domingo, 24 de abril de 2011

LA MUERTE Y LA DONCELLA: EMOCIÓN EN DIRECTO



Hace ya unos cuantos años (tantos que empieza a dar cierto vértigo pensar en ello), mi pareja y yo andábamos haciendo una escapada de fin de semana por Medina del Campo (Valladolid) en pleno mes de Noviembre. Allí nos recibió un impresionante paisaje blanco por la escarcha congelada, una niebla mañanera tan espesa y fría que hacía imposible tomar fotos del castillo de la localidad tanto por la falta de luz como por la forma en que nos temblaban las manos, y en fin, un ambiente invernal que hacía difícil salir del refugio de las cafeterías cuando caía la noche. Así que, no lo dudamos cuando, la tarde del sábado, al pasar por el teatro de la ciudad, vimos un cartel anunciando un concierto con obras de Schubert a cargo de un cuarteto de cuerda ruso, no siendo, en principio, aficionados incondicionales de la música clásica, básicamente por ignorancia, porque para disfrutar de determinadas obras del vasto universo que conocemos por el nombre de música clásica no hay que tener más que una mínima sensibilidad y una mente abierta. Las entradas (a un precio que nos pareció bajo al entrar y un regalo al salir) nos permitieron colocarnos en una de las primeras filas, casi al borde del escenario.

No recuerdo cuáles fueron las primeras interpretaciones de los cuatro músicos (personas de cierta edad cuyo origen ruso post caída del muro y su evidente calidad llevaba a sospechar que habían tocado en sitios mejores) que salieron al escenario, pero sí que, incluso un público tan variopinto como el que había en la sala (compuesto por visitantes ociosos como nosotros, varados allí en busca de un sitio donde no pasar frío durante un par de horas, pero también por lugareños de todo tipo aunque con predominio de gente joven, incapaces de permanecer completamente en silencio como se supone que uno debe estar en estas situaciones) comenzó poco a poco a comprender la excepcionalidad de lo que estaba escuchando y a brindar los aplausos y bravos correspondientes. Lo que nunca podré olvidar es que, en un momento concreto, aquel cuarteto comenzó a tocar La Muerte y la Doncella de Frank Schubert, y entonces algo extraño comenzó a suceder: no sólo es que todo el público dejáramos de hacer ruido completamente, sino que la gente comprendió al unísono que no debía aplaudir entre movimiento y movimiento, todos absortos en la maravilla que estábamos oyendo.


Y es que estamos hablando de una de las obras cumbres (escrita en 1824) de un compositor excepcional, hijo de su tiempo (el comienzo del siglo XIX, la época romántica por excelencia), que vivió una vida complicada (su talento musical no fue comprendido por su padre, lo que le lanzó a una vida bohemia por las calles de Viena donde finalmente acabó contrayendo las enfermedades venéreas a las que uno estaba expuesto si se atrevía a vivir una vida diferente al canon burgués y que le llevaron a la tumba a la temprana edad de 31 años en 1828) y que no conoció el éxito en vida. Una obra que es una especie de ampliación de una composición anterior (un lied, o canción que está incluida en el segundo movimiento) que narra las vicisitudes de una joven a la que la muerte trata de seducir para llevársela con ella y que fue posteriormente orquestada por Gustav Mahler (lo que da idea de la importancia que se le dio póstumamente).

La Muerte y la Doncella se estructura en cuatro movimientos. El comienzo es un allegro con un comienzo espectacular y cuya contemplación en directo, además de la belleza desarmante de la música, permite admirar esa especie de danza hipnótica que se forma cuando un grupo de músicos tocan sus instrumentos de cuerda (en este caso dos violines, una viola y un violonchelo) coordinadamente, moviendo con enérgica elegancia sus respectivos arcos. Pero la llegada del segundo movimiento es lo que hace de esta pieza algo excepcional y universalmente conocido (el famosísimo andante), un fenómeno estético inusitado para cualquiera que se enfrente a él por primera vez. El hecho de que el simple rasgado rítmico de unas cuerdas sujetas a unos cachivaches de madera pueda ponerle a uno la carne de gallina hace que nos preguntemos por el enigma de la música, un misterio cuya resolución, al parecer, está al alcance de sólo unos cuantos genios privilegiados, como Frank Schubert. En aquel teatro de Medina del Campo, la llegada de este momento mágico, supuso que el intérprete del chelo (un veterano músico de barba y cabello blancos, cuya cara de concentración daba la medida de la importancia de la pieza que se estaba tocando) se adelantara al borde del escenario dejando a sus compañeros en segundo plano, y permitiéndonos contemplarle tan de cerca que era imposible no conmoverse ante un artista entregándose plenamente a su arte, pudiendo ver como le goteaba el sudor de la frente o como se iba deshilachando poco a poco su arco a medida que atacaba los extraordinariamente armónicas notas que forman la melodía de esta obra, la cual, una vez escuchada es imposible de olvidar (o incluso de recordar sin un arranque de emoción).

