domingo, 24 de abril de 2011

LA MUERTE Y LA DONCELLA: EMOCIÓN EN DIRECTO



Hace ya unos cuantos años (tantos que empieza a dar cierto vértigo pensar en ello), mi pareja y yo andábamos haciendo una escapada de fin de semana por Medina del Campo (Valladolid) en pleno mes de Noviembre. Allí nos recibió un impresionante paisaje blanco por la escarcha congelada, una niebla mañanera tan espesa y fría que hacía imposible tomar fotos del castillo de la localidad tanto por la falta de luz como por la forma en que nos temblaban las manos, y en fin, un ambiente invernal que hacía difícil salir del refugio de las cafeterías cuando caía la noche. Así que, no lo dudamos cuando, la tarde del sábado, al pasar por el teatro de la ciudad, vimos un cartel anunciando un concierto con obras de Schubert a cargo de un cuarteto de cuerda ruso, no siendo, en principio, aficionados incondicionales de la música clásica, básicamente por ignorancia, porque para disfrutar de determinadas obras del vasto universo que conocemos por el nombre de música clásica no hay que tener más que una mínima sensibilidad y una mente abierta. Las entradas (a un precio que nos pareció bajo al entrar y un regalo al salir) nos permitieron colocarnos en una de las primeras filas, casi al borde del escenario.

No recuerdo cuáles fueron las primeras interpretaciones de los cuatro músicos (personas de cierta edad cuyo origen ruso post caída del muro y su evidente calidad llevaba a sospechar que habían tocado en sitios mejores) que salieron al escenario, pero sí que, incluso un público tan variopinto como el que había en la sala (compuesto por visitantes ociosos como nosotros, varados allí en busca de un sitio donde no pasar frío durante un par de horas, pero también por lugareños de todo tipo aunque con predominio de gente joven, incapaces de permanecer completamente en silencio como se supone que uno debe estar en estas situaciones) comenzó poco a poco a comprender la excepcionalidad de lo que estaba escuchando y a brindar los aplausos y bravos correspondientes. Lo que nunca podré olvidar es que, en un momento concreto, aquel cuarteto comenzó a tocar La Muerte y la Doncella de Frank Schubert, y entonces algo extraño comenzó a suceder: no sólo es que todo el público dejáramos de hacer ruido completamente, sino que la gente comprendió al unísono que no debía aplaudir entre movimiento y movimiento, todos absortos en la maravilla que estábamos oyendo.


Y es que estamos hablando de una de las obras cumbres (escrita en 1824) de un compositor excepcional, hijo de su tiempo (el comienzo del siglo XIX, la época romántica por excelencia), que vivió una vida complicada (su talento musical no fue comprendido por su padre, lo que le lanzó a una vida bohemia por las calles de Viena donde finalmente acabó contrayendo las enfermedades venéreas a las que uno estaba expuesto si se atrevía a vivir una vida diferente al canon burgués y que le llevaron a la tumba a la temprana edad de 31 años en 1828) y que no conoció el éxito en vida. Una obra que es una especie de ampliación de una composición anterior (un lied, o canción que está incluida en el segundo movimiento) que narra las vicisitudes de una joven a la que la muerte trata de seducir para llevársela con ella y que fue posteriormente orquestada por Gustav Mahler (lo que da idea de la importancia que se le dio póstumamente).

La Muerte y la Doncella se estructura en cuatro movimientos. El comienzo es un allegro con un comienzo espectacular y cuya contemplación en directo, además de la belleza desarmante de la música, permite admirar esa especie de danza hipnótica que se forma cuando un grupo de músicos tocan sus instrumentos de cuerda (en este caso dos violines, una viola y un violonchelo) coordinadamente, moviendo con enérgica elegancia sus respectivos arcos. Pero la llegada del segundo movimiento es lo que hace de esta pieza algo excepcional y universalmente conocido (el famosísimo andante), un fenómeno estético inusitado para cualquiera que se enfrente a él por primera vez. El hecho de que el simple rasgado rítmico de unas cuerdas sujetas a unos cachivaches de madera pueda ponerle a uno la carne de gallina hace que nos preguntemos por el enigma de la música, un misterio cuya resolución, al parecer, está al alcance de sólo unos cuantos genios privilegiados, como Frank Schubert. En aquel teatro de Medina del Campo, la llegada de este momento mágico, supuso que el intérprete del chelo (un veterano músico de barba y cabello blancos, cuya cara de concentración daba la medida de la importancia de la pieza que se estaba tocando) se adelantara al borde del escenario dejando a sus compañeros en segundo plano, y permitiéndonos contemplarle tan de cerca que era imposible no conmoverse ante un artista entregándose plenamente a su arte, pudiendo ver como le goteaba el sudor de la frente o como se iba deshilachando poco a poco su arco a medida que atacaba los extraordinariamente armónicas notas que forman la melodía de esta obra, la cual, una vez escuchada es imposible de olvidar (o incluso de recordar sin un arranque de emoción).

El resto de la composición (otros dos movimientos cuya estructura y evolución ya han sido asentados en los dos primeros) no hacen sino acrecentar su leyenda. Cuando el cuarteto terminó de tocar las últimas notas del presto final, el público tardo unos segundos en reaccionar. Era como si a todos nos hubieran transportado a otra dimensión y necesitáramos unos instantes para volver al mundo real, pero toda la energía que se había concentrado durante la interpretación se desató finalmente. La gente aplaudió durante muchos, interminables minutos y los músicos no se cansaron de saludar e incluso de volver a tocar.

Para mi La Muerte y la Doncella en Medina del Campo fue una experiencia preciosa y excepcional (la mejor forma de disfrutar de la música clásica, asociándola a un escenario o, mejor aún, a un momento concreto en una vida concreta), por eso recomiendo asistir a su interpretación en directo (como lo haría, en realidad, con cualquier otra obra). Las emociones están aseguradas.

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