domingo, 30 de enero de 2011

YO SOY EL AMOR: EL CINE AL REVÉS



Al comienzo de esta película (Yo soy el amor, Luca Guadagnino, 2010), se suceden, al ritmo de una música sincopada y un tanto enervante, una serie de secuencias fijas de la ciudad de Milán,  todas ellas mostrándonos el efecto de la nieve sobre diversos emplazamientos urbanos (una estatua, un cruce, los edificios, un parque, etc.), pobres en color (buscando un efecto concreto), pero no directamente en blanco y negro. Esta presentación es un fiel reflejo de lo que después va a ser toda la película: formalismo sin contenido. Los creadores del film, decidieron en un momento dado que, quizá el argumento y su desarrollo en un guión no fueran un prodigio de profundidad, originalidad o destreza artística, pero, qué demonios, querían hacer poesía con las imágenes, querían transmitir sentimientos con los colores, las texturas y los enfoques y eso es lo que se percibe en Yo soy el amor desde el mismo comienzo, como digo, pero nada más que eso.

Ocurre en muchas ocasiones que cuando uno visualiza una película sobre la que no se puede opinar rotundamente que es mediocre, pero sí sabemos que no es redonda, no es posible explicitar exactamente cuál es el problema, qué es lo que le impide alcanzar mayores cotas y sólo después de una segunda contemplación atenta o reflexionando con tiempo sobre las imágenes y su desarrollo, se comienza a captar un atisbo de lo que no funciona, no encaja, sobra, o lo que sea según el caso. En Yo soy el amor basta la barroca introducción y luego la primera escena de la reunión familiar con motivo del cumpleaños del patriarca para comprender que estamos ante uno de esos cineastas que aunque ellos estén convencidos de que son directores, no lo son; son artistas, sin duda, pero el cine no es su arte (pintura, performance, ¿quién sabe?). Porque en el cine, aún hoy, o precisamente, más que nunca hoy, lo principal (porque la forma es secundaria, la forma no es una película) es contar una buena historia, algo que merezca ser filmado, montado y producido, y en esta película nos encontramos ante un argumento (una familia de la alta burguesía milanesa entra en crisis cuando el patriarca dueño del negocio familiar decide legarlo a su hijo, casado con una mujer también en plena crisis existencial, y uno de sus nietos, los cuales no se ponen de acuerdo sobre si venderlo y por tanto, truncar la tradición, o conservarlo y hacer honor a ella) que se desarrolla a través de una historia más propia de un telefilme de sobremesa que fuera la adaptación a la televisión  de una novela romántica con un hombre de mandíbula cuadrada, pecho al descubierto y mirada fija en el horizonte a los mandos de un catamarán en la portada y que tiene su cumbre en el acaecimiento de un accidente desgraciado, que incluso la hipotética autora de dicha novela habría descartado por excesivamente efectista.

No es, sin embargo, desdeñable el trabajo formal preciosista que se desarrolla en la película, (que tiene su principales exponentes en el juego de espejos en la tienda de San Remo o en el festival de luz verde en el que se envuelve el romance primaveral entre la protagonista y el cocinero Antonio en la casa de campo o también en los planos desde las azoteas de los edificios desde los que se nos muestra Londres, por ejemplo) o el trabajo poético, como cuando asistimos a imágenes de carácter metafórico (ese plano cenital sobre la protagonista en el momento exacto en el que el amigo de su hijo entra en su vida por primera vez, en el que se la ve haciendo un brusco giro de 90º, o esa paloma atrapada en las cúpulas de la iglesia del cementerio casi al final, entre otras). Pero también es cierto que cuando la historia se desnuda, la música (para mi, ya digo, un tanto irritante) deja de sonar, la cámara está situada en una posición convencional, y todo queda, por tanto, en las manos de un relato basado en la actuación de unos actores creando unos personajes (encabezados por una Tilda Swinton haciendo de Madam Bovary a la que, como a todas las mujeres de cierto tamaño, le quedan mal los trajes de noche con tacones, y que, simplemente, como no podría ser de otra forma, está fuera de lugar) con los que no pueden hacer gran cosa, o directamente no hacen casi nada, como el, (desconocido para un no entendido en cine italiano) actor que hace de Tancredi, el hijo del patriarca, del que podríamos asegurar que como consecuencia de su trabajo en la película no ha podido perder más allá de 10 kilocalorías (y que nadie me venga con que el papel pedía contención y demás, porque entonces habría que plantearse qué añade un actor humano frente a uno virtual en un caso como este), y los hieráticos y superficiales papeles de los jóvenes, de los que sólo quizá la hija (Elisabetta) puede llegar a transmitir algún tipo de emoción, y que hacen sobresalir por encima de todas la actuación de la actriz que hace de criada (lo que seguramente no era la intención de nadie), la película se enfrenta con su propio vacío esencial.

Por tanto, ¿estamos aquí recomendando la película Yo soy el amor?. La respuesta es sí, a pesar de todo, porque es muy difícil que una película que alcanza cierto nivel mínimo (y esta película, debido a su trabajo formal y poético, lo hace, sin duda) nos haga perder completamente nuestro tiempo, y porque es mejor, siempre, comprobar las cosas por nosotros mismos, y, si llegamos a la conclusión de que el autor de esta reseña está completamente equivocado (posibilidad que reconozco plausible), escribírselo aquí abajo dando argumentos razonables. Así que, adelante.

martes, 25 de enero de 2011

LA RED SOCIAL: A UNA PERSONA NO LE GUSTA ESTO



¿Cómo debe enfocar una persona que ni tiene ni, en principio, quiere (porque considera que no lo necesita) un perfil en Facebook, la visualización de una película como La red social (2010, David Fincher)? Pues, precisamente, como alguien que contempla el fenómeno desde fuera, con cierta perspectiva. Y como alguien, que, por qué no decirlo, siente curiosidad, y que pretende, por encima de todo que una película que abarca la historia de la creación del sitio por parte de sus protagonistas (que son personajes reales), desde que éste surge casi por causalidad en una habitación de estudiantes de la Universidad de Harvard, hasta el momento en que se están dilucidando las inevitables demandas y despellejes que unos fundadores se lanzan a otros cuando  ya la cosa se ha convertido en el fenómeno acontecido en Internet más importante de los últimos años y el valor de cada acción es lo suficientemente alto como para olvidarse para siempre de la amistad (si bien la película no es temporalmente lineal, y asistimos alternativamente, en una sucesión de escenas, a la teatralización de esas luchas legales en impecables despachos de abogados situados en plantas elevadas de modernos rascacielos y a la narración de la rápida evolución del grupo de fundadores, primero en la universidad y luego en Palo Alto, California), se la satisfaga.

