producción de riqueza ha aumentado considerablemente desde la Liberación, un periodo en el que Europa estaba en la ruina? Pues porque el poder del dinero, tan combatido por la Resistencia, nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general. Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la carrera por el dinero.


Pero para Hessel, el camino no es la violencia (lo dice alguien que tuvo que luchar a muerte contra el nazismo), sino la esperanza (y une ambos conceptos citando este extraordinario verso de Apollinaire: “Qué violenta es la esperanza”), y pone como ejemplo las figuras de Mandela o Martin Luther King y sus mensajes de mutua comprensión y atenta paciencia para la superación de los conflictos. Finalmente, pone en manos de la nuevas generaciones el idear la forma de cambiar el mundo en el que vivimos, dirigiéndose a ellos como “aquellos que harán el siglo XXI” y exhortándoles con el lema “Crear es resistir. Resistir es crear”.

Pues bien, el lugar donde la mecha ha prendido con más fuerza, donde la gente (principalmente joven, sí, pero simplemente porque son los jóvenes aquellos más capacitados para movilizarse en representación de buena parte de la sociedad, ejerciendo de vanguardia de ésta) se ha tomado en serio las exhortaciones de este alegato (que ha recibido el apoyo de destacadas figuras representativas de todos los frentes de la sociedad moderna, materializado en el libro “Reacciona, 10 razones por las que debes actuar frente a la crisis económica, política y social”, prologado por el propio Hessel) ha resultado ser, por lo menos de momento (y abstracción hecha de las revoluciones de los países árabes, donde la gente no está luchando contra la socavación del Estado del Bienestar, sino que se encuentra en un estadio anterior que bien podría parecerse al del mundo donde combatió la Resistencia Francesa) este país nuestro, caracterizado habitualmente por su apatía, su ensimismamiento y por el borreguismo que transmiten sus medios de comunicación de masas.

Pero claro, de lo que hay que darse cuenta hoy día, es que esos medios ya no son los de la gente (o los de al menos, un porcentaje significativo de esa gente) de las últimas generaciones. Los indignados no se alimentan de la mierda que sueltan la mayoría de las cadenas de televisión o de radio, ni de lo que publican casi todos los periódicos en España. Se trata de la gente más preparada, más culta y con el sentido crítico más aguzado que haya tenido ninguna generación en la historia de nuestro país. Gente que utiliza las redes de Internet como plataforma para construir un movimiento social, capaz de organizarse en un periodo de tiempo increíble y montar una movilización a nivel nacional que se ha convertido en un foco de atención mundial. Su actividad ha resistido, de momento, unas elecciones (que han supuesto un tsunami para los gobiernos autonómicos y locales en poder de la izquierda, lo cual sea probablemente injusto para ellos, desde el momento en que los votantes les han hecho pagar las consecuencias de una crisis contra la que no han podido esgrimir, allí donde se dieran, los resultados palpables de una buena gestión progresista sobre todo en los ayuntamientos, pero un tsunami no deja de ser un fenómeno natural), el ataque injusto y plañidero de los peseteros comerciantes de la Puerta del Sol, y, finalmente, y por ahora, la brutal actuación policial encomendada por los nuevos inquilinos de la Generalitat Catalana, que, de puro prácticos, tienen puntos de vista que rayan, en muchas ocasiones, con el fascismo más descarnado (y con la hipocresía más abyecta, como se desprende del hecho de poner como excusa la posibilidad de una celebración futbolística para desalojar la plaza de Cataluña de Barcelona). No son demasiados, tan sólo unos pocos miles de personas. Pero quizá constituyan, como dice Hessel, la levadura para levantar el pan.

domingo, 22 de mayo de 2011

MAGNOLIA: COMPLEJIDAD FILMADA



Bienvenidos a una de las mejores películas de los últimos tiempos. Bienvenidos todos al cine moderno con mayúsculas, a una película (Magnolia, Paul Thomas Anderson, 1999) generosa, diseñada para calar muy hondo. Desde el principio, con uno de los comienzos más originales (la humorística narración vertiginosa de tres leyendas urbanas basadas en casualidades imposibles seguida de la presentación frenética pero exhaustiva de los personajes que van a poblar el universo de la historia que se nos va a narrar y de sus circunstancias, creando la sensación en el espectador de estar entrando en la película a bordo de un cohete, y finalizando con un vuelo a través de un cielo salpicado de nubes que sirve de fondo a la información meteorológica, dato que luego se revelará muy importante) y estimulantes que yo recuerde, para dar paso a una sucesión de escenas en las que los personajes avanzan por sus historias a un ritmo que recuerda a esas composiciones de percusión en las que se va creando una tensión que va creciendo poco a poco, y en las que, cuando uno piensa que se está alcanzando el clímax, hay una nueva vuelta de tuerca que genera más y más fuerza, más y más emoción.

