lunes, 28 de febrero de 2011

PAGAGNINI: FUSION DE GENIO


Mi pareja y yo tenemos la sensación, cuando vamos al teatro, de pasar siempre por la misma penosa situación:  nos sentemos donde nos sentemos, las butacas de la fila anterior a la nuestra permanecen vacías hasta el mismo momento en  que nos permitimos pensar que vamos a tener la suerte de que se van a quedar así durante la representación, instante preciso en que dos personas más (incluso mucho más) altas que la media llegan apuradas y ufanas y se nos plantan delante, privándonos (no por su culpa, claro está, si hay alguna culpa en esto corresponde a lo vetustos que se han ido quedando casi todos los teatros de la ciudad, el auge actual de los cuales deberían impulsar a sus correspondientes empresarios a pensar en la posibilidad de una actualización) de un porcentaje considerable de visión. Este fue el caso de la noche en que vimos Pagagnini  en el Teatro Haagen Dazs Calderón (así, con esa marca de helados en medio, de la misma forma que para acceder al patio de butacas hay que pasar a través de una de sus heladerías, situación un tanto surrealista). Pero el motivo de traer a colación a esa pareja de altos jóvenes de nuestra última y europea generación es la de mencionar el comentario que hicieron cuando una voz en off anunció el comienzo del concierto.
“¿Concierto?, ¿pero, es que es un concierto?”, se decían alarmados el uno al otro, confundidos, sin duda, por la publicidad de la obra, que parece destacar más la parte que tiene de espectáculo de humor, suministrado por la brillante creatividad del grupo Yllana, que la parte musical, debida al virtuoso violinista armenio Ara Malikian, y sus (a casi similar altura) tres acompañantes. Pero pronto tuvieron motivos para tranquilizarse, porque, desde su primera aparición en escena, el cuarteto de cuerda que se planta encima del escenario se revela como un grupo de humor haciendo música o un grupo de músicos haciendo humor, indistintamente, de tal manera que nunca se había visto una fusión más perfecta entre la música clásica (cuya interpretación, por el hecho de estar haciendo algo en tono de comedia no pierde ni un ápice de calidad) y el humor gestual, alcanzándose unas cotas de virtuosismo casi increíble (uno llega a pensar que esta gente ha alcanzado el máximo nivel posible de dominio de sus correspondientes instrumentos, y que si son capaces de hacernos reír con sus peculiares interpretaciones de obras como el Canon de Pachelbel  o un Concierto de Mozart, es porque si estuvieran interpretándolas en el marco de un escenario “formal”, digamos, nos estarían emocionando y nos harían igualmente disfrutar de la música clásica, sin más), encabezados por un Ara Malikian que transmite unas vibraciones tan positivas, un buen rollo tal, que uno es capaz de percibir como hace mejorar progresivamente el humor del público presente, que empieza un poco frío (como suele pasar con los públicos de entresemana) y acaba dando palmas, e incluso chasqueando los dedos, llevados de la mano por este genio.
Pero a lo largo del espectáculo hay momentos (desternillantes) para el lucimiento de cada uno de los artistas, que hacen su correspondiente y surrealista solo, bien a base de marcarse un baile tocando las castañuelas (que suenan en la Danza española de “La vida breve” de Manuel de Falla), apareciendo con un inverosímil violín eléctrico con el que se compone de forma espectacular algo que (a falta de ver dos representaciones distintas y poder afirmarlo con seguridad) tiene toda la pinta de ser improvisado o marcándose una tema en francés de Serge Gainsbourg, tarareado por el público y en el que se contiene una canción de amor dirigida a una espectadora (y aquí tengo que advertir que, si tienen la intención de ir y no son precisamente lo que se dice gente “echá palante”, tengan cuidado de no sentarse en las butacas próximas al pasillo central, háganme caso, porque podrían pasar unos momentos de cierta zozobra, y hablo desde la experiencia que tengo de haber sido proyectado en una pantalla gigante en una representación del grupo de humor sarcástico “La Cubana” mientras se me preguntaba, que qué haría si fuera rico) de la que uno de los componentes del genial grupo se ha enamorado irremediablemente.
Y cuando todo esto ya ha amortizado de sobra el precio (más bien alto) que se ha pagado por la entrada, todavía queda el remate final, con una formidable interpretación del autor que da nombre al espectáculo, Paganini, que de pronto, recuerda al espectador, si es que se le había olvidado en algún momento, que se encuentra ante un grupo de músicos, encabezados por un violinista excepcional, de primer nivel mundial, y que son capaces de pasarse casi dos horas encima de un escenario derrochando una energía tremenda, buscando y consiguiendo que el público lo pase muy bien (los espigados espectadores de delante aplaudieron a rabiar), de tal forma que después de salir del teatro a uno le cuesta varias horas borrar la sonrisa de su cara. Que lo disfruten.