Pero este no es el caso de La red social, película que, es posible que satisfaga otros deseos (el morbo de ver retratados varios personajes públicos, algunos de ellos teóricamente muy conocidos, en sus mejores y en sus peores momentos, por ejemplo), pero desde luego, no el que he expresado como mi motivación principal. Porque no creo que las preguntas suscitadas por esa curiosidad (¿qué idea inspiró la creación del sitio?, ¿cómo se les ocurrió a sus creadores interconectar a las personas en la forma en que lo hace?, ¿qué pasos siguieron hasta convertirse en un gigante?...) sean respondidas por la película de forma satisfactoria. Porque a medida que vamos, antes que nada, acostumbrándonos a unos diálogos despiadadamente veloces (obra del guionista Aaron Sorkin, el creador de esa obra maestra de la televisión que es The West Wing, donde, efectivamente, la esgrima verbal es una seña de identidad a lo largo de la serie) y poco a poco comprendiendo que es lo que se dicen unos personajes a otros, quién es cada uno, qué hace cada uno y dónde está cada uno, nos damos cuenta de que nos da igual lo que se digan, quienes sean, lo que hagan y dónde estén (aunque tengo que reconocer que lo único que me gustó de la película fue el marco que ofrece Harvard, lo cual tiene que ver con que el hecho de que haber cursado mi carrera en una facultad decrépita de la Universidad Complutense de Madrid me hace siempre ponerme lánguido cada vez que veo campus universitarios con edificios notables), porque no vamos a sacar en limpio nada interesante que llevarnos a la boca.

Si os aseguro que, a la hora de contar de que va la película, lo que os puedo decir es que trata de unos chicos muy listos (lo de que son muy listos, aparte de que hablan muy rápido, como digo, lo deduce uno por su cuenta, no porque el guión contenga algún detalle sustancial que nos lo revele) que inventan una cosa nueva en Internet un poco entre todos, que a medida que la cosa va triunfando estos chicos se lo toman más en serio, que hay unos gemelos muy “harvareños” que les persiguen porque creen que les han robado la idea, que luego se encuentran con otro chico (un cofundador de Napster) más o menos igual que ellos que les enseña como hacerlo aún más grande (que es un tipo que seguro que mola mucho porque cenan un día con él y hasta le conocen en el restaurante, si bien el resto de la película se dedica a caer muy mal al espectador) y que, claro, como han triunfado, aunque no se comían una rosca en la Universidad (o al menos, un personaje como Mark Zuckerberg no lo haría en condiciones normales), ahora aparecen de la nada dos chicas asiáticas muy majas que les alegran el Facebook a cada uno y después se van a vivir a California todos juntos y se lo montan allí, y después se empiezan a llevar muy mal por la cosa de las puñaladas traperas empresariales, y se acabó, no os estoy exagerando nada: esto es la película y no es nada más.

Porque, hay una escena que simboliza muy bien lo que quiero transmitir (a saber, que no sé si la historia de la creación de Facebook da para una película, pero desde luego no para esta película): me refiero a aquella en que el ya mencionado cofundador de Napster, Sean Parker (interpretado por un inexpresivo, como todos los actores, Justin Timberlake), aparece en su coche con Zuckerberg (al que da vida Jesse Eisenberg en un papel del que he llegado a leer en alguna crítica elogiosa que lo borda porque refleja a un tipo del que no sabemos casi nunca lo que está pensando, con lo que empiezo a plantearme seriamente qué es en realidad ser actor entonces) que va vestido con un pijama y una bata, con la intención de que éste suba a un edificio donde trabaja un inversionista que trató mal en el pasado a Parker, y, así, con esa pinta, le diga que no quiere saber nada de él. Bien, pues esta escena se acaba con Zuckerberg subiendo las escaleras de acceso al edificio y punto, la imaginación no debía dar para ver lo que ocurría allí dentro.

Para mí la cuestión entonces es ¿qué hace está película en la carrera de los Oscar, entre otras muchas cosas?. La respuesta es muy simple. Nos encontramos ante una fórmula mil veces vista en otras ocasiones y que se basa en coger el tema más popular del momento para engendrar, a partir de él, una película como sea, y así conseguir lo mismo que sus propios personajes: ganar mucho dinero sin demasiado esfuerzo.

jueves, 20 de enero de 2011

LITERATURA ACTUAL: UN NUEVO COMPROMISO



Con el tiempo uno se va dando cuenta de que toda obra literaria (quizá toda obra artística en realidad) se enfrenta, primariamente, a una disyuntiva básica a la que tiene que dar respuesta. Es una disyuntiva que se ha presentado claramente a lo largo de la historia de la literatura y sobre la que podemos afirmar que hay momentos (generaciones, países, estilos)  en los que se le ha dado una respuesta y otros en que esa respuesta ha variado incluso radicalmente. Me refiero a algo que se puede plantear, siempre, como la elección entre dos posibilidades: ¿describir el mundo o tratar de explicarlo y así quizá mejorarlo? ¿Servirme de él o servirle a él?. Es algo más sutil y abarca una mayor esfera artística que la finalidad explícita de la llamada literatura social o de denuncia.

Y todo escritor, incluso los etiquetados de posmodernos que aparentemente estarían por encima de este tipo de cosas (o incluso que deberían rehuirlas, por formar parte precisamente de aquello que pretenden superar), tiene que resolver este aparente conflicto antes de ponerse a trabajar, aunque sea de forma inconsciente (de hecho, así sería en la mayoría de las ocasiones). Fijémonos en estas afirmaciones de David Foster Wallace en una entrevista con Larry Mc Caffery (un crítico literario y profesor de la Universidad de San Diego) de 1993, para la Review of Contemporary Fiction, en la que Bret Easton Ellis y su famosa novela American Psycho no quedan precisamente muy bien. Juzguen ustedes mismos:


Larry Mc Caffery: Pero al menos en el caso de American Psycho a mí me parece que había algo más que sólo este deseo de infligir dolor, o que Ellis está siendo cruel en el sentido en el que usted afirma que los artistas serios necesitan estar deseosos de serlo.

David Foster Wallace: Ahora está usted explayándose en la clase de cinismo que lleva a los lectores a ser manipulados por la mala literatura. Creo que es una forma de oscuro cinismo en el mundo actual sobre el que Ellis y otros dependen para su lectura. Mire, si la condición contemporánea es desesperanzadoramente mediocre, insípida, materialista, emocionalmente retrasada, sadomasoquista y estúpida, entonces, yo (o cualquier escritor) puedo dar gato por liebre poniendo juntas de cualquier manera historias con personajes que son estúpidos, sosos, emocionalmente retrasados, lo que es fácil, porque esta clase de personajes no requiere desarrollo. Con descripciones que son simplemente listas de nombres comerciales de consumo. Donde gente estúpida se dicen banalidades unos a otros. Es lo que siempre ha caracterizado a la mala literatura de personajes planos, un mundo narrativo dominado por el lugar común y que no se reconoce como humano, etc. Es también una descripción del mundo actual, luego la mala literatura se convierte en una mímesis ingeniosa de un mal mundo. Si los lectores simplemente creen que el mundo es estúpido y mortecino y egoísta, entonces Ellis puede escribir una estúpida novela mortecina y egoísta que se convierte en un cáustico comentario vacuo de la maldad de todo. Hombre, mire, probablemente la mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que estos son tiempos oscuros, y estúpidos, pero ¿necesitamos ficción que no haga más que dramatizar acerca de lo oscuro y estúpido que es todo? En tiempos de oscuridad, la definición del buen arte parecería ser aquél que localiza y aplica la respiración artificial a aquellos elementos de lo humano y lo mágico que aún viven y se iluminan a pesar de estos tiempos oscuros. La buena ficción verdadera podría ver el mundo tan oscuro como quisiera, pero encontraría un camino para a la vez retratar el mundo e iluminar las posibilidades de estar vivo y ser humano en él. Usted puede defender “Psycho” como una especie de digestión representativa de los problemas sociales de finales de los 80, pero no es más que eso.