Son escenas en que todo fluye, en las que todo tiene sentido. Tenemos la sensación, en todo momento, de que es necesaria cada palabra que pronuncian los personajes, cada gesto que realizan, cada acto que acometen. A que suceda esto ayuda, como no, un elenco de actores impresionante, pero, sobre todo, el extraordinario guión del propio director, un Paul Thomas Anderson (para quien, según explicaba en una entrevista, escribir es como planchar: ir repasando una y otra vez el texto hasta que todo queda perfectamente liso) al que le llevó 8 meses terminarlo, si bien fue en las dos últimas semanas cuando surgió la mayor parte de la historia gracias a la total reclusión en la que le mantuvo el miedo a una serpiente que acechaba a la puerta de la aislada cabaña de un amigo donde se había encerrado para terminarlo. Del miedo a esa oportuna serpiente (que imaginamos soltada allí por la propia productora de la película) surgen personajes como el enfermero Phil Pharma, cargado de humanidad en todos los sentidos e interpretado por un maravilloso Phillip Seymour Hoffman. O la mujer al borde de un ataque de nervios Linda Partridge, con la que Julianne Moore se mantiene en su alto nivel de siempre. O el iluminado divo posmoderno Frank Mackey, interpretado por el probablemente mejor Tom Cruise de toda su carrera (premiado con un Globo de Oro), en su tenebroso seminario audiovisual “Seduce y Destruye”, consagrado a vender a los incautos métodos bizarros pero supuestamente infalibles para convertirse en el Don Juan que todo hombre desea secretamente ser, y que constituye un retrato deslumbrante de una de las vertientes manipuladoras más aborrecibles del comportamiento humano (imposible no relacionarlo con las Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace) y que es despiadadamente desenmascarado a su debido tiempo por una inteligente periodista. O el juguete roto Donnie Smith, antiguo concursante del programa What Do The Kids Know?, cuyo plató es uno de los focos principales del drama, y que es encarnado por el gran William Macy. O, en fin, el propio presentador del concurso, Jimmy Gator, una de las mayores celebridades televisivas de los últimos años y al que un cáncer terminal no le deja otro remedio que intentar arreglar deprisa y corriendo el dolor que sus gravísimos errores han venido causando en aquellos que debieran ser sus seres queridos. La nómina de personajes principales no se agota aquí (nos faltan el bienintencionado agente de policía Jim Kurring intentando llevar a buen puerto su relación con la muy problemática Claudia, el moribundo Earl Partridge, que desde su cama se constituye en el nudo que une buena parte de los múltiples hilos narrativos, o Stanley, el explotado niño prodigio, trasunto actual del desgraciado Donnie), pero lo que sería realmente interminable de explicar es la compleja maraña de relaciones existentes entre ellos, lo entrelazadas que están sus historias. Es, precisamente, en ese nivel de complejidad donde el guión alcanza sus cotas más altas, porque el mayor mérito de lo que consigue Anderson en esta inolvidable película, está en haber captado lo difíciles, enrevesadas y descarriladas que pueden llegar a resultar las vidas de los seres humanos, para después ponerse el sombrero de director y filmarlas prodigiosamente.



Y es que, no sólo nos encontramos fascinados por el orden en el que se nos van presentando las secuencias (que es lo mismo que decir el orden en que esas vidas al límite de unos personajes en busca de redención van, lentamente, evolucionando, cargadas de una intensidad tan profunda que hay momentos en que parece que estemos viviéndolas con ellos) diseñado para causar efectos (la tensión creciente hasta el infinito que comentaba antes), sino que muchas de esas secuencias son en sí mismas una obra de arte (las que preceden al comienzo del concurso, por ejemplo, con la cámara siguiendo y abandonando a unos personajes para pegarse a otros distintos para después recuperar a los primeros aprovechando el recodo de un pasillo, o aquella en que Julianne Moore acude a la consulta del médico, cuyo acceso al edificio se nos ofrece en forma de flashes que duran décimas de segundo, o los momentos de tensión insoportable como el encuentro entre Jimmy Gator y su hija, llena de odio, o la escena de la propia Julianne Moore en la farmacia, o las llamadas del enfermero en busca de ayuda para llevar a cabo su misión, o la entrevista desmitificadora de Frank Mackey…).