jueves, 24 de febrero de 2011

FRANCISCO CAMPS: LA ÉTICA DE LA NORMALIDAD



Aunque casi nadie albergaba ninguna duda al respecto (y los pocos que las tenían deben hacerse mirar urgentemente ese nivel de ingenuidad), hasta el día de hoy el Partido Popular no había designado oficialmente a Francisco Camps candidato a la presidencia de la Generalitat Valenciana. A raíz seguida, el señor Camps (el mismo que trataba de “amiguito del alma” y “quería un huevo” a un procesado por corrupción, en una grabación telefónica efectuada por la policía en una investigación para el esclarecimiento de varios presuntos delitos, el cual procesado le aseguraba lealtad para muchos años, rectificándole inmediatamente el señor Camps para decirle que de muchos años nada, que “para toda la vida, hijodeputa“, conversación que es posible que, incluso literalmente, esté contenida en alguno de los capítulos de Los Soprano, con Tony en el papel de Camps) ha comentado que “la victoria de la normalidad, de la libertad, de la moderación, y del respeto a la justicia está garantizada”, refiriéndose, no a una eventual renuncia por su parte tras haber sufrido un inesperado ataque de ética, sino, a la que da por segura, victoria electoral el día 22 de mayo.

Y es que el señor Camps tiene la razón, punto por punto, en lo que ha declarado, y nadie le puede tachar de cinismo, que seguramente es la reacción más inmediata en la que algunos podríamos caer, sin un análisis frío y calculado de la verdad. Este análisis nos revelaría que, primero, su victoria electoral (de la que yo, personalmente, no tengo absolutamente ninguna duda, es más, no me sorprendería que consiguiera una mayoría aún más grande que la que actualmente tiene en las Cortes Valencianas) es la victoria de la normalidad, puesto que normal parece, hoy día, en España, que los políticos estén corrompidos, vendidos o comprados, según el punto de vista. Es también la victoria de la libertad, puesto que, efectivamente, también hemos llegado a un punto en que, después de ir traspasando fronteras poco a poco (como el amigo que un día te pide dinero y te lo devuelve, la siguiente vez te lo devuelve parcialmente o después de bastante tiempo y a la tercera vez se lo queda), existe libertad para que los políticos puedan aprovecharse de su cargo sin temor a que ello tenga ningún precio en el caso de que les pillen (sensación que me imagino debe ser como un sueño húmedo para cada vez más gente en esa situación). También gana la moderación, porque es verdad que en los tiempos que corren, extremistas son las personas que piensan que el juego político ha de ser limpio, talibanes que no admiten siquiera que uno se lleve de regalo unos simples trajes (que además no han podido servir para comprar a nadie, porque ¿quién se vende por unos trajes?, nadie, evidentemente, la gente se vende por cosas de mucho más valor que unos trajes, sobre todo un Presidente de la Generalitat Valenciana, no se si me entienden). Y finalmente, el respeto a la justicia está garantizado, puesto que yo puedo ser un presunto delincuente y no por ello dejar de respetar a la justicia o considerar a la justicia como uno de los pilares de nuestra sociedad, por lo menos para los demás.