Quizá American Psycho sea un caso muy extremo, y quizá Wallace no trague o no quiera tragar con la idea de que esa novela constituya, precisamente, un retrato tan despiadadamente desolador de la sociedad de su tiempo que, aunque se limite, efectivamente, a describir, consigue, en última instancia, algún tipo de efecto “activo” en sus lectores, consigue que sus lectores se cabreen con esa sociedad o se avergüencen de ella, pero estamos ante un caso de la disyuntiva a la que me refería al principio. Y la elección para DFW es clara: la buena ficción retrata al mundo y a la vez lo ilumina, resaltando aquello que todavía nos define como humanos en un mundo deshumanizado.

Pero veamos también lo que opina sobre este asunto el escritor Rick Moody (autor entre otras novelas de La tormenta de hielo (1994), también extraídas de una entrevista (Bill Goldstein del New York Times, 2001):

“Gran parte de la narrativa americana actual, creo yo, intenta posicionarse en que es posible escribir desde el humanismo y no ser político. Y mi posición sería que todo lo que hacemos es político, se quiera o no. Así que es mejor que en tu literatura se refleje la consciencia de que esa es una de las particularidades de nuestro trabajo, que nunca escribiremos sin articular alguna clase de política, lo hagamos o no de una forma que diga, no sé, “soy un demócrata moderado” o “soy del partido verde”. Cada relato, tanto si es una novela de Anne Tyler o una novela de David Foster Wallace está articulando una política”.

Esto sería otra vuelta de tuerca, según la cual, ya no es que, por ejemplo, David Foster Wallace se nos haya convertido en un escritor “humanista”, es que es un escritor político. Y, sin duda, lo que me parece más interesante de todo esto, es que, en un mundo como este (deshumanizado, despolitizado, cínico, materialista, salvajemente capitalista, y pongan ustedes los etc. que quieran), la literatura que triunfa, la corriente que predomina (no sólo en EE.UU. sino también en el resto del mundo occidental), sea aquella que decide mejorar y servir al mundo. Los buenos escritores, siguen, en consecuencia, donde han estado siempre: a la contra. Que así sea.

lunes, 17 de enero de 2011

AZNAR: EL ROSTRO DEL MIEDO



El señor Aznar, ex-presidente del Gobierno (el mismo que un día mirándonos a todos los españoles a los ojos desde un plató de televisión dijo “créanme, hay armas de destrucción masiva en Irak” o, el mismo que con casi 200 muertos encima de la mesa intentó ocultar la autoría del atentado la mayor cantidad de tiempo posible para tratar de no perder unas elecciones -mostrando, por tanto, de esta forma cuáles son sus prioridades- y no contento con esto, y tras demostrarse por activa y por pasiva cuales fueron dichos autores, se dedicó a sembrar de dudas ponzoñosas la vida política española, hasta el punto de dar pie a la difusión de teorías cuya sola concepción parece fruto de la mente más distorsionada del manicomio más recóndito), con la credibilidad que, aún, misteriosamente, hay gente que le atribuye, ha declarado públicamente que:

“España es hoy un país intervenido de hecho y lo que estamos discutiendo ahora es si va a ser intervenido de derecho o no, lo cual es una simple consecuencia de la situación límite que vive el país. Que España vive en una situación intervenida de hecho es que España y el Gobierno de España se limita a cumplir instrucciones que le dan desde fuera de España”
“La cuestión es si los españoles vamos a poder y España va a poder evitar y ojalá lo haga, ser intervenida de derecho”

Es decir, según el señor Aznar, los españoles sólo tenemos una salida para que España (y ojalá lo haga, claro) no sea intervenida de derecho (esto es, rescatada su deuda soberana), y es que se llegue a una situación política lo suficientemente grave como para que se convoquen unas elecciones anticipadas (a las que se presente, preferentemente, como candidato del PSOE el amortizado José Luis Rodríguez Zapatero) y así poder votar en masa a su partido, lo cual, revertiría automáticamente tal situación, alejaría inmediatamente los fantasmas de dicha intervención y encarrilaría el país por la senda de la prosperidad de la que nunca (porque el hecho de que seamos una víctima más de la mayor catástrofe económica que se ha producido en el planeta desde 1929 no tiene nada que ver) debimos haber salido.

Se trata de la particular campaña de “shock and awe” del señor Aznar, porque el presidente (de honor) del Partido Popular sabe perfectamente que declaraciones como esta consiguen dos efectos principales. En primer lugar amedrentar a esa gente que le oye hablar, que no han llegado a la conclusión de que el señor Aznar no juega limpio políticamente y cuyo voto puede, en un momento dado, depender del miedo a frases (que posiblemente no entienden del todo, pero que suenan ciertamente inquietantes) como “España intervenida de derecho”, y en segundo lugar, contribuir a que la situación empeore, tanto política como económicamente, destruyendo la confianza que con tanto esfuerzo nos cuesta ganar día a día, hora a hora, en el campo de batalla del capitalismo financiero internacional (ese monstruo ciego capaz de merendarse países o continentes enteros si hace falta con tal de sacar un punto básico más de beneficio), intentando colocar nuestra deuda (cuyo volumen público es bastante inferior a la del resto de países europeos) a tipos de interés lo más bajos posibles. Es decir, el señor Aznar parece encantado con la perspectiva de que España entre en bancarrota, por decirlo sin tapujos.

Por tanto, el señor Aznar (cuya insistencia en llevar sobre su rostro ese bigote ralo siempre me había producido la ansiedad de no poder comunicarme con alguien para decirle lo evidente de su equivocación, hasta que una temporada le dio por afeitárselo y comprendí de golpe que no era equivocación sino acierto) se ha convertido en una especie de mensajero del miedo, que nos quiere hacer creer que el resto de países europeos (Grecia, Italia, Portugal e Irlanda, pero también Alemania, Francia, clarísimamente el Reino Unido, Bélgica y otros), así como los EE.UU. que están teniendo que tomar medidas similares o incluso más (en algunos casos muchísimo más) drásticas que las que se han tomado en España (que recordemos que no ha llegado a amortizar empleo público como sí ha hecho, por ejemplo, el gobierno conservador británico) no están recibiendo instrucciones de nadie, o bien, que el que dicta esas instrucciones está en otro planeta.

El problema no es ya tanto el señor Aznar y su colección de declaraciones (porque ya llueve sobre mojado), el problema es que el Partido Popular, mientras no le desautorice claramente, sí que está intervenido de hecho, y sólo falta ver en que momento acaba siendo intervenido de derecho por todos aquellos que no confían en su actual líder, el cual, con la amenaza Rubalcaba en el horizonte, es capaz de perder las elecciones más ganadas de la historia de la democracia española. Ya veremos.

sábado, 15 de enero de 2011

IN TREATMENT: LA MEJOR TERAPIA



Hasta ahora siempre me habían dado grima los psicoterapeutas. Tenía una imagen distorsionada de ellos proveniente de las comedias de Woody Allen, de acuerdo con la cual pensaba que, en realidad, sí, había que reconocer que muchos norteamericanos acudían a su consulta, pero la cosa iba básicamente así: los pacientes les contaban sus intimidades más profundas (con lo que al menos conseguían desahogarse), ellos replicaban con preguntas tipo ¿y cómo se siente acerca de eso?, se acababa la sesión, había que pagar unos cuantos dólares (normalmente una buena cantidad) y despedirse hasta la siguiente, y mientras tanto, los traumas, los miedos, las inseguridades y demás fantasmas que nos acompañan a los seres humanos en esta involuntaria travesía que es la vida, iban a seguir ahí, acechando, acorralando e incluso golpeándonos sin piedad y sin remedio.