Todo lo anterior consigue mantenernos concentrados al máximo durante más de tres horas, hasta que llega la famosa escena de la lluvia de ranas (un prodigio de imaginación audiovisual que lejos de tener un efecto cómico, lo tiene poético), que funciona como un catalizador de toda la tensión acumulada y que tiene efectos directos en todos los personajes. En ese momento es cuando comprendemos que Magnolia es una experiencia única que nos muestra cuáles son los derroteros por los que debe transcurrir el cine contemporáneo realmente innovador. No la dejen pasar.

sábado, 14 de mayo de 2011

HOMICIDIO DE DAVID SIMON: LA SUERTE DEL TALENTO




En 1987 David Simon se puso en huelga junto con sus compañeros del Baltimore Sun, el periódico en el que trabajaba cubriendo los sucesos, para protestar contra las medidas de recorte que los nuevos propietarios del periódico habían impuesto.  Años después declararía que “tuve que dejar el periodismo porque unos hijos de puta compraron mi periódico y aquello dejó de ser divertido”. Pero, en realidad, aquel conflicto laboral fue una bendición para todos nosotros, porque a partir de ese momento, Simon, empezó a tener tiempo libre para dedicar esa mente inquieta suya a otros asuntos más gratificantes para el gran público que una simple columna de sucesos, y se puso a crear sin parar, contribuyendo decisivamente a la edad de oro de la ficción televisiva que estamos viviendo con productos como The Wire. Pero para llegar a The Wire, que es algo así como el momento culminante de su carrera (la cual no se quedó, ni mucho menos, estancada cuando finalizaron las emisiones de esa obra maestra televisiva, como demuestran Tremé o Generation Kill) el talento creativo de Simon se centró primero en otras dos series televisivas de género policial, Homicide y The Corner, basadas ambas en libros previos. 

En 1988, Simon buscaba alguna actividad que le alejara del ambiente reinante en ese momento en su periódico (era, cómo no, representante sindical, algo esperable en un hombre que parece tener la habilidad de meterse hasta el fondo en todos los fregados) y encontró la posibilidad de trabajar un año entero a la sombra de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore.  El producto final de ese año en el que un experto, brillante, inteligente y combativo periodista de sucesos convive día a día con la actividad desquiciada de un grupo de hombres dedicados a intentar resolver cada uno de los asesinatos (y estamos hablando de muchos asesinatos) que se producen en las decadentes calles y en las deprimentes casas de esa ciudad en caída libre (metáfora perfecta del final, no sé si del dichoso sueño americano, concepto tan manido que carece de significado, pero sí de la economía productiva que daba sentido y organizaba la vida de sus habitantes) que es la ciudad de Baltimore, es el libro (es difícil decidirse por llamarlo novela, porque lo que relata es la pura realidad, pero tampoco es un ensayo: es una especie de reportaje periodístico de 700 páginas) Homicidio: “Un año en las calles de la muerte”, y que funcionó para moldear el talento creativo en ciernes de David Simon.