El resto de la composición (otros dos movimientos cuya estructura y evolución ya han sido asentados en los dos primeros) no hacen sino acrecentar su leyenda. Cuando el cuarteto terminó de tocar las últimas notas del presto final, el público tardo unos segundos en reaccionar. Era como si a todos nos hubieran transportado a otra dimensión y necesitáramos unos instantes para volver al mundo real, pero toda la energía que se había concentrado durante la interpretación se desató finalmente. La gente aplaudió durante muchos, interminables minutos y los músicos no se cansaron de saludar e incluso de volver a tocar.

Para mi La Muerte y la Doncella en Medina del Campo fue una experiencia preciosa y excepcional (la mejor forma de disfrutar de la música clásica, asociándola a un escenario o, mejor aún, a un momento concreto en una vida concreta), por eso recomiendo asistir a su interpretación en directo (como lo haría, en realidad, con cualquier otra obra). Las emociones están aseguradas.

sábado, 16 de abril de 2011

MUERTE ENTRE LAS FLORES: RESURRECCIÓN DE GÉNERO



Los géneros en el cine se parecen a esos discos que todos tenemos olvidados en un rincón de nuestra casa. Durante mucho tiempo su música no nos ha llamado, hasta el punto de que puede que, a pesar de que hubo una vez en que contenían nuestras canciones favoritas (que probablemente pusieron la banda sonora a una época de nuestra vida), los hayamos olvidado completamente. Pero un día surge algo, un pensamiento nostálgico, un tropiezo casual y, casi con curiosidad, reproducimos esa música otra vez algo extrañados por lo remoto de sus recuerdos. Y de pronto, si bien nosotros no somos ya los mismos, volvemos a sentir una renovada euforia. En 1990 nadie pensaba que el cine de gansters pudiera dar más de sí y mucho menos que pudiera ser, de alguna forma, renovado. Sin embargo, ese año se estrena Miller’s Crossing (Muerte entre las flores, 1990, Joel y Ethan Cohen) y el género no sólo resucita, sino que experimenta una renovación tal, que todo lo que se ha hecho posteriormente en este campo ha tenido que contar con su referencia de forma obligatoria.

Y, sin embargo, Muerte entre las flores no deja de ser cine negro clásico con todos los ingredientes que lo hacen reconocible: una época concreta (alrededor de 1929), una ciudad corrupta (que no se explicita en el film, aunque se rodó íntegramente en Nueva Orleans dado el decorado natural que sus barrios intactos desde principios del siglo XX ofrecía), un chico listo como protagonista (un Gabriel Byrne en el papel principal que le consagró como el gran actor que es y sigue siendo), una muñeca jugando con fuego, jefes, lugartenientes, matones, políticos y policías corrompidos hasta la médula, y en fin, una guerra entre bandas en la que todos los jugadores juegan sus cartas (con una marcada tendencia a ir de farol) y donde la vida vale tan poco que nadie es capaz de pensar demasiado en el futuro.