Pero no había caído en que los psicoterapeutas podían ser personas tan inteligentes y sensibles como el doctor Paul Weston (interpretado prodigiosamente por un Gabriel Byrne en estado de gracia), el protagonista de esta apasionante serie In Treatment (En terapia), que me subyugó desde el primer momento, tanto por su original estructura (se trata de las sesiones de terapia que siguen una serie de personajes distribuidos a lo largo de cuatro días de la semana, más la que sigue el propio doctor Weston al final de la misma, que dan lugar a episodios de 25 minutos y que se repiten cíclicamente) como por la intensidad melodramática de los argumentos (intensidad que en el caso de alguno de los pacientes alcanza grados que yo, raramente he contemplado en los últimos tiempos, ni incluso en el cine), el desarrollo complejo de las situaciones (unos guiones que a veces rayan la genialidad y que hacen implicarse al doctor con sus pacientes mucho más de lo que, no sólo su posición y profesión, sino el más mínimo sentido común, aconsejaría) y, en fin, una serie de detalles que, en mi opinión, la hacen elevarse a unas cotas en el TV drama, muy difíciles de alcanzar.

Comencé a ver la serie un poco por casualidad, a partir de una de estas recomendaciones en las que ya no confías demasiado por haber fallado en otras ocasiones, pero me quedé enganchado a las primeras de cambio. Mucha culpa de esto la tiene el hecho de que el episodio piloto esté dirigido por Rodrigo García (que se ha convertido en una especie de activista de la HBO, realizando episodios de series como Los Soprano, A dos metros bajo tierra o Carnivale), así como que la primera imagen que aparece en pantalla (así, sin avisar, pillándote totalmente desprevenido) sea la de una Melissa George (la paciente Laura, médico anestesista), llorando completamente desconsolada, e irradiando una belleza casi insoportable para un espectador varón heterosexual medio, mientras es sometida a la mirada escrutadora de Gabriel Byrne (con esa especie de ojo vago suyo que nunca le había dado tanta personalidad). Un consejo: hay que verla, como sea, en versión original, hay que oír estas voces, estas inflexiones, porque en ellas hay muchísimo significado (y, desgraciadamente, se pierden en el doblaje).

Es cierto que, como no podía ser de otra manera, hay pacientes con más interés que otros, pero también lo es que, sobre todo en la primera temporada, el nivel de las historias es altísimo (la muy inestable emocionalmente Laura, el traumatizado piloto de caza Alex, la gimnasta adolescente con tendencias suicidas Sophie, la pareja al borde de una ruptura devastadora Amy y Jake) y que la propia historia del doctor, la relación con su mujer o sus hijos, y sobre todo, su terapia personal a cargo de la doctora Gina (interpretada por una veterana Dianne Wiest a la que le dieron un Emmy por este papel), merecería por sí misma algún tipo de spin-off. Y además está el hecho de que la serie no le hace ninguna trampa al espectador, en el sentido de que aquello que es factible cambiar, cambia, pero el mensaje principal es que el aporte mayor para la curación de nuestros problemas ha de provenir de nosotros mismos.

Bien, no sé si ha quedado claro lo mucho que me ha gustado In Treatment (hay que añadir como dato curioso que se basa en una serie hebrea llamada “Be Tipul”, y lo curioso no es que haya series hebreas, sino el hecho de que este mundo de la psiquiatría esté tan asociado con los hebreos, igual que lo está con los argentinos), pero, por si acaso añadiré que hacía tiempo que no me apetecía ver tantos episodios seguidos de una serie de televisión (lo que también es achacable a la muy inteligente graduación de la información que se le va facilitando al espectador), y que me desagradaba tanto tener que cortar en algún momento. Y, por supuesto, mi confianza en la utilidad de la psicoterapia ha aumentado. Quizá un día busque en la agenda el número del doctor Weston.

jueves, 13 de enero de 2011

DAVID SIMON: ANALYZING THE WIRE



Lo bueno (y también lo malo) de un libro formado por diversos ensayos sobre un mismo tema es que siempre habrá algo por lo que merezca la pena adquirir el libro entero. Será inevitable que la gente se repita y ocurrirá que cada uno desarrollará el tema llevándolo, con más o menos acierto, al terreno que sea su especialidad. Es el caso de este libro, The Wire: “10 Dosis de la mejor serie de la televisión” (Errata Naturae 2010), en el que dichas “dosis” son de intensidad y calidad variable, pero en el que las ventajas superan, con holgura, a los inconvenientes.

Así, la introducción de David Simon, el creador, guionista principal y productor, es una verdadera delicia para todos aquellos que hayan experimentado ese deseo natural de saber más después de ver las cinco temporadas (o las que hayan podido) de la ya, a estas alturas, legendaria serie sobre el trabajo policial en la ciudad de Baltimore, Maryland. Y es que Simon, en esta introducción (y en la siguiente “dosis“,  porque a pesar de que se presenta como un trabajo de Nick Hornby, éste no hace lo mismo que el resto de los participantes en el libro y su aportación se limita a una pequeña reseña y algunas preguntas al propio Simon, el cual contesta prolijamente) despliega una serie de perlas cuya sola recolección justifica, de sobra, la adquisición del libro entero.

Simon (con el que no podemos evitar simpatizar según le leemos) habla sin tapujos y critica sin miramientos el sistema televisivo exponiendo una verdad obvia que a veces se nos escapa: los canales convencionales venden publicidad mientras que los canales como HBO venden contenidos. Y esto es lo que da forma a la programación de unos y otros. De ahí que una serie como The Wire (que no podría vender nada, ni mucho menos estar patrocinada por ninguna marca) haya tenido cabida (no sin dar la correspondiente batalla, pero es que Simon es un guerrero) en ese extraordinario canal por cable. La principal motivación de la serie, el objetivo en torno al cual se fueron construyendo los guiones (y contratando a los guionistas) de todas sus temporadas (cada una en su terreno particular) es, básicamente, la denuncia social. Se quería, por encima de todo, denunciar la corrupción política, las motivaciones oscuras en el trabajo policial, educativo o periodístico, la dejadez que permite la decadencia industrial de una ciudad entera, en definitiva, los efectos reales del capitalismo salvaje a todos los niveles (y eso que el propio Simon se confiesa superado en sus previsiones por los acontecimientos que posteriormente llevaron a la gran crisis mundial cuyos efectos aún padecemos). Evidentemente esto no se puede llevar a cabo desde una serie policial convencional: si queremos explicar lo que pasa en la realidad, tenemos que contar la realidad, por eso la serie es tan diferente (y por eso casi se quedó sin audiencia tras emitir los primeros capítulos) y de ahí que los finales no sean, casi nunca, felices. En todo caso, según Simon, “The Wire es una tragedia griega en la que el papel de las fuerzas olímpicas lo desempeñan las instituciones postmodernas y no los dioses antiguos.” Los personajes que se atreven a desafiar a estas instituciones en la serie, “resultan invariablemente burlados, marginados o aplastados”. De aquí proviene la sensación de absoluta impotencia que experimentamos cuando vemos cada capítulo. Por supuesto que hay un montón de otras cosas (sobre el rodaje, los actores, los personajes, etc.) sobre las que habla Simon con las que uno disfruta y está deseando llamar a alguien para recomendar el libro.