La unidad de homicidios es la más interesante de una organización policial, no sólo por la importancia, delicadeza, y en muchos ocasiones tremenda dificultad de los casos con los que le toca lidiar, sino también porque sus componentes son individuos que, después de haber pasado varios años por las distintas ramas del departamento (la mayoría habiéndose pateado las calles como patrulleros, expuestos a todo el espanto que una sociedad descompuesta puede llegar a generar, y por eso mismo, ya vacunados), han terminado en un sitio en el que su trabajo va a consistir en un 80% en sentarse y reflexionar. Los detectives de homicidios son los policías que piensan, los que se rompen la cabeza intentando destilar todas las posibilidades que les ofrecen las escasas e imperfectas evidencias que dejan las escenas del crimen de los casos (muertos tirados en las esquinas habitadas por los traficantes de drogas, los verdaderos dueños de la ciudad, y sobre cuyo muerte nadie dirá absolutamente nada a ningún policía)  en los que ni encontrar a un sospechoso, ni mucho menos poder acusarle del homicidio, van a ser tareas fáciles. Por eso mismo, los personajes (personas) que vemos desfilar por las extraordinariamente bien escritas páginas del libro son tipos inteligentes, gente con recursos, con habilidades innatas para reconocer y distinguir la verdad y la mentira, la buena gente de la mala gente. Caracteres que nos resultan reconocibles porque muchos de sus mejores rasgos los hemos visto encarnados en los personajes de la propia The Wire, en la que, como no podía ser de otra manera, Simon volcó todo su enciclopédico conocimiento acerca de estos policías sin apenas vida propia (el veterano “Big Man” Donald Worden, un personaje célebre en la ciudad, o el compulsivamente independiente detective negro Harry Edgerton, cuyos orígenes neoyorkinos no impiden que el color de su piel sea un salvoconducto para entenderse mejor que sus compañeros con los habitantes del gueto, o el recién llegado Tom Pellegrini, marcado por haberle caído en suerte uno de los casos más difíciles de la historia del departamento que comporta la violación y asesinato de una niña) obsesionados con sus casos, deprimidos cuando son irresolubles y eufóricos cuando obtienen una confesión arrancada a golpe de astucia y experiencia, ayudados (a veces) por la suerte o las circunstancias y atacados por las servidumbres de la política de pacotilla a la que les someten sus superiores. 

Homicidio puede leerse perfectamente como un thriller, pero llega un momento en que nos damos cuenta de que lo más nos gusta del libro no es la resolución de los casos, sino todo lo demás (las descripciones que Simon hace del trabajo forense o del aparato judicial, por ejemplo). Esto es realidad, no es ficción (aunque después diera pie a ingentes cantidades de ficción). Aquí, como dice una de las 10 reglas informales (que son algo así como una Ley de Murphy del trabajo policial, pero cuya verificación diaria es implacable) que la unidad se ha aprendido de memoria, “es bueno ser bueno, pero es mejor tener suerte”.  Pero, sin duda, lo mejor de todo es la suerte de tener talento.

sábado, 7 de mayo de 2011

COMO COLONIZAR LAS ESTRELLAS: EL COMIENZO DEL VIAJE



La Tierra queda muy lejos de cualquier otro planeta situado fuera de nuestro sistema solar. Tanto que un hipotético viaje hacia uno de esos planetas a las velocidades que nuestros vehículos espaciales son capaces de desarrollar hoy por hoy sería prácticamente eterno. Sin embargo, nuestra capacidad de observación telescópica está desarrollada de tal manera, que hoy en día somos capaces de detectar a grandes distancias planetas de tamaño similar al nuestro, en una posición respecto a su estrella similar a la nuestra y (en el inmediato futuro, con el desarrollo de los sistemas de telescopios en el espacio que se están llevando a cabo tanto en Europa con la misión Darwin, como en EE.UU.) de composición atmosférica similar a la nuestra. Esto último nos va a permitir afirmar, en un plazo no mayor a unos pocos años, con un alto porcentaje de seguridad si esos planetas albergan o pueden albergar vida. Es decir, una de las cuestiones más importantes jamás planteadas por nuestra civilización, el hecho de saber si somos o no somos los únicos seres que vivimos en este universo extraño, oscuro y frío, (de tamaño inconcebible y lleno de hondos misterios cuya resolución parece íntimamente ligada al origen de nuestra propia naturaleza) está, mientras cada uno de nosotros vive su vida como si tal cosa, sin que se vea un ápice alterada por este acontecimiento (salvo la de unos pocos científicos profesionales que son conscientes de lo que está pasando y que están hablando de éste como el momento más excitante de la historia de la ciencia), está, digo, a punto de obtener una respuesta.