Pero en esta película, los hermanos Cohen (que ya habían ofrecido al mundo Sangre fácil y Arizona Baby, pero a los que quizá todavía no se les consideraba nada más que unos directores con gran potencial, portadores de aires de renovación, pero que aún no destacaban sobre un numeroso grupo de gente que podía ser descrita de la misma forma) se reivindican como los inventores del cine negro posmoderno, actualizan sus códigos para que sean reconocibles por los habitantes del mundo de finales del siglo XX y elaboran un guión (tan complejo que a lo largo de su composición sus autores estuvieron largo tiempo bloqueados, se vieron obligados a cambiar de aires en búsqueda de la inspiración e incluso llegaron a dejarlo completamente para escribir el de otra de sus obras maestras, Barton Fink, de la que en esta película se hacen traviesas referencias) que ha pasado a ser lo que podríamos denominar un clásico moderno. Toda esa complejidad reside en realidad dentro del incansable cerebro del frío, manipulador e inteligentísimo Tom Reagan, capaz de usar su irresistible labia cual Iago shakesperiano (hay bastante Shakespeare en esta película, y no sólo el reflejo del malvado personaje de Othello) para calentar los oídos de sus embaucados jefes y hacerles hacer lo que exactamente quiere que hagan. Sus habilidades van más allá: es capaz de recomponer adecuadamente el rompecabezas tantas veces como los inesperados acontecimientos lo requieren y además, tiene la suerte (mucha suerte, toda la que no le sonríe en sus apuestas, las cuales le llevan a la mala racha que está en la raíz de todas sus tribulaciones) de su parte. Pero Tom Reagan es una especie de héroe posmoderno: le vemos desafiar a la muerte no con valentía, sino con indiferencia, con el tedio existencial del que sabe que, tarde o temprano, tendrá que mostrar las cartas y descubrir su propio farol. 


Con todo, uno de los mayores alicientes de la película (y que es una constante en el cine de los Cohen, que parecen haber nacido con un don para transmitir lo que desean que hagan los elegidos en los no menos cuidados y acertados repartos) es la maravillosa dirección de actores, la cual consigue mezclar a la perfección las altas dosis de caricaturización que contienen varios de los personajes (como es el caso de John Turturro, con su interpretación del chantajista, en todos los sentidos, Bernie Bernbaum, y sobre todo de Jon Polito, que borda su versión de mafioso italiano, con una familia que parece sacada directamente de una pesadilla, y que luce sudoroso, gritón, histérico, incluso ridículo, pero cruel y letal cuando la ocasión lo requiere) con la elegancia y/o inteligencia de otros (el ya citado protagonista, pero también el jefe de la banda irlandesa, Leo O'Bannon, interpretado por el impecable Albert Finney, que transmite personalidad e intensidad a la vez que un punto de ironía a su personaje).

Si a todos estos ingredientes le sumamos el desarmante desarrollo de las escenas, diseñadas con exquisita habilidad para buscar siempre la sorpresa del espectador, no siendo nunca lo que parece al principio que van a ser, pero nunca terminando tampoco en la forma en que el cine en manos de gente con menos imaginación nos depara, o el punto poético que, sobrevolando todo lo anterior, los Cohen son siempre capaces de inyectar en sus imágenes, obtenemos una película moderna sobre un tema clásico, una nueva forma de ver un género, un regalo y un canto a la capacidad de renovación del cine. Esto ocurrió hace 20 años, pero el talento de estos genios (como demuestra Valor de Ley) continúa dando frutos. Sigue la renovación.

domingo, 10 de abril de 2011

INSIDE JOB: ASIGNATURA TRONCAL



El mundo económico moderno es una nube de información confusa que nos tapa la claridad del cielo. A veces, de esa nube, comienza a jarrear esa información en forma de agua, y nosotros corremos para protegernos y no acabar empapados. Pero otras veces, el agua cae en forma de lluvia fina, es información que podemos asimilar, con la que no nos importa mojarnos poco a poco, suavemente. Inside Job (Charles Ferguson, 2010) es fina información diseñada para ser comprendida, de tal forma que, cuando la nube pasa, el sol del entendimiento vuelve a lucir sobre nuestras cabezas.