Del resto de “dosis” destacaremos que hay un relato inédito de George Pelecanos (uno de los componentes del equipo de guionistas de la serie) que está más o menos en sintonía con el mundo retratado en The Wire, que hay una reseña de las vivencias personales que a propósito de la serie tuvo el criminólogo y escritor Marc Pastor (que tiene el morbo de enterarse de como reaccionan los policías de verdad al contemplar en la televisión, quizá por primera vez en la historia, una dramatización completamente realista de su trabajo, y que incluye una alusión sobre un tema que a mí me resulta particularmente interesante: ¿por qué en el panorama audiovisual español algo como The Wire es inimaginable?), que hay una especie de crónica, muy fluida (y bastante original, porque no es siempre complaciente) desde los rodajes a cargo de la escritora Margaret Talbot; que también están las aportaciones del profesor Jorge Carrión (profunda y con interesantes comparaciones con otras series) y la de Rodrigo Fresán, con su inconfundible estilo… Y luego están las de dos filósofos que elevan su análisis de The Wire a unas alturas, a las que yo, francamente, no alcanzo, poniéndola en relación con las estructuras de poder-saber del filósofo francés M. Foucault (en el caso de la profesora Sophie Fuggle) o con los conceptos griegos de fuerza, mito, etc. a cargo del profesor Iván de los Ríos (precisamente a partir de la cita que hemos comentado antes), alturas quizá excesivas para lo que, no olvidemos, es una serie de televisión.

Lo mejor que podemos decir, finalmente, de este recomendable libro es que, tras leerlo, es inevitable tener ganas de ver otra vez a Mc Nulty y los demás lanzando sus piedrecillas contra el muro de la incomprensión.

martes, 11 de enero de 2011

AFTER DARK: MURAKAMI DORMIDO

Silencio, por favor, estamos en un oscuro dormitorio y alguien está durmiendo profundamente. No estamos aquí en realidad, sólo nuestra mirada que se parece mucho a una cámara (pero una cámara tendría que estar allí, también, hmmm, bueno, es igual), la habitación tiene todas esas cosas que tiene un dormitorio y además un aparato de televisión, que, agárrate, se enciende sólo sin estar enchufado. Claro, al encenderse así emite muchas interferencias y hace mucha nieve: es lo que tiene el otro mundo, que no hay buenos antenistas. Pero aún así podemos ver una imagen en ella: ¿el telediario? No, cuando una tele se enciende así, misteriosamente, es para emitir algún tipo de imagen inquietante, y qué mejor que una sala grande llena de inquietantes fluorescentes con una sola silla en el centro y un muy inquietante señor vestido de traje y con el rostro inquietantemente tapado. Pero, en todo caso, ¿quién está durmiendo tan plácidamente? ¿Una bella chica japonesa que trabaja de modelo? ¡Dios mío, no¡ ¡Es Haruki Murakami! Duerme y parece que no se quiere despertar y nosotros no podemos hacer nada para evitarlo, ¡NO VAMOS A PODER EVITAR QUE PUBLIQUE ESTA NOVELA!

Haruki Murakami es autor de, entre otras muchas obras, dos extraordinarias novelas sobre las relaciones humanas en nuestro desquiciado mundo contemporáneo: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1992) y Kafka en la orilla (2002), cuya lectura recomiendo a cualquiera que esté interesado en lo mejor de este escritor japonés. Pero (y esta es la conclusión que uno saca tras leer este After Dark), como todo autor, él también sufre crisis creativas, y, por motivos que uno no acaba de comprender (o que quizás tengan que ver con el mundo de los esclavizantes contratos editoriales), sobre todo en autores que ya están consagrados y no necesitan hacerse oír de forma continua (todos conocemos ejemplos de extraordinarios escritores que publican una buena novela, pasan años sin que se sepa nada de ellos, los medios les preguntan y honestamente responden que, simplemente, no tienen buenas ideas), en el año 2004 decide publicar esta novela, de la que lo mejor que podemos decir es que es bastante más corta que las anteriores.

Porque, comencemos diciendo que la novela se estructura en tres ejes: el diálogo (vacío) que establece una joven con otro simpático joven que se encuentra en el mundo de la noche, la descripción de los muy inquietantes sucesos que ocurren mientras la bella hermana de la joven anterior duerme un profundo sueño (con el que me he permitido la licencia del principio) en el que, al parecer, lleva varios meses (tranquilos, todo tiene un límite: el autor, pese a que todo es misterioso y perturbador, se siente en la necesidad de explicarnos en determinado momento que la chica, de vez en cuando, se levanta para comer lo que sus padres le ponen en una bandejita y para ir al baño donde se pega sus buenas duchas) y, finalmente, los acontecimientos que suceden en un hotel de citas nocturnas, donde, un siniestro oficinista (que no puede estar muy bien de la cabeza, no me digas, cuando se queda solo en la empresa por la noche para controlar que la cosa de la informática funcione correctamente) ha maltratado a una indefensa prostituta china, hecho que básicamente sirve para que Murakami nos intente perturbar de nuevo con la introducción de un personaje, al parecer, perteneciente a la malvada mafia china, el cual, sin embargo, resulta involuntariamente cómico, así como a una serie de personajes adyacentes que también mantienen entre sí unos diálogos de los que, para mantener un cierto nivel de respeto al autor, no voy a comentar nada.

Pero sí voy a decir respecto de los diálogos entre los dos jóvenes más o menos protagonistas de la novela, que incurren (casi todo el tiempo) en algo que a mí me pone especialmente nervioso, y es que un personaje diga algo y el otro lo repita en forma de pregunta, algo como esto:

-Pero te interesa, ¿no es cierto?
El hombre se queda con el tenedor y el cuchillo suspendidos en el aire, reflexiona unos instantes.
-¿Si me interesa? Pues, no sé. Digamos que siento una especie de curiosidad intelectual.
-¿Curiosidad intelectual?
-Sí. Es decir,…


Y que a mí me recuerda a ese recurso de las malas películas o series de televisión en la que un personaje contesta a una llamada de teléfono repitiendo constantemente en forma de pregunta lo que le dicen para que el espectador no se pierda una parte del diálogo (¿qué como está mama? Bien, va tirando, ¿y el resto de la familia? Ya sabes, como siempre…), como si dicho espectador fuera tonto y no pudiera deducir las preguntas directamente de las respuestas. Pero aquí, esta forma de hablar, ni siquiera tiene una justificación. Salvo la de rellenar el vacío provocado por el sueño profundo de un Murakami al que hay que ponerle un despertador con una alarma bien alta, para que (por el bien suyo y de sus lectores) despierte de una vez.