Y mientras tanto, algunos científicos (que se explican con total claridad en el extraordinariamente interesante documental “Como colonizar las estrellas” emitido por La 2 hoy, pero también disponible en Internet con una simple búsqueda, y que es el origen de esta entrada) ya se plantean cómo se podría enviar un vehículo a esas distancias. Es cierto que, como mencionaba antes, nuestra capacidad actual está muy lejos de poder hacer ese viaje en un tiempo razonable, pero no nuestros conocimientos físicos. Es decir, existen tecnologías no desarrolladas o en una fase temprana de desarrollo, capaces de conseguir velocidades inimaginables que llegarían a un fracción de la de la luz. Se trata del uso de combustibles tales como la fusión nuclear del isótopo helio 3 (del que se ha encontrado gran cantidad en la Luna, y cuya potencial extracción es uno de los motivos de la nueva carrera espacial que estamos viendo, en la que países como China han anunciado su intención de situar una tripulación en la superficie de nuestro satélite en unos años)  o la potente y peligrosa antimateria, pero también (y este es el sistema cuyo desarrollo está más avanzado) la llamada “vela solar”, es decir, el uso de un fenómeno físico conocido desde los tiempos del científico James C. Maxwell (finales del siglo XIX), según el cual, la simple luz solar (o la que proporcionara un láser de gran potencia que fuera enfocado hacia la dirección correcta) es capaz de mover un objeto físico, y si este objeto tuviera una superficie grande y fuera lo suficientemente ligero, podría alcanzar velocidades extraordinarias, debido a que la aceleración sería prácticamente infinita. Cualquiera de estos sistemas (que supondrían un inusitado esfuerzo económico y de ingeniería, y por tanto serían impensables sin una ejecución global) nos permitiría efectuar el viaje interestelar en cantidades de tiempo relativamente razonables (estaríamos hablando de algunas decenas de años), y, por supuesto, no estaríamos, por ahora, considerando el viaje tripulado.


Porque considerar ese viaje tripulado, además de los obstáculos tecnológicos que habría que superar (no sólo el hecho de que el vehículo tuviera que ser capaz de generar alimento, luz y calor de forma autosuficiente, sino, por ejemplo, ¿cómo se resolvería el problema de la ralentización del tiempo relativo que sufrirían los tripulantes de esa hipotética nave?) conllevaría el hecho insoslayable de que varias personas tendrían que dedicar su vida entera al viaje, pero también, quizá, la de sus descendientes. Resulta muy difícil concebir la manera de explicar a un hijo que su vida va a consistir en un viaje sólo de ida hacia lo prácticamente desconocido. En todo caso, el destino de este viaje tripulado con afán colonizador podría ser sólo de dos tipos: un planeta sin vida o un planeta habitado. Como afirman los científicos entrevistados en el documental, en ambos casos se plantean problemas, pero una cosa está clara: como se ha demostrado a lo largo de la historia, los seres humanos somos básicamente perniciosos para los habitantes de aquellos continentes que descubrimos. Por lo tanto, parece que lo razonable sería encaminar nuestros pasos a mundos inhabitados pero que fueran potenciales albergadores de vida (para poner allí en práctica la llamada terraformación, es decir, su transformación en un mundo vivo, técnica cuyas bases teóricas ya están formuladas), y dejar aquellos planetas que cuentan con su propia civilización en paz y con su propio destino (tal y como nos gustaría que razonaran los hipotéticos extraterrestres que detectaran la existencia de nuestro propio mundo). En todo caso, que haya personas planteándose este tipo de cuestiones es, por sí mismo, algo fascinante.

Este documental (que abarca más temas no menos interesantes, como la posibilidad del viaje a velocidades superiores a la de la luz, para la que hay base teórica o la sugerencia de que el avance de una civilización exige la existencia de nuevos retos en el horizonte) fue producido en 2009. Hace unos pocos meses, se supo que el telescopio Kepler había detectado varios planetas de tamaño similar a la Tierra orbitando en torno a sendas estrellas y además en la llamada zona habitable (aquella que permite la vida dadas las condiciones de temperatura, radiación, etc.). El viaje ya ha comenzado.