Lo primero que uno se pregunta mientras contempla esta extraordinaria película documental (cuya visualización debería considerarse asignatura troncal en las escuelas de economía, para que los diseñadores del sistema económico del mañana tomaran nota de las terribles consecuencias a las que lleva la ambición y la codicia desmedidas)  es cómo se las han arreglado sus creadores para colocar en frente de las cámaras a los que, como ya veníamos sospechando (políticos liberales de soborno fácil y codiciosos banqueros sin escrúpulos caminando de la mano por un sistema del que se han eliminado, aplicando una ideología perversa, los ahora considerados molestos controles que los hombres más prudentes del pasado habían instaurado después de la experiencia acumulada tras varios cracks económicos anteriores) y la propia película confirma, son los mismísimos causantes del enorme desaguisado que hundió el sistema financiero estadounidense a finales del 2008, arrastrando con él al resto del mundo y provocando un desastre cuyas verdaderas dimensiones aún hoy no somos capaces de medir por estar plenamente inmersos en sus catastróficas consecuencias.  Y es que realmente son estos tipos (no todos, de una buena parte se nos informa de su renuncia a participar en el documental, los más astutos de entre los astutos, podríamos decir) a los que vemos titubear, tartamudear, mirar al entrevistador con ojos de súplica o perder los nervios y enfurecerse, mientras son objeto de sencillas preguntas acerca de los porqués de sus actos u omisiones cuando ostentaban el poder de decisión o se les hace notar con naturalidad desarmante lo contradictorio o directamente lo falso de sus explicaciones frente a las cámaras, es decir, frente a nosotros.

Como cabecera del documental aparece en pantalla lo siguiente: “La crisis económica global de 2008 costó a decenas de millones de personas sus ahorros, sus puestos de trabajo y sus casas. Así es como esto sucedió”. Y después, comienza la lluvia fina a partir del caso islandés a manera de prólogo, un país que es algo así como una especie de maqueta a escala de lo que ha sucedido en estos años a nivel mundial. Vemos como una política gubernamental permisiva (o directamente cómplice) con el sector financiero hizo que éste, como unos niños que se ven solos en una casa llena de golosinas, se inflara adquiriendo préstamos sin base real (ayudados por las calificaciones excelentes que sus bancos recibían por parte de las tenebrosas agencias de calificación estadounidenses), creando una burbuja a partir de la nada, hasta que en septiembre de 2008 la burbuja estalla y con ella la entera economía islandesa. Bastaron unos años de permisividad para que unos cuantos inconscientes arruinaran para muchos años una sociedad que era una especie de utopía de facto, sin paro, basada en la energía limpia y con uno de los índices de desarrollo humano más altos del mundo (hoy mismo sus exasperados pero comprometidos ciudadanos han decidido en referéndum no rescatar a sus bancos de las deudas que mantienen con los inversores extranjeros).

Con esto en la cabeza viajamos al centro del huracán. En EE.UU., a partir de la Administración Reagan, una serie de personajes caracterizados por ser lobos (procedentes de la aristocracia financiera) al cuidado de las ovejas (las leyes del sistema) se dedicaron a favorecer los intereses de los lobbys bancarios (es decir, los suyos propios, puesto que todos acaban infaliblemente sus carreras trabajando en esos grupos a cambio de remuneraciones estratosféricas) y no pararon hasta el estallido de la gran crisis tres décadas después (favoreciendo la desregulación, la concentración bancaria y permitiendo la extensión perniciosa de los llamados productos derivados y, entre ellos, la clave de todo el asunto, las proliferación de las llamadas hipotecas “subprime”, es decir, préstamos de alto riesgo a personas que probablemente resultarían morosas, pero que eran troceadas, empaquetadas, disimuladas y vendidas arteramente a confiados inversores que veían como las agencias de rating las calificaban como seguras), y lo que es más asombroso todavía, siguen ahí con la actual administración Obama, que ha sido incapaz de hacer nada materialmente importante para modificar las bases que nos han llevado a esto (que cada uno saque las conclusiones que quiera acerca de las decepciones a las que inevitablemente parece que nos han de llevar todos los políticos que han sido y serán).

La calidad del trabajo de producción del documental se pone de manifiesto cuando vemos desfilar ante nuestros ojos a políticos y autoridades económicas de primer orden mundial (como el presidente del FMI o la ministra francesa del ramo, ambos mostrando cierta estupefacción, creíble sólo hasta cierto punto, por lo ocurrido), o  personajes como el inevitable gurú George Soros (al que nunca parece abandonar una mueca cínica propia de quien sabe que su reino no es de este mundo) o, por ejemplo, un economista del banco más grande del mundo, el Citygroup, confesando sin empacho que los bancos quieren ser cuanto más grandes mejor para tener más poder y, llegado el momento, necesitar ser rescatados para no quebrar. También (y estos son quizá los más importantes) contamos con los testimonios de una serie de expertos que fueron capaces de prever la crisis que se avecinaba con antelación y a los que, por supuesto, nadie hizo caso en su momento, personas que comprendieron la situación y supieron cuáles iban a ser las consecuencias.