domingo, 9 de enero de 2011

LA CINTA BLANCA: BELLEZA SIN BONDAD

Al comienzo de esta extraordinaria película, el narrador (que es el maestro de escuela hablándonos con voz de anciano desde un futuro incierto), expresa su necesidad de contar los acontecimientos que se nos van a mostrar a continuación porque podrían ser útiles para aclarar los sucesos que posteriormente iban a ocurrir en el país. Esta declaración da pie a que pensemos que la película sostiene una tesis: la de que el nazismo tuvo su origen en la forma perversa en que se educó a una generación entera de alemanes. Sin embargo, en mi opinión, esto es lo único que le sobra a la película, y las causas psicológicas o idiosincrásicas del nazismo están en realidad más cerca de lo que cuenta también a modo de introducción el incomodísimo protagonista de esa novela brutal pero necesaria que es “Las Benévolas” de Jonathan Littell, o en estas afirmaciones del escritor americano William T. Vollmann, cuando, en una entrevista, le preguntan por la temática de su novela “Europa Central”:

“Así que si hubieras nacido durante el tercer Reich, y todo lo que oyeras es que Alemania es la más grande y que los judíos son muy peligrosos y venenosos y que los eslavos son inferiores y esto y aquello, quizá tu pudieras, si fueras realmente compasivo y valiente, desechar algo de esto. Pero en el fondo, probablemente Alemania te haría sentir de alguna manera bien. Sabes que aún pensarías, oh Alemania es realmente un sitio de progreso y probablemente el resto del mundo es un poco primitivo. Eso es probablemente lo máximo a lo que llegarías.”
“Todos buscamos siempre alguien a quien culpar. Es siempre más fácil culpar a otros de tus propios problemas que resolverlos por ti mismo. Ahora mismo, por ejemplo, si tuviéramos un atentado terrorista que fuera, imagínese, aún más grande en escala que el del 11 de Septiembre, ponga que una maleta nuclear explota en Los Ángeles o algo así, quizá no sería problemático para mucha gente en nuestra sociedad internar a todos los árabes americanos en campos de concentración, como hicimos con los japoneses americanos. Esto podría suceder muy rápidamente. Si la gente puede de alguna manera convencerse de que las células de Al-Qaeda están por todas partes y que los árabes americanos son extremadamente peligrosos, oiga, probablemente muchos de ellos podrían ser asesinados. Puedes ver como esas cosas podrían ocurrir fácilmente.”

Sin embargo, como digo, La Cinta Blanca de Michael Haneke (2009) es una película extraordinaria en la que no sobra absolutamente nada más. Nos encontramos ante una descripción de la maldad humana, que, como casi siempre en el caso de este director, es mostrada de forma indirecta a través de sus efectos en las víctimas. Una maldad que ha germinado en unos niños, aparentemente, a partir de las características perturbadoras de la educación que sus padres les proporcionan (basada en el fanatismo religioso, en la brutalidad o en el abuso) en un pueblo alemán en los meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial.

El lenguaje cinematográfico de Haneke (como esos planos fijos donde los personajes empiezan la acción para luego desaparecer, dejando la escena completamente vacía durante unos momentos que se nos hacen interminables, que nos provocan angustia, hasta que finalmente aparecen de nuevo) busca crear en el espectador un estado emocional concreto que se acentúa por la increíble belleza de sus imágenes, belleza que puede estar en la cara de un inocente niño pequeño, pero también en los movimientos de unas figuras vestidas de negro que se preparan para trasladar un muerto al cementerio en un paisaje cubierto por la nieve y que nos hace disociar, precisamente, la belleza de la bondad, de tal forma que, mientras la película nos muestra la terrible historia de la familia del médico, o la no menos desoladora de la familia campesina (que empieza y termina con la muerte), nosotros nos encontramos fascinados por la potencia visual de cada uno de los fotogramas que llegan a nuestras retinas.

La Cinta Blanca está rodada en blanco y negro, pero es muy difícil imaginar ningún color en las personas, los objetos, las casas, las calles e incluso los paisajes del pueblo donde se desarrolla, hasta el punto de que pareciera que las tonalidades grises no están en la película, sino en ellos mismos, como si la palidez de las caras de sus habitantes se debiera a que no estuvieran coloreadas por la sangre, sino por otro fluido del color de la cera fundida que les hiciera algo menos humanos que a nosotros.

En la última escena de la película, Haneke todavía nos tiene reservada una perla: con la cámara situada en el púlpito de la iglesia, a la que todo el pueblo, vestido para la ocasión, acude con motivo de un solemne servicio religioso una vez que se ha desatado la guerra, y en la que el coro de los niños, situados en la parte de arriba, como si fueran ángeles, comienza a cantar, vemos desfilar a las distintas autoridades, incluidos el barón y su esposa, y, por supuesto, el pastor, que entra el último, y que, extrañamente, se sienta, como todos los demás, en uno de los bancos. Y es que, en realidad, no estamos asistiendo a un oficio religioso, sino que estamos viendo el retrato conjunto de una comunidad que, tras haber limpiado su conciencia por lo ocurrido, tiene la intención de permanecer idéntica a si misma, por los siglos de los siglos, amen.

viernes, 7 de enero de 2011

LA TEORIA DEL CAOS: NUESTRO MUNDO SE ENSANCHA



Hoy vamos a adentrarnos en el maravilloso mundo de las Matemáticas (os aseguro que no me pasa nada: no he bebido ni tomado nada raro, estoy descansado y escribo en una habitación perfectamente ventilada y con luz natural). Y lo vamos a hacer hablando un poco de lo que se ha dado en llamar  la “Teoría del Caos”, de la mano de un muy interesante libro de divulgación científica escrito por el matemático Ian Stewart, ¿Juega Dios a los dados? (Drakontos bolsillo, 2007). El término “Teoría del Caos” es una etiqueta más mediática que otra cosa, porque de lo que estamos hablando aquí es no de una teoría, sino de un concepto que pertenece a la, esta vez sí, teoría matemática de la dinámica, es decir, el estudio de los sistemas en movimiento.

Lo realmente fascinante de este concepto matemático del caos, es que, como dice el autor en el prefacio a la nueva edición, constituye “una unificación de gran alcance de orden y desorden”. Antes de nada, hay que aclarar que el concepto caos desde el punto de vista matemático no equivale exactamente a desorden, sino que describe un conjunto de comportamientos (reales, que se dan en la naturaleza y que están a nuestro alrededor miremos a donde miremos: desde el típico ejemplo de la predicción del clima, hasta la gota de agua que cae de un grifo mal cerrado, o desde el funcionamiento de un ecosistema hasta la estructura de nuestras propias vísceras) que, aparentemente, no parecen seguir ninguna pauta definible, pero que, sin embargo, pueden ser estudiados matemáticamente, clasificados y explicados. Este caos, definido de esa forma, surge de la manera más sorprendente: está implícito en los ciclos más sencillos que puedan imaginarse. Para verlo podemos desarrollar el ejemplo de la gota de agua que cae del grifo mal cerrado. En este caso, si sólo está un poco mal cerrado, entonces habrá un goteo regular, será sencillo predecir el tiempo que transcurre entre gota y gota, y estaremos, por tanto, ante un sistema determinista. Pero basta con que abramos un poco más ese grifo, para que nos demos cuenta de que a la vez que una gota está a punto de caer, ya hay otra formándose en la boca del grifo, del tal forma que ambas gotas se influyen entre sí. Ahora tendremos un sistema caótico en el que la predicción del lapso de tiempo que pasa entre gota y gota no es determinista, sino increíblemente compleja, pero, y aquí entra la teoría, tampoco es producto del azar.