Lo bueno que tiene todo esto, es que, esos periodistas de investigación que andan por ahí buscando información oculta sobre nuestros dirigentes, pensando que hacen una labor fundamental para la democracia, incluso consagrada en nuestra desfasada Constitución (la cual, por cierto, alguien tendría que ir pensando en reformar, aprovechando lo de eliminar la preferencia del varón sobre la mujer en la línea sucesoria al trono, y consagrar como un derecho fundamental el recibir cohechos o sobornos en caso de obtener cargo público, y desde aquí animo a los parlamentarios del Partido Popular a que den el primer paso) que es poner en conocimiento de los votantes a qué actividades se dedican las personas a las que votan, molestando en realidad, removiendo la mierda con el único fin de vender periódicos, van a quedarse, por fin, sin trabajo, o, mucho mejor, se van a reconvertir en periodistas del corazón, labor para la que tienen un curriculum inmejorable en un campo que va a estar cada vez más en auge.

Así que yo, la verdad, no veo cuál puede ser el problema, son todo ventajas. De hecho ya luzco en mi cara, desde este mismo momento, la misma sonrisa que exhibe el señor Camps en todas sus comparecencias, sonrisa llena de la misma luz que pintaba Sorolla sobre las playas de la querida Valencia, y que parte del convencimiento de que haga lo que haga, no importa. Ya estoy perdonado.



lunes, 21 de febrero de 2011

EL CISNE NEGRO: LA DANZA DEL EXCESO



No hace mucho que estuve viendo El luchador. Me pareció una buena película, en la que se hacía un retrato humano muy lúcido y profundo de un personaje que además estaba interpretado maravillosamente por un actor, Mickey Rourke, que parecía haber vivido su vida de la manera en que lo había hecho sólo para llegar a tener la cara que ese papel necesitaba. Por eso no lo dudé un instante cuando El cisne negro (Darren Aronofsky, 2010) se estrenó en nuestros cines. Pero, como dice la letra pequeña de los planes de inversión, rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, y esta película, aunque tiene puntos en común con la anterior, se desliza (y cae) por el abismo del exceso sin sentido.

En El cisne negro, a Nina (interpretada por una sobresaliente Natalie Portman, que es capaz de sostener una película como esta, que bordea el disparate, traspasándolo en algunos momentos, sin perder la compostura, y firmando una interpretación brillante, con detalles como ser capaz con una simple expresión de la cara de representar indistintamente a una niña y a una mujer, a veces en la misma escena) le encargan el papel protagonista del ballet de El lago de los cisnes. Esto supone tener que interpretar dos danzas: la del cisne blanco y la del cisne negro. El cisne blanco representa la pureza y la ingenuidad, características que la describen a ella. El negro justo lo contrario. Esta dualidad, hasta sus últimas consecuencias, no es que sea el tema de la película, es que es la película.

Aronofsky nos sirve, en principio, una película de suspense, que pasa a ser de terror psicológico y termina siendo un terror psicológico para el propio espectador. Se dedica a abusar de los tópicos del cine de miedito, endosándonos sustos de baratillo, (de tal forma que, a la cuarta o a la quinta vez, sabemos perfectamente que si Nina está aterrorizada en un momento dado, se va a dar la vuelta para toparse inesperadamente con alguien), dosis de gore blandurrón (en ambos sentidos, el sexual, motivo por el que, estoy convencido, estaba el cine prácticamente lleno, y que, como suele pasar en estos casos, defrauda bastante, y el asquito, con una especial fijación por los problemas con la uñas, para dar mucha grima) y con unos efectos especiales a los que se les ve el cartón, hasta el punto de que yo, que no soy precisamente un rayo captando cosas, le pregunté a mi acompañante que por qué proyectaban sobre la piel de la protagonista esos diminutos círculos de luz, y tuvo que aclararme que se suponía que pretendían parecer la piel de un ave.