Inside Job (que está narrada por Matt Damon y ganó el oscar a la mejor película documental) nos habla de bancos, finanzas, derivados, mercados y bolsa, de economía abstracta en definitiva, pero lo hace de una forma tan clara, tan coherente y ordenada, que nos mantiene atentos y concentrados, exultantes cuando somos conscientes de estar comprendiendo algo complejo y verosímil. Háganme caso: cierren sus paraguas y dejen que les caiga un poco de lluvia.

miércoles, 6 de abril de 2011

DAVID FOSTER WALLACE: THE PALE KING



Aquí dejo traducida (artesanalmente por mi) una reseña publicada el 31 de marzo por el New York Times sobre la nueva novela de David Foster Wallace, The Pale King, a propósito de su inminente publicación:

RENTA MAXIMIZADA, EXISTENCIA MINIMIZADA
Por Michiko Kakutani

La obra magna de David Foster Wallace, La broma infinita, retrataba una América tan distraída y obsesionada con el entretenimiento que una película hechizante se convertía en una potencial arma terrorista, capaz de hacer que sus espectadores murieran de placer.

Su inacabada novela póstuma, “The Pale King”, que se desarrolla en gran parte en una oficina tributaria del Medio oeste, retrata una América tan invadida por el tedio, la monotonía y las regulaciones y reglas burocráticas carentes de sentido que sus ciudadanos están en peligro de morir de aburrimiento.

Por eso, esta densa pero con frecuencia conmovedora novela nueva surge como una especie de complemento de La broma Infinita, ya que demuestra que estar entretenido a morir o aburrido a morir son, en la visión de Wallace, las caras intercambiables de la misma moneda. Quizá, según comenta, “el aburrimiento se asocia al dolor psíquico debido a que algo que es aburrido u opaco falla a la hora de proporcionar estimulación suficiente para distraer a la gente de otro tipo de dolor más profundo que está siempre ahí”, digamos la consciencia existencial, “que somos diminutos y estamos a merced de fuerzas enormes y que el tiempo está siempre pasando y que cada día que perdemos es un día más que nunca volverá”.

La felicidad, sugiere Wallace en una nota Kierkegaardiana al final de su profundamente triste y filosófico libro, es la habilidad de prestar atención, de vivir el momento presente, de encontrar “regocijo segundo a segundo y gratitud ante el don de estar vivos”.

Aunque “The Pale King” fue recompuesta por el editor de Wallace, Michael Pietsch, a partir de páginas y notas que el autor dejó cuando se suicidó en 2008, se percibe menos como un manuscrito incompleto que como un compendio sin pulir de los temas, las preocupaciones y las técnicas narrativas que han caracterizado su obra desde el principio. Después de todo, Wallace siempre desdeñó el oscurantismo, y este libro expone su compromiso con la discontinuidad, su fascinación tanto con las pirotecnias postmodernas metaliterarias como con la narrativa microscópica y al antiguo estilo, y su interés cotidiano en la obsesión americana contemporánea por la autogratificación y el entretenimiento.

“The Pale King” es menos inventiva y exuberantemente imaginativa que las novelas previas de Wallace: no hay rebaños de hamsters salvajes deambulando por los campos, no hay desiertos creados artificialmente en Ohio, ni estatuas de la libertad como soportes publicitarios. Pero al igual que La broma infinita, retrata una América completamente controlada por el consumismo miope, y al igual que su primera novela “The Broom of the System”, lidia con espinosas cuestiones de identidad y las dificultades de comunicación.



Por turnos irresistiblemente brillante y pasmosamente aburrida (divertida, enloquecedora y elegiaca) “The Pale King” será objeto de examen minucioso por los aficionados de toda la vida por la luz reflexiva que arroja sobre la obra de Wallace y sobre su vida. Pero también puede acaparar la atención de los recién llegados, proporcionándoles una ventana (aunque una ventana imperfecta) por la que captar la visión de la condición humana que este escritor de talento inmenso refleja a partir de la vida en el centro del centro de América, hacia el final del siglo 20, de unas abejas obreras empleadas como devoradoras de cifras para el gobierno federal, preocupadas por sí van a ser remplazadas por ordenadores.