domingo, 1 de mayo de 2011

BIUTIFUL: UN CUENTO TRÁGICO



Lo primero de lo que uno se da cuenta cuando comienza a ver esta película (Biutiful, Alejandro González Iñárritu, 2010 ) es de que va a tener que hacer un esfuerzo suplementario para tratar de entender el hilo de voz casi inaudible que forma las palabras que casi no pronuncian sus personajes. Es como si el director hubiera decidido, toda vez que en este caso su película (al contrario que las que le dieron fama junto con su ex inseparable guionista Guillermo Arriaga, y cuya extraordinaria calidad mucho me temo que vamos a echar de menos para siempre)  es lineal y, por tanto, la estructura no va a funcionar por sí misma como instrumento para mantener a sus espectadores atentos y concentrados de forma que sigan la historia en cada momento, hubiera decidido, digo, que lo mejor fuera usar el sonido directo (cada vez que dos actores se abrazan oímos retumbar sus micrófonos como si estuviéramos asistiendo a uno de esos cada vez más sofisticados realities, y, quizá, es que sea eso exactamente lo que estemos viendo) y decirle a Javier Bardem que hable todo el rato como si temiera despertar a sus hijos, decirle a Eduard Fernández que adquiera un acento que impida que se le entienda de forma completa ninguna de sus frases largas (hablando tan atropelladamente que en algunos momentos se parece al mismísimo Mariano Ozores haciendo su numerito de siempre en el Un, Dos, Tres) y dejar a los niños que hablen con la vocalización difusa con la que habitualmente recitan las frases de otros. Para que la comunicación sea todavía más complicada, los inmigrantes chinos y subsaharianos que aparecen en la película, tienen escenas completas en las que sólo hablan en su idioma, que son para nosotros algo así como asistir a trozos de cine mudo dentro de una película sonora (poco sonora).

Aceptado el desafío, nos encontramos de frente con un personaje (interpretado por un Javier Bardem que hace todo lo que puede por resultar natural, pero es que su papel conlleva tantos tics, tantas caras de sufrimiento, que al cabo de unas cuantas escenas uno empieza a alejarse de él, como esos muertos que él percibe) del que lo primero que sabemos es que está enfermo terminal de cáncer. Le vemos manejar con soltura una jeringuilla que una enfermera no es capaz de inyectarle correctamente, de lo que deducimos un pasado de adicción a la heroína. Y el resto de lo que sabemos de su presente es, básicamente, su papel de intermediario entre las mafias de inmigración en Barcelona (ciudad que, dada la profundidad de su submundo de degradación urbana, es perfecta para el que quiera filmar una película en la que la sordidez sea tan importante que a veces funcione como un secundario que le robara escenas al mismísimo Bardem) y los contactos dentro del sistema (vomitivos policías cobrando para hacer la vista gorda y empresarios de la construcción al frente de modernos campos de algodón), su tremebunda situación familiar con dos niños a su cargo y la madre apartada con graves e inexplicados problemas alcohólicos y psiquiátricos, y su capacidad sobrenatural para escuchar lo que los recién fallecidos tienen que decir, deprisa y corriendo (y, por supuesto, con voces ininteligibles para el espectador, no iban a vocalizar los muertos mejor que los vivos de esta película), antes de irse al otro mundo atravesando, literalmente, el techo. Pero, claro, un personaje así es de muy difícil digestión para el espectador. Por eso, al mismo tiempo, nos lo presentan como un padre responsable y comprometido, un hombre sensible y amable con los débiles, capaz de forjar amistades con esos inmigrantes que, en el fondo está ayudando a explotar, o de ceder su propia casa a una extraña en apuros. 


Es decir, González Iñárritu (al que es imposible negar su maestría con las imágenes, como cuando carga de significado, por ejemplo, un graffiti de un tiburón que parece que va a devorar a Bardem, o cuando después de asistir a una de sus horribles micciones sanguinolentas en la siguiente escena nos encontramos asqueados porque alguien está derramando el contenido de una copa de vino) nos está pidiendo a gritos, nos ruega que por favor, por lo que más queramos, nos identifiquemos emocionalmente con su personaje y su historia, porque, una vez que lo hagamos, y dado que a pesar de lo que ya he contado acerca de cuál es la tremenda situación del protagonista, la cosa, inconcebiblemente, va empeorando lentamente a lo largo de las más de dos horas de duración del film, supuestamente vamos a obtener el rédito de experimentar profundas emociones que nos van hacer valorar su narración.

Pero, en realidad, nadie se puede conmover demasiado ante una historia como esta, porque, precisamente, la reacción natural de cualquiera que vea la película tiene que ser obligatoriamente defensiva. Lo narrado no es concebible, no es aceptable, y lo que hacemos es distanciarnos de ello. Es algo parecido a lo que sucede con las películas de Fernando León de Aranoa. La exposición museística de lo sórdido, de lo extremádamente trágico, de todas las vertientes profundamente desgraciadas del ser humano, no consigue, por sí sola, penetrar en el sistema emocional del espectador medio. Porque no es creíble, no está conectado con la vida. Por eso, Biutiful no es una película realista, sino que funciona, más bien, como esos cuentos infantiles de temática cruel e inconcebible que buscan traducir lo maligno a un lenguaje manejable. Son cuentos, nadie se los toma en serio.