El problema real es la falta de buenas ideas, de tal forma que a las pocas que hay, se las somete a un abuso tal, que se acaban convirtiendo en papel arrugado. Así ocurre, por ejemplo, con el recurso de Nina encontrándose consigo misma (que precisamente sólo funciona bien, es realmente inquietante y tiene sentido, cuando, en los primeros compases de la película, se cruza con alguien que parece ella pero, al no ver su cara claramente no podríamos decirlo), que lo usa tantas veces que acabamos extrañados de que ella se extrañe, gasta tanto la metáfora, que, al final no significa nada, la vacía, o peor, ya nos da lo mismo, porque hemos perdido el interés. O, también, con el simbolismo del blanco y negro, del que el cerebro visual del espectador acaba tan saturado que uno sale del cine con la sensación de haber estado mirando durante dos horas una partida de damas (ese blanco ribeteado de negro que aparece hasta en el descansillo del piso donde vive la protagonista, entre otros cien sitios más, pero también en el inodoro blanco con tapa negra donde de vez en cuando acude con la urgencia del vómito, detalle que roza lo obsesivo). O en el empleo de, como no, la música de Tchaikovsky, la cual da la sensación de que no para de sonar durante prácticamente la película entera, como si alguien la hubiera puesto en modo repetición en el MP3, de tal forma que cuando llega por fin la representación final uno ya no sabe si lo que escucha es la banda sonora o la música del ballet que está viendo. O el personaje de la madre, que si bien hay que reconocer el talento del director para crear personajes crepusculares marcados por la frustración, (también es inquietantemente cierto que Barbara Hershey parece Mickey Rourke con moño), se la fuerza a hacer cosas que parecen de película de terror italiana de los 70 (ese cuarto lleno de pinturas que nos está diciendo, mira, lo siento, no tengo otra manera más sutil de contar lo trastornada que está esta mujer), o a hacer comedia involuntaria, como con la escena del descansillo en la que su amiga/rival/proyección de sí misma Lily está invitando a salir a Nina, en la que la madre se dedica a jugar con la puerta como en los vodeviles.

Por lo tanto, cuando leo por ahí “película arriesgada“, yo diría, sí, arriesgada y errada, eso es lo que tiene el riesgo. Pero en mi opinión, riesgo es cuando se tienen ideas originales y se llevan a la práctica a cualquier precio. En ese sentido El cisne negro es la película más segura de los últimos tiempos. Por desgracia.

sábado, 19 de febrero de 2011

LA LINTERNA ROJA: BELLEZA ALMACENADA



El bello rostro de Gong Li llena la pantalla de la primera secuencia de esta obra maestra del cine de todos los tiempos (La linterna roja, Zhang Yimou, 1991) . Está decidiendo su futuro. Pensar en él a ella le provoca el llanto, pero a nosotros esas lágrimas nos arrastran apasionadamente al interior de la película, y nos anuncian que vamos a asistir a un drama sobre los sentimientos humanos, una narración en la que van a ser protagonistas sus actores, sí, pero también, y sobre todo, como esos secundarios que acaban robando los planos, el amor, el odio (acompañado de sus causas, la envidia y la codicia, y de sus consecuencias, la crueldad y la mezquindad), la venganza y la pasión, servidos en diferentes cuencos, para que podamos degustarlo todo, y mezclarlo, como en la comida china.

El drama se produce en el interior absolutamente aislado y hermético de un laberíntico palacio que es una metáfora perfecta de esas pasiones humanas. Las mujeres (cuatro esposas de un mismo amo al que en ningún momento vemos en primer plano, de la misma forma que para ninguna de ellas es un verdadero esposo, así como alguna de las criadas, envenenadas por el deseo de lo imposible), que habitan en casas idénticas, en cierta forma aisladas, que son como belleza retenida y almacenada, remansada por el paso del tiempo, cuya ambición común es ser las elegidas para pasar la noche por su señor (elección que este efectúa, en un ritual diario, mediante la colocación al lado de la afortunada de una lámpara de papel rojo), pero cuyo carácter es distinto y ocasionalmente, irreconciliable, son las que portan esas pasiones, positivas y negativas. Zhang Yimou es el maestro del color simbólico (el uso del cual alcanza otra cumbre en su película Hero, uno de los espectáculos estéticos más bellos del cine reciente), y solamente con captar el tono de los filtros con los que va tiñendo la imagen o el color encendido y abrumadoramente bello de los vestidos suntuosos (jugando con un vestuario mezcla de rojo y azul, para indicarnos cuando la pasión, como las linternas que dan título a la película, está encendida y correspondida y cuando apagada y muerta o cuando está dejando de ser una cosa para ser otra) que harían más atractiva a cualquier mujer, pero que parecen un aditamento sin importancia en el caso de Gong Li (Songlian, la cuarta dama o esposa, cuya historia desde que llega a ese mundo es lo que nos narra película), somos capaces de entender el derrotero por el que la película avanza en ese preciso instante (también hay colores neutros y un color negro que simboliza el odio).