Pues bien, esta parte vanguardista de las Matemáticas ha ampliado estratosféricamente el mundo de lo que es comprensible, de tal forma que hoy en día conocemos perfectamente estructuras naturales cuyas formas, hasta hace poco tiempo, atribuíamos a lo que se llamaba “el capricho de la naturaleza”, y hace sospechar, que otros fenómenos, que hasta la fecha se han considerado producto de la indeterminación, como los que se dan en la mecánica cuántica (donde no es posible predecir al mismo tiempo la posición y velocidad de un electrón por la interferencia del observador, o donde, ese mismo electrón se comporta simultáneamente en determinadas condiciones como una onda y como una partícula, por ejemplo) podrían ser domesticados gracias a estas herramientas matemáticas.

Se trata, como digo, de un campo relativamente reciente de las Matemáticas (que empezó con la aportaciones de genios como el francés Poincaré, o el norteamericano E. Lorenz, acuñador del término "efecto mariposa"), y el hecho de que haya tenido un desarrollo tan enorme en los últimos años se debe al paralelo desarrollo que se ha dado en el mundo de la computación, porque no ha sido hasta que los científicos han dispuesto de ordenadores suficientemente potentes como para realizar los cálculos que requieren las representaciones gráficas de los modelos caóticos, que la teoría ha experimentado su boom.

El título del libro se refiere a una posibilidad que ponía muy nervioso a Einstein, y es que nuestro mundo no fuera más que el producto, en último término, del azar, lo que, para un científico, es algo así como asomarse al abismo. Las respuestas que la Teoría del Caos dan a esa pregunta son tranquilizadoras, si bien aún quedan muchos, vastísimos campos de conocimiento que domesticar para tranquilizarnos del todo.




miércoles, 5 de enero de 2011

FROST CONTRA NIXON: LA VERDAD ES UN TORRENTE

La vida es extraña: esta es la primera impresión que uno saca después de ver esta  gran película (“El Desafío: Frost contra Nixon”, dirigida por Ron Howard y estrenada en España en 2008). La vida es algo muy extraño, cuando, el dimitido presidente Nixon (interpretado magistralmente por Frank Langella en un trabajo que consigue transmitir perfectamente todas y cada una de las emociones del personaje), en un momento en que su carrera política se había reducido a unos pocos rescoldos que, sin embargo, podían ser avivados si jugaba bien sus cartas (había sido indultado ejecutivamente de todos sus posibles delitos por su sucesor Ford), se encuentra por el camino con una magnifica oportunidad de resucitar en el momento en que, David Frost (papel que interpreta Michael Sheen, el Tony Blair de la película The Queen), un showman inglés de éxito como playboy y presentador televisivo de programas intrascendentes, pero sin ninguna experiencia en el periodismo político, le propone la realización de una serie de entrevistas en las que se tratarían diversos temas de su mandato, entre los que están, como no podía ser de otra manera, Vietnam y sobre todo el Watergate.

Para empezar, Frost consigue lo que ningún otro periodista de la potente industria americana había logrado, y lo consigue por una razón que no tiene nada que ver con la épica: lo consigue por dinero, porque paga bien, simplemente porque extiende cheques a nombre de Richard M. Nixon, ese, aparentemente, político derrotado, débil, fácilmente superable en una entrevista cara a cara con todo el material del que tiene que responder ante el pueblo americano.

Sin embargo, la película nos muestra desde el primer momento que Nixon no fue presidente por simple casualidad, estamos ante una mente poderosa, alguien capaz de merendarse a un mequetrefe como Frost con un par de sencillos trucos de manipulación psicológica. Alguien capaz de eludir contestaciones directas a preguntas sencillas simplemente tirando de carrete, divagando sobre esto y aquello, perdiendo tiempo como los equipos que van ganando y provocando a la vez la desesperación de su rival. Pero, la película también nos muestra que Nixon es un ser humano atormentado, consciente de sus errores por debajo de sus conchas, eso sí, duras como el pedernal, de galápago político.

Al final, llega el momento de la verdad, la entrevista clave en la que se va a tocar el tema del Watergate. La realidad es que este señor montó desde el despacho oval una trama completa para espiar y neutralizar a sus adversarios políticos para después, cuando todo el pastel salió a la luz, tratar de ocultarlo como fuera, y todo esto lo hizo mientras estaba siendo grabado. Y estas cintas delatadoras se acumulaban como agua remansada a la espera de que cualquiera las liberase, y eso es lo que hacen Frost y su equipo, levantar las compuertas del embalse y soltar un torrente de verdad que se lleva por delante todas las, en realidad, débiles defensas que había construido Nixon para tratar de justificar sus actuaciones. Definitivamente, para Nixon queda el consuelo de soltar la carga, liberarse de parte de la culpa mediante la aceptación de todos los hechos ante la gente, y, puesto que la vida es extraña, quien está delante en ese momento para escuchar lo que tenga que decir es un presentador televisivo inglés, que al mismo tiempo obtiene su propia realización personal.

Lo que nos enseña de forma magnífica (en una escena cumbre muy poderosa) esta película es el preciso instante en que Nixon es arrastrado por la corriente, el momento exacto en que su vida política, definitivamente, termina, instante en que vemos su cara, sus gestos, sus miradas en busca de ayuda… y como, finalmente, este político culpable, se deja llevar.


martes, 4 de enero de 2011

EL TABACO: LA LÓGICA Y LA EMOCIÓN



Hoy voy a romper una de las reglas internas que se supone que sigue este atribulado blog (para eso están las reglas, para romperlas en cuanto se pueda, o como decía Groucho Marx, “estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”). Se trataba de no hablar de mi mismo en ningún momento. Pero es que el tema de hoy me toca personalmente, porque soy exfumador empedernido. Decir esto es como decir: “sé de lo que hablo”, porque en este tema hay mucha gente que habla sin saber lo que en realidad es fumar, lo que supone para la salud de uno, para la psicología de uno, en definitiva, para la vida de uno.

Por favor, no nos engañemos, la mayoría de la gente que opina que restringir los lugares donde se puede fumar es poco menos que un atentado contra la democracia, simplemente no están empleando la lógica, hablan desde la emoción o incluso la pasión, y esta puede proceder de muy distintas fuentes. Y luego, por otro lado, están los propios fumadores, pero de ellos no podemos esperar ni lógica (repito, he sido fumador y sé de lo que hablo), ni siquiera emoción en esta cuestión, porque una sustancia adictiva (muy potentemente adictiva) que toma posesión desde el primer cigarro que uno se fuma de determinados receptores cerebrales, que se llama nicotina, planta allí su pendón, y reclama su derecho a permanecer en esas tierras por los siglos de los siglos y dicta en todo momento que lo que tiene que hacer uno es fumar, y cuanto más mejor, y si hay que decir cosas como “peor es la contaminación y nadie hace nada” (que es como si alguien que consumiera cocaína afirmara “peor es el peyote y nadie hace nada”) o “está en peligro mi libertad individual de hacer con mi cuerpo lo que quiera” (que es como si alguien que tuviera el sarampión dijera “que nadie me cure, está en peligro mi libertad individual de morir de sarampión”), pues se dicen, porque mi objetivo (o el de esos receptores cerebrales invadidos) es seguir inhalando nicotina como sea.