Narrada en capítulos fragmentados que arrojan luz estroboscópica al retratar una colección de personajes inadaptados, outsiders y excéntricos, la novela a veces se parece a una serie “The Office” que hubiera sido escrita por el cristal de aumento de Nicholson Baker. A veces parece una variación alucinatoria del “Winesburg Ohio” de Sherwood Anderson, proporcionando al lector un retrato coral de una comunidad del Medio Oeste, aunque en este caso, la comunidad no es un pueblo, sino el Centro Regional de Análisis de la Hacienda Pública en Peoria, Illinois, en 1985.

Hay pocos sobresaltos a lo largo del tiempo real de esta novela; más bien, las muertes y accidentes gráficos relatados en sus páginas son casi siempre parte de las historias de fondo de sus personajes. De hecho, “The Pale King”, es en cierta forma una oda al estatismo y la  perseverancia, a la capacidad humana para soportar todos los dardos y flechas de la monotonía y la desgracia diaria.

Entre esos personajes se halla una versión ficticia del propio autor (él declara que esta novela es en realidad unas memorias) que afirma que se cogió un año libre de la universidad para trabajar en la Hacienda Pública, “como un exilio de todo aquello que me había importado o que remotamente me había interesado alguna vez” y que es confundido allí por un empleado de alto rango también llamado David Wallace.

Este narrador que también se llama David Wallace dice que “soñaba con hacerme artista, es decir, alguien cuyo trabajo como adulto fuera original y creativo en lugar de tedioso o alienante”, y por momentos este narrador pareciera una versión factible del autor real que no se hubiera convertido en escritor (muy en la línea en que Harry Rabbit Angstrom se parece a una versión factible de John Updike).

El resto de personajes incluyen un desgraciado llamado Sylvanshine, que se considera a sí mismo como un tipo vacilante y aburrido, el compañero Cusk, que se avergüenza de su tremenda forma de sudar, el ejecutivo Stecyk, que fue un insufrible niño bueno, una bella mujer llamada Meredith, que pasó una temporada en el manicomio, y un hombre joven llamado Lane A. Dean Jr. que se casó con su  novia embarazada aunque no la quería y ahora necesita proteger a su nueva familia.

Wallace se centra en la forma en que varios personajes llegaron a trabajar para Hacienda, que combinación de tics psicológicos, traumas infantiles, circunstancias económicas y azar les hizo caerse en el bebedero de patos y darle vueltas a la rueda de hamster que es la vida de los contables allí, moviendo papeles y números en una oficina mortalmente vulgar plagada de luces fluorescentes, estanterías modulares y  el implacable “susurro de la ventilación de fuente desconocida”.

Aunque al menos uno de los personajes alega que ser un contable es heroico (proporcionar orden en un mundo caótico, acotar y organizar un flujo torrencial de información), Lane Dean, por ejemplo, siente que el trabajo es “aburrido más allá de cualquier aburrimiento conocido por él”, y empieza a tener pensamientos suicidas.

“Se sentía justificado para afirmar que ahora sabía que el infierno no tenía nada que ver con fuegos o ejércitos helados. Enciérrese a un sujeto en una habitación sin ventanas para desempeñar tareas rutinarias lo suficientemente enrevesadas como para que tenga que pensar, pero aún así rutinarias,  tareas que incluyan cálculos que no tengan relación con nada que el sujeto haya visto nunca o pueda importarle, una pila de trabajo que nunca disminuya, y cuélguese un reloj a la pared donde pueda verlo, y déjese simplemente al hombre allí con sus propias invenciones mentales”.

No es sorprendente que una novela sobre el aburrimiento sea, con cierta frecuencia, aburrida. Es imposible saber si Wallace, con el libro acabado, hubiera decidido prescindir de esos pasajes, o si quería verdaderamente probar la tolerancia del lector para con el tedio (hacernos compartir la miseria de sus oficinistas, que nos traen a la memoria el héroe infeliz de “Something Happened” de Joseph Heller, o a alguno de los personajes exhaustos de Beckett, estancados en un limbo de espera y rutina eternas.