La linterna roja se desarrolla en dos planos que son también los dos niveles del palacio: el nivel del suelo, donde tienen lugar las relaciones formales, ritualizadas hasta lo ridículo, últimos estertores de una tradición milenaria a la que le queda poco para quedar enterrada en los libros de Historia (y en cuyo reflejo en la película algunos comentaristas han querido ver una alegoría de la China comunista, alegoría que yo, sinceramente, no soy capaz de ver, o más bien, sí, pero por el simple hecho de que si nos empeñamos, como lo hicieron, por cierto, las propias autoridades chinas que prohibieron su exhibición durante algunos meses, podemos ver notas alegóricas hasta en un papel en blanco), pero cuya belleza visual (cada encendido o apagado de las, cargadas de connotación erótica, linternas rojas es un precioso ballet, como lo es cualquiera de las tareas del ejército de criados, bonitas de contemplar, a la manera en que lo son los cambios de guardia de los palacios reales europeos) nos maravilla y emociona, y el nivel del techo, donde se producen las relaciones informales, allí donde tienen lugar los encuentros secretos entre las esposas, donde pueden compartir confidencias, secretos, confesiones, el lugar en el que se encuentra, también, el amor potencialmente verdadero para nuestra Songlian (con la preciosa música procedente de una flauta, tan cargada de significado para ella, como reclamo), y, en fin, donde también habitan el temor, la amenaza, el peligro y, dentro de una caseta cerrada con un candado, la muerte.

Todos estos ingredientes (y algunos más, como la exótica música oriental que suena en los momentos álgidos, o la sinfonía de percusión que acompaña a los criados y sus ceremonias, o el canto de libertad con el que la tercera dama, antigua cantante de ópera, busca compensar su agonía), hacen que La linterna roja sea una película de contemplación obligatoria para cualquier aficionado, no ya al cine, sino a como el cine puede filmar la belleza en todas sus dimensiones, y como, otras tradiciones y su cultura, pueden proporcionarnos placer estético. Gracias, China.

jueves, 17 de febrero de 2011

THE GOOD OLD NEON: DAVID FOSTER WALLACE EN MINIATURA



Rodrigo Fresán, el escritor argentino, escribió al poco tiempo de ocurrir la trágica muerte de David Foster Wallace que The Good Old Neon (El neón de siempre, relato incluido en el libro Extinción, publicado en España en 2005 con la impecable traducción de siempre de Javier Calvo) equivalía a la carta que DFW “no dejó” antes de suicidarse en 2008. Sin embargo, y aunque el motor del relato sea el suicidio (el protagonista nos anuncia tras unos poco párrafos que está muerto), éste o directamente la muerte no es, en realidad, el tema central de este impresionante relato (uno de los mejores de un libro que ya contiene varias cumbres de la obra de DFW), extraordinariamente denso y complejo como para no incluir multiples aspectos o poder ser asimilado, unicamente, a una reflexión sobre el significado de la muerte, sino que, más bien, nos encontramos, como telón de fondo, ante uno de las constantes en la obra de este singular escritor: la imposibilidad/posibilidad de la comunicación humana, la dificultad real de poner en conocimiento de los demás lo que pasa por nuestra cabeza en cada instante de tiempo (un tiempo que no es el del transcurso lineal que nos va marcando el reloj, sino que se compone de instantes infinitos engarzados entre sí como las letras cursivas de neón que se ponen en los escaparates, imagen metafórica que da título al relato), al carecer de un instrumento adecuado para ello, porque el lenguaje no es más que un rudimento (recordemos la estrecha relación que Wallace tuvo con la filosofía del lenguaje, tanto a través de su progenitor, él mismo discípulo de Wittgestein, como a través de sus propia formación universitaria).

