lunes, 24 de octubre de 2011

EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS: HORROR AL FINAL DEL CAMINO



“El horror, el horror”

Hayamos o no leído la novela corta del escritor en lengua inglesa (aunque nacido en territorio ucraniano) Joseph Conrad Heart of Darkness (publicada en 1902) la mayoría de nosotros hemos oído hablar de la extraordinaria impresión que producen esas palabras finales pronunciadas por el enigmático señor Kurtz (y por el no menos enigmático coronel Kurtz del ejército estadounidense en Vietnam interpretado por Marlon Brando en la obra maestra de Francis Ford Coppola Apocalypse Now que tiene como punto de partida la obra de Conrad y que contribuyó enormemente a popularizarla) el agente comercial destacado en lo más profundo de una selva cuya localización geográfica no se concreta (pero que no puede ser otra que la del por entonces Congo belga, lugar que había sido visitado por el autor algunos años antes de escribir esta novela) por una compañía dedicada a la obtención, al precio que fuera (un precio que incluye vidas humanas, por supuesto las de aquellos nativos que estaban muy lejos de ser considerados como hombres por los colonizadores blancos, pero también las de éstos mismos, sometidos a los incontables riesgos que comportaba esa actividad) del lujoso marfil, largamente demandado en el mundo civilizado. 

El corazón de las tinieblas constituye un relato escalofriante en el que asistimos a la narración de un penoso y arriesgado viaje a lo largo de cientos de millas remontando un río lleno de peligros físicos por un lado, pero también mentales, porque la selva, frondosa, oscura y tan enigmática como pueda ser concebible que lo fuera para los hombres de aquella época (aunque el propio Conrad, marinero y aventurero con una vida tan intensa que daría para varias novelas y alguna que otra película, no llegó a experimentar en sus carnes esa experiencia concreta debido a que se encontró su barco averiado y tuvo que volver a Europa) es ante todo una amenaza para el equilibrio mental de los que se aventuran en ella, un lugar en el que la única civilización posible es la que pueda proporcionar lo que cada hombre lleve consigo en su mente y en su corazón. Por eso, el marinero inglés Charles Marlow (protagonista y al mismo tiempo narrador indirecto de unos hechos pasados, puesto que asistimos al relato que éste efectúa en el presente al resto de la tripulación de un barco para aliviar la espera del cambio de marea en el Támesis con un Londres iluminado al fondo) no deja de encontrarse con hombres ya transformados, más bien deformados por el hecho de hallarse durante meses o años confrontados con ellos mismos, solos, con una misión que parecen llevar a cabo sin recordar los motivos concretos que un día les llevaron allí.

Las famosas palabras finales de Kurtz, pronunciadas en un momento de conocimiento total (en el momento epifánico por excelencia que es la muerte), constituyen, en cierto sentido (y aquí hay que ser cuidadosos porque su interpretación es aún hoy objeto de debate literario e incluso filosófico) la chispa final de autoconsciencia que experimenta y que le permite contemplar con lucidez, con los ojos de la persona que alguna vez había sido (Conrad nos va dando pistas a lo largo de la novela y descubrimos que se trataba de un hombre culto y formado, es decir, civilizado, y con la intención más bien filantrópica de aprovechar su misión para proporcionar bienestar a los nativos, pero a la vez dotado de una personalidad abrumadora capaz de reclutar fidelidades inmarchitables entre hombres de toda condición) a la persona en que se ha convertido: una especie de deidad local ejerciente de un poder absoluto que incluye el de la vida y la muerte en sus dominios.