Luego, por lo tanto, la cuestión es ¿por qué hay gente que dice las mismas cosas que he citado sin ser fumadores?. Yo creo que son bienintencionados, y que simplemente creen en realidad defender la libertad individual frente a una monstruosa intervención orwelliana del estado en nuestra vida privada. Pero no están usando la lógica, sino, repito, la emoción. Porque la fría lógica es la que nos dice que si fumas, básicamente te mueres y que si inhalas el humo del cigarro que se fuma otro con cierta frecuencia, también te mueres, y un estado responsable intenta evitar, en la medida de lo posible, que la gente se muera.

Finalmente queda la cuestión de, vale, el estado tiene que actuar contra el tabaco con todas sus armas, pero entonces, ¿por qué no dejar de venderlo y ya está?. Pues porque, en primer lugar, la prohibición del tabaco tendría que ser global para que funcionara, tendría que hacerse en todo el mundo, y en segundo lugar, aunque así fuera, sería inevitable la existencia de un mercado negro, y esto generaría, probablemente, más problemas que los que se pretenden evitar. Hay que tener en cuenta de dónde venimos, cuál es la historia del tabaco en nuestra civilización, y este vistazo atrás nos dice que no fue hasta los años 60, en EEUU, cuando se empezó, seriamente, a tomar conciencia de la necesidad de luchar contra este hábito, lo cual implicó empezar una guerra contra unas empresas multinacionales muy poderosas, capaces de negar (ocultar, más bien) los efectos negativos del tabaco con tal de seguir ganando dinero (algo que en mi opinión es tan mezquino como el argumento de que la hostelería va a vender menos si se prohíbe fumar en los bares), guerra que, poco a poco (y muy posiblemente gracias a los también mezquinos intereses de las asimismo muy poderosas aseguradoras médicas americanas) se ha ido ganando, hasta llegar a donde nos encontramos ahora.

Yo (como mola romper reglas) lo dejé hace más de diez años, lo hice discretamente, sin anunciárselo a nadie, sin preverlo con antelación, sin elegir ningún día especial, y lo conseguí de una forma sorprendentemente fácil: tiré un cigarrillo a la mitad y ya no volví a encenderme otro jamás. ¿Por qué? Pues porque, al contrario de los que dicen que estaba haciendo uso de mi libertad individual, yo llegué a sentirme, simplemente, como un maldito esclavo.

domingo, 2 de enero de 2011

LA DERECHA EN MADRID (PARTE III)




Cada vez que la señora Aguirre se define a sí misma como “liberal”, me dan ganas de agarrar la tricolor, exacerbar con un discurso incendiario al populacho y ponerme a su vanguardia (sin enseñar, por motivos estéticos, ninguno de mis pechos, y porque el cuadro de Delacroix representa acontecimientos, en realidad posteriores a los de 1789) para conducirlo a tomar la bastilla, que no sería otra cosa que los estudios de Telemadrid en la Ciudad de la Imagen, en la localidad de Pozuelo, desde donde, muy probablemente, se estaría emitiendo en ese mismo momento uno de los así llamados informativos, tertulias o debates (en realidad programas de adoctrinamiento que harían sonrojar al mismísimo Kim Jong-il, el presidente de Corea del Norte, personaje que parece uno de los malos de tebeo  de alguna de las películas parasitarias del éxito de la saga de 007 que se filmaron en los años 60 con producción italiana e incluso española, que hubiera sido extraído con unas pinzas y trasplantado directamente al siglo XXI) e iniciar así la verdadera revolución liberal burguesa que no se hizo nunca jamás en España.

Porque esto de definirse como liberal, que parece estar de moda entre cierta clase de personajes (me refiero a Sánchez Dragó, Hermann Tertsch -que siendo liberales y no creyendo, en consecuencia en lo público, no han tenido ningún reparo en cobrar un sueldo, no precisamente bajo, de una cadena pública, para presentar los telediarios más sesgados políticamente de la historia de España, incluida la dictadura militar- Jiménez Losantos y gente así) de los que lo más benigno que se puede decir de ellos es que confunden la velocidad con el tocino, y apelar con ello a una cierta filosofía de intervenir lo mínimo desde la Administración en la sociedad civil, es como todo lo que suele plantear la gente que comulga con las ideas en realidad simplemente conservadoras: un descarado y sin complejos “a Dios rogando y con el mazo dando“. Es, por ejemplo, pedir allí donde no se tiene responsabilidad de gobierno que se despoliticen las cajas de ahorro, y al mismo tiempo politizar de manera feroz (recordemos la famosa anécdota del comentario de la señora Aguirre pillado a traición sobre “el hijoputa ese”, que no era otro que un consejero de Caja Madrid que había conseguido eliminar para poner a otro) estas instituciones. O, directamente, coquetear con la hipocresía o el cinismo más desarmante como cuando se anunció hace algunos meses que se sacaría a bolsa el 49% de las acciones del Canal de Isabel II “para dar la posibilidad a los madrileños de ser propietarios de su agua”, como si, al ser ya la empresa de carácter público, no fueran otros, sino los propios madrileños sus actuales dueños, y como sí, al salir a bolsa, las acciones no pudieran ser compradas íntegramente por murcianos, asturianos o melillenses, en definitiva, como si todos no supiéramos claramente que lo que se estaba buscando es hacer negocio y punto.

Y, a todo esto, ¿dónde está el así llamado Partido Socialista de Madrid?, o más bien, deberíamos preguntar ¿dónde ha estado durante todos estos años?. Pues ha estado cometiendo errores una y otra vez, tropezando en la misma piedra no dos veces, sino tantas que ya hemos perdido la cuenta. Y, siento ser pesimista, pero su nuevo líder, Tomás Gómez, no me parece capaz de ganar unas elecciones al Partido Popular en la Comunidad de Madrid, e incluso diría (y decir esto es arriesgado), no me parece capaz de querer ganarle unas elecciones al Partido Popular en la Comunidad de Madrid, idea que me vino a la mente el día que apareció en la rueda de prensa tras ganar las primarias contra su rival Trinidad Jiménez, tras verle rodeado de diversos compañeros, entre los que estaba un señor cuya cara me sonaba muchísimo, pero del que desconocía su nombre, para luego enterarme que se llama Antonio Miguel Carmona, y que conocía por ser un habitual de las tertulias “liberales” de la TDT en las que compadrea con sus teóricos adversarios políticos que son, habitualmente, el resto de los tertulianos, los cuales, al mismo tiempo, se turnan para zumbarle sin que a él parezca desagradarle el papel de sparring que parece estar representando.

Así, que, como decía al comienzo de esta animada serie sobre la derecha en Madrid, otros 20 años más. Para entonces puede que estemos algo más acostumbrados