domingo, 22 de enero de 2012

HAMLET DE KENNETH BRANAGH: EL RESTO ES SILENCIO



Vivimos en un mundo acelerado, en una hoguera constante que todo lo consume. Nada, ni siquiera lo importante, brilla demasiado tiempo. La oferta cultural a nuestro alcance es ahora tan amplia, tan extraordinariamente vasta (tanto que uno se encuentra a veces abrumado por la nunca antes tan trabajosa tarea de decidir qué quiere leer o qué quiere ver) que haría palidecer de asombro a las personas que habitaban este mismo mundo 30 años atrás (es decir, a nosotros mismos, que hemos vivido a través de esta revolución cultural silenciosa). Por eso parece que uno tuviera que desenterrar varias capas de tierra acumulada para hablar de hechos asombrosos, como por ejemplo el de que, la que para muchos críticos es la mejor adaptación cinematográfica ejecutada nunca de cualquier obra de William Shakespeare fuera llevada a cabo por un, en ese momento, insultantemente joven actor inglés, que además se reserva el legendariamente difícil papel protagonista,  y no por algún director consagrado o de renombre.

Y es que en esta película (Hamlet, Kenneth Branagh, 1996) nos encontramos ante la conjunción perfecta de dos artes, con la fórmula mágica capaz de integrar el drama teatral clásico por excelencia, un texto denso y complejo donde los haya, una de esas creaciones universales del genio humano que se cuentan con los dedos de una mano, en un producto cinematográfico perfecto, en una película con valor añadido propio capaz de servirse de ese texto para alcanzar nuevas cotas, nuevos territorios inexplorados y colonizarlos con éxito.

Porque el señor Branagh es, sobre todo, una especie de médium, alguien capaz de escuchar a los muertos, y lo es en un doble sentido: primero porque pareciera que el propio Shakespeare le hubiera ayudado desde el más allá con la adaptación del guión, pero segundo, por el hecho asombroso de que consigue que el lenguaje cinematográfico se comunique con el espíritu de un texto escrito hace más de 400 años, que deja prácticamente íntegro e intacto, logrando, al mismo tiempo y sin que sepamos exactamente cómo, que ese lenguaje inmensamente rico, aunque arcaico, escrito en verso, pensado para su declamación a voz en grito, saturado de figuras retóricas encajadas en mensajes filosóficos (o, a veces, de mensajes filosóficos encajados en figuras retóricas) llegue hasta nosotros transformado en simples palabras pertenecientes al guión que un actor interpreta en una película (de tal forma que no nos espante el hecho de que si dos personajes se disponen a perseguir a un fantasma que huye, parlamenten sobre el tema durante cinco minutos antes de decidirse a hacerlo, o que si otro personaje es portador de la noticia de una muerte, se detenga durante su anuncio a describir en detalle las flores que adornaban la guirnalda que llevaba en la cabeza) y por lo tanto seamos capaces de asimilarlo y disfrutarlo como nunca antes había ocurrido. Y además, sin que se pierda un ápice de todo el acervo que arrastra una obra como Hamlet,  porque aquí, que nadie se engañe, seguimos asistiendo a una tragedia desmesurada habitada por personajes con un carácter único, fascinante y perfectamente distinguible, con su Shakesperiana capacidad para evolucionar intacta y con toda la complejidad filosófica que hay detrás de casi todos sus actos lista para ser interpretada. 





Para el logro de esta verdadera hazaña Branagh utiliza inteligentemente varios recursos. El más importante, y, probablemente la idea más feliz que haya tenido nunca un adaptador cinematográfico de Shakespeare, es llevarse el escenario a un suntuoso palacio victoriano inglés, lleno de luces, brillo y esplendores varios (ahorrándose el inevitablemente austero y sombrío ámbito que proporcionaría el más genuino interior de un castillo nórdico medieval) , de tal forma que nunca algo tan, en principio, superficial como el adorno había adquirido un papel tan protagonista y capta la atención del espectador desde el principio, quien no puede evitar, culpablemente, disfrutar del esplendor de ese bellísimo salón del trono o de la elegancia de los trajes militares y civiles de la época, mientras se desarrolla una tragedia total. Pero además, nos encontramos ante una película con uno de los mejores bagajes de cameos que yo recuerde, de tal forma que es recomendable no leer el casting antes de empezar a verla para sorprenderse plenamente con qué actores (o incluso qué no actores, porque hasta el mismísimo Duque de Marlborough, imaginamos que a cambio de ceder su impresionante palacio para la película se reserva un papel figurante del que sólo diré que sale en la escena final) aparecen de repente encarnando a los personajes secundarios de la obra (lo cual no quiere decir que los que interpreten a los protagonistas sean de menor categoría, baste mencionar a  Derek Jacobi, a Julie Christie o a Kate Winslet).

Para bien o para mal nuestro mundo es predominantemente audiovisual, nuestro gusto lo es, y aunque siempre tendremos la oportunidad de ver Hamlet representado en un teatro (cosa que en realidad no resulta tan sencilla, salvo que uno viva en Londres), nada como una gran película como esta (grande también porque dura cerca de cuatro horas, y si bien es cierto que también existe una versión corta, nadie debería dudar en disfrutarla en toda su longitud) para, desde nuestra época, contactar con el espíritu de Shakespeare. Eso es exactamente lo que esta película consigue, y así, al igual que lo que el propio Hamlet declama al morir, “el resto es silencio”.