Hay una guerra de trincheras en la novela entre los empleados de  Hacienda de la vieja escuela, “observadores de la rectitud”, contra los nuevos con el deseo corporativo de “maximizar los ingresos”. Nosotros tenemos que abrirnos camino entre soporíferas conversaciones técnicas sobre “las diferencias entre las deducciones por propiedades en alquiler según las reglas 162 y 212(2)”, y marcadores de baseball cuantificadores de las batallas internas entre la jerarquía de la oficina de Hacienda. Incluso hay un capítulo que consiste en poco más que en una serie de trabajadores de la oficina pasando página tras página tras página.

Pero al mismo tiempo incluye algunas partes maravillosamente evocadoras que capturan las agotadoras inconveniencias de la vida diaria con precisión digital. La sensación pegajosa y nauseabunda de viajar sobre un planeta pequeño, abarrotado y alienante, embutidos con “hombres panzudos y  coloradotes, con trajes marrones de forro doble y trajes oscuros con maletines encargados en catálogos por correo”. O la sensación sofocante de estar atascado en un autobús decrépito, con ceniceros rebosantes de chicles y colillas, y el aire acondicionado “más bien un intento vago de acercarse a la idea abstracta del aire acondicionado“ que a la idea real.



En esta su obra más inmediatamente emocional, Wallace conversa en términos íntimos con las dificultades del transcurso de la vida diaria, y desvela estados mentales con la misma magia que aplica a la descripción pictórica. Transmite la cruda experiencia de tristeza profunda cuando el “viento de la desesperación” azota la vida de la gente, y el pánico de ser un pez “atrapado en las redes” de sus propias obligaciones, atascado en un trabajo miserable y necesitar “alcanzar la cuota mínima de ingresos mensuales”.

Por el camino, nos sirve escenas escalofriantes, de Gran Guiñol, incluyendo un horrible accidente de metro y otro grotesco relacionado con el arte industrial. Y nos hace percibir, con su magnífico poder de prestidigitación, la mismísima tierra de la América profunda que se sitúa en algún lugar entre la abuela Moses y Terciopelo Azul: los “campos de algodón” y “el río marrón como el tabaco bordeado por sauces llorones y monedas de luz solar”,  una “flecha de estorninos disparada desde una cubierta para el viento”, un “girasol, otros cuatro,  uno curvado, y caballos en la distancia rígidos y parados como juguetes. Todos cabeceando”

Esta novela nos recuerda el excepcional observador que era Wallace, un “perceptor” de primera clase, por usar un término de Saul Bellow, de la inmensidad del mundo a su alrededor, cronista de la información desbordante y las demandas que nos inundan, segundo a segundo,  minuto a minuto, y  del paisaje proteico y abarrotado en el que vivimos.

Era intentando captar esa realidad frenética y caótica (y los pensamientos llenos de matices, conflictivos y siempre cambiantes de sus personajes) cuando la prosa sinestésica de Wallace se desarrollaba tan prolijamente, sus frases se van desenredando en complicadas madejas de palabras, repletas de expresiones adjetivadas y exuberantes notas al pie. Y esta es la razón por la que sus novelas, relatos y artículos desafían lo trillado y crecen, crecen y crecen, como ramas de arbusto, con digresiones y apartes, porque en casi todo lo que Wallace dejo escrito, incluyendo  “The Pale King”, su objetivo fue usar las palabras para cazar y, en cierto sentido, domesticar la problemática asombrosa, multifacética y cacofónica que es la vida moderna americana.







sábado, 2 de abril de 2011

EL PODER DEL PERRO: EL ESTILO EN ACCIÓN



Cuando uno se descubre deseando coger el abarrotado metro madrileño en la hora punta de la mañana (o en el momento de la vuelta del trabajo, con la cabeza más o menos cargada y la capacidad de concentración notablemente mermada) para así continuar la lectura de un libro, y cuando hay días en que la lectura de ese libro es lo más reconfortante que ha sucedido a lo largo de la jornada, entonces uno vuelve a creer en los pequeños milagros cotidianos y se reconcilia con el dios de la narrativa, la fe en el cual andaba en los últimos tiempos quizá un tanto tambaleante. Por eso hoy quiero encender una vela bajo la imagen de Don Winslow y su El poder del perro (igual que lo hacen constantemente ante los extravagantes santos mexicanos los personajes de su extraordinaria novela, tan familiarizados con el dolor y la muerte y tan necesitados de redención casi a diario) y rezar para que se materialice el, por ahora sólo rumor (si bien confirmado por el propio autor, que no niega los contactos), según el cual la HBO estaría proyectando producir una miniserie basada en la acción continua sin permiso para respirar que los acontecimientos torrenciales narrados en ella nos depara.

