domingo, 12 de febrero de 2012

LA SERIE BOSS: POLÍTICA EN EL VERTEDERO




En el Chicago de la serie Boss (Starz, 2011) se hace política de vertedero. Literalmente, porque es el terrible descubrimiento de lo que está escondido entre los residuos acumulados en un terreno precisamente en el momento en el que todo estaba preparado para acometer en él la ampliación de un aeropuerto (con todas las voluntades aunadas alrededor de la ganancia) el hecho que, de repente, cambia la cómoda situación en la que vive un alcalde republicano que lleva varios años en el cargo, y que ha dejado su impronta (la de un personaje al que debes respetar, si eres mínimamente inteligente y tienes aprecio a la vida) y su carisma a lo largo y a lo ancho de la vida política no sólo de la ciudad, sino del Estado. Porque Tom Kane es un boss al que nadie es capaz de replicar (y que se confiesa de vez en cuando con su suegro, exalcalde y su antiguo mentor, precisamente porque no puede replicarle desde la noche oscura del Alzheimer en la que habita), que ha sido capaz de mantener vivo de cara a la galería un matrimonio de cartón piedra con la ayuda de su mujer (Meredith, interpretada por una Connie Nielsen sofisticada y muy atractiva) que es otro animal político en su terreno, y con la que tomó en su momento la decisión desgarradora de apartar de su vida a su única hija cuyas circunstancias (problemas con las drogas y voluntad de hacer el bien) son incompatibles con el mundo público en el que se desenvuelven. En medio de este frágil equilibrio, el alcalde de Chicago descubre (y no desvelo nada porque ocurre al comienzo del primer capítulo) que padece una mortal enfermedad neurodegenerativa de efectos imprevisibles y devastadores.




Así que el 80% de la serie es su protagonista, un Kesley Grammer, el doctor Frasier Crane de aquella estupenda sit-com basada en el humor inteligente, capaz de crear un personaje de este calibre con una serie de recursos entre los que destaca una voz única, cargada de carisma y personalidad, con la que ya había trabajado dando vida a distintos personajes de animación o como narrador en algunas producciones (pero que, excepto actuaciones teatrales, realmente no había hecho nada de importancia desde “Frasier“), y que le hace a uno preguntarse de qué manera este actor ha sido capaz de acoplar esa extraordinaria voz al desempeño de papeles tan radicalmente diferentes (hasta el punto de que, aprovechando que de vez en cuando ponen “Frasier” en algún canal de televisión no he resistido la tentación de poner el dual para comprobar si, de verdad, Grammer tenía la misma voz hace 15 años, y quedarme alucinado oyendo al alcalde Tom Kane intentando salir desesperadamente del típico equívoco que solía constituir el motor de cada capítulo de aquella genial comedia) y comprender perfectamente por qué se ha llevado el Globo de Oro al mejor actor de esta temporada.

Boss es una de esas creaciones que hace reflexionar sobre el mundo de hoy. En un enloquecedor ejercicio de doble vuelta de tuerca, digno de la distópica época en la que vivimos, nos encontramos con unos actores que hacen de políticos que hacen como si fueran políticos pero que en realidad son actores (con lo que los personajes se convierten en un complicado reto para los protagonistas, especialmente para Grammer que, para que todo sea más enrevesado, en la vida real es un activista del Partido Republicano). Así, el alcalde Tom Kane se sienta detrás de una preciosa mesa de madera noble sobre la que nunca vemos un solo papel y sólo utiliza un ordenador precisamente para grabar sus encuentros (representaciones) con sus atemorizados visitantes en su inmenso despacho (escenario) ahora que su enfermedad le hace fallar sobre las tablas y necesita tener un control sobre lo que ha dicho, a quién se lo ha dicho y cómo se lo ha dicho. O el candidato a Gobernador, Ben Zajac, al que su mujer anima en un mal momento recordándole que “Tienes un talento: estar en público, parecer interesado, que parezca que te importa, que parezca real, y hacer que la gente lo crea. Utilízalo”.




Ante un fraude cómo este uno esperaría que la gente reaccionara de alguna manera, pero, en realidad en ningún plano de los 8 episodios de la primera temporada de esta serie se nos muestra algún signo de compromiso, como si la Chicago de la segunda década del siglo XXI fuera el Madrid de la posguerra en el que, según la destrozada pero lúcida mirada de Dámaso Alonso, habitaban más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas), o como si no fuera más que el resultado de la lógica evolutiva darwiniana aplicada a aquella ciudad de antes de la Segunda Guerra Mundial controlada por una mafia inestable que sufría un grave problema de legitimidad y que, por eso mismo, no había derrotado a todos sus enemigos (bandas rivales y agencias federales), que se hubiera ido perfeccionando hasta transformarse en un conglomerado en el que, actualmente, es imposible desligar el poder del dinero (a través de un mecanismo perfecto de quid pro quo en el que la campaña publicitaria para llevar a un candidato al poder es financiada por aquellos mismos que reciben los frutos de su triunfo a través de las codiciadas contratas públicas), que es elegido por la misma gente que debería exponerlo y pulverizarlo (y a la que sólo vemos reaccionando casi como fantasmas en la magnífica cabecera, mientras suena “Satan your Kingdom Must Come Down” interpretada por Robert Plant) a través de un impecable proceso democrático (que se ha convertido en una especie de ritual religioso cuyo significado real se perdió hace mucho en la noche de los tiempos) y cuyos enemigos o bien surgen de una escisión del propio conglomerado (en una versión sofisticada y posmoderna del golpe de estado) o si están fuera del sistema (quizá algún periodista cuya voluntad siempre se puede torcer si se plantea la necesidad), son tan residuales que cumplen un papel de románticos rebeldes a los que nadie hace caso.

Boss tiene el aire de las series de calidad de su generación, bebe de las fuentes de los guiones cocinados a fuego lento de The Wire, pero también de las, a veces oscuras, tramas políticas que había que ir comprendiendo poco a poco en The West Wing, por ejemplo. Hay exigencia, pero también hay rédito. Y hay reflexión.