Y es que el que les habla no había dado en mucho tiempo con algo escrito a un ritmo tan frenético que resulta difícil asumir el continuo flujo de cambios en la situación de lo narrado que se van produciendo sin descanso página a página, incluso párrafo a párrafo (línea a línea en realidad, porque Winslow utiliza en los momentos álgidos un lenguaje seco y concentrado, al estilo del maestro Ellroy, donde bastan un sujeto y un verbo para contarnos lo que sucede, creando un efecto impactante y estilísticamente muy atractivo). Es cierto que por el camino perdemos información, que lo desconocemos prácticamente todo del carácter de los personajes, de sus motivaciones o de sus emociones profundas, pero no nos importa: lo aceptamos gustosos como el precio a pagar a cambio de lo mucho que Winslow nos hace disfrutar a golpe de acción desnuda, tan depurada de los adornos inútiles que pueblan tantas otras novelas negras con pretensiones líricas o épicas, que uno se da cuenta de lo difícil que debe ser en literatura acertar con el estilo (con la forma adecuada al fondo) y lo meritorio de conseguirlo.

Porque estamos ante el dramatis personae del núcleo duro de la historia del tráfico de drogas de los últimos años (y sus consecuencias políticas) desde el lado mexicano de la frontera (un país donde absolutamente todo está en venta y en el que sólo hay que encontrar el precio adecuado a cada caso, como bien saben los todopoderosos miembros de la familia Barrera) en dirección al lado estadounidense (donde los intentos por acabar con ese tráfico se convierten en la lucha heroica al principio, trufada de desencuentros con sus colegas y superiores, y contaminada de implicaciones personales después, del agente especial de la DEA Art Keller, quien tiene la ventaja de transformase fácilmente en Arturo Keller dado que su madre era mexicana, que cuenta con un turbulento pasado como agente de la CIA que efectuaba operaciones sobre el terreno en Vietnam y cuyos truculentos resultados aún le persiguen en forma de pesadilla, y que tiene el único apoyo del lado mexicano de un grupo de agentes intocables encabezados por el durísimo agente Ramos).

Con todo, lo más impresionante del libro (para cuya elaboración el autor tardó 5 años) es la sensación de autenticidad profunda que transmite (producto de un trabajo de documentación tan completo, que, si bien los personajes son ficticios, por momentos pareciera que estuviéramos ante la Gomorra norteamericana) y es la conjunción entre esa veracidad y la acción trepidante lo que hace que la novela resulte especial. Nos parecen totalmente verosímiles (y por eso nos conmueven tanto) todas las historias particulares de los distintos protagonistas de la novela, cada uno procedente de una subsección del mundo del hampa (por supuesto los señores de la droga mexicanos y colombianos, pero también la mafia italo-americana y la más de andar por casa, pero no por ello menos sanguinaria banda de irlandeses procedentes del cinematográfico barrio de Hell’s Kitchen en Manhattan, junto con toda una serie de personajes que se mueven con sorprendente fluidez entre los malos y los buenos, y cuyo testimonio podría hacer caer gobiernos de un plumazo) las cuales van a confluir al río principal por el que circula la cocaína que procede de los campos de cultivo mexicanos y colombianos, pero también los oscuros intereses anti-izquierdistas norteamericanos y (un invitado que tampoco se pierde ninguna fiesta) de la alta jerarquía de la iglesia católica, que ahogan cualquier intento de racionalizar el problema para combatirlo de raíz.


En una entrevista, Winslow (que aboga por la legalización como la solución más racional para luchar contra la droga) aclaró que el título del libro está extraído de un salmo del antiguo testamento, según el cual el poder del perro se refiere a la habilidad de los ricos y los poderosos de oprimir a los pobres. Si algo queda claro después de leer esta novela es que el tráfico de droga significa dinero y el dinero significa poder, y el poder no se destruye a si mismo. El perro sigue y seguirá siendo poderoso.