El narrador y protagonista de The Good Old Neon es un individuo radicalmente dividido en dos partes, una interior y otra exterior contrarias entre sí, división según la cual, a un lado el resto del mundo le contempla como un triunfador en todos los aspectos posibles de la vida moderna, mientras que, al otro, su propia conciencia le grita continuamente, que nada, absolutamente nada de lo que hace es genuinamente auténtico sino que está diseñado para dar, precisamente, esa imagen de triunfador ante los demás, y que, por lo tanto, no es más que un individuo “fraudulento”. Un buen día, y gracias a las clases de lógica matemática que recibe en la Universidad (las cuales le permiten analizarse a sí mismo aplicando esa ciencia), este hombre se da cuenta de su condición de fraude y de la paradoja que esa condición conlleva:

“La paradoja de la fraudulencia consistía en que cuanto más tiempo y esfuerzo invertías en resultar impresionante y atractivo a los demás, menos impresionante o atractivo de sentías por dentro: eras un fraude. Y cuanto más fraude te sentías, más te esforzabas en transmitir una imagen impresionante o agradable de ti mismo para que los demás no descubrieran a la persona vacía y fraudulenta que realmente eras”

Paradoja que encierra otra paradoja más dañina, ya que el protagonista, a pesar de caer en la cuenta de que es un fraude y que, por lo tanto, lo sensato sería abandonar esta actitud para ser él mismo por fin, no es capaz de hacerlo. A partir de aquí la narración de DFW nos conduce con su lenguaje abrumadoramente exacto y exhaustivo (pero en todo momento al servicio de lo narrado, de tal forma, que uno tiene la sensación de que no sobra ni una sola palabra y que, a su lado, la prosa de otros escritores comparables con él por ser de su misma generación y circunstancias es como de segunda división) a lo largo de los intentos del hombre fraudulento por salir de la prisión que constituye su propia personalidad, fundamentalmente a través del psicoanálisis (que sirve para que realmente sondeemos la profundidad del poder de manipulación que sobre otras personas puede llegar a ejercer el ser humano), pero también utilizando otros medios estrambóticos (como, entre otros, unirse a una iglesia carismática, hacer jogging, la quiropraxia sacro-cervical o un curso de dibujo con el hemisferio derecho del cerebro) narrados en forma de episodios hilarantes (con los cuales Wallace demuestra su genuina capacidad para el humor absurdo) y que sirven para que reconozcamos en esta persona falsa, vacía y calculadora rasgos que pueden resultarnos perfectamente familiares por ser fácilmente atribuibles a gente conocida o, incluso, (y esto es lo más inquietante siempre en Wallace, quien, como todos los grandes escritores, demuestra, a lo largo de su obra, un conocimiento profundo y desarmante del ser humano) a nosotros mismos en mayor o menor medida.

La originalidad de la parte final, inusitadamente creativa en la forma (en la que, el uso que hace DFW de un recurso metaliterario deslumbrante, nos hace darnos cuenta de la verdad genuina del elogio de contraportada proveniente de una crítica en The New York Times, según el cual, este escritor es aparentemente capaz de hacerlo todo) e hipnótica en el fondo, es el remate perfecto para un relato perfecto, en el que se concentran (como en los detalles en miniatura reflejados en los espejos de los pintores flamencos del gótico que son en si mismos otro cuadro), todos y cada uno de los ingredientes que hacen de David Foster Wallace un escritor imprescindible para el que quiera adentrarse en el mundo de la literatura viva (es decir, con futuro, no sólo con pasado) de su época.

domingo, 13 de febrero de 2011

BURIED: EL RETO POR EL RETO



He decidido a partir de ahora que voy a cumplir a rajatabla con las siguientes normas:
  1. No va a volver a aparecer en este blog la letra M, por ejemplo.
  2. Sólo haré entradas los días pares que no caigan en miércoles ni jueves.
  3. Voy a prescindir de mi procesador de textos y voy a utilizar para mis comentarios una vetusta máquina de escribir, que aún guardo por ahí.
Hala, ya lo he dicho. ¿Qué ocurre? ¿Por qué me miran de ese modo? Ya, creen que me he vuelto majareta, ¿verdad? No, no es eso, es simplemente que me he planteado un reto. Piensen que la regla número 1 es la que aplicó el escritor George Perec en su novela “La Desaparición”, donde lo que desaparece es la letra E, la más frecuente del alfabeto en francés (y que fue traspasada al castellano haciendo desaparecer la letra A en lo que me imagino debió de ser la traducción más difícil de la historia de la literatura). O que escritores como Javier Marías prescinden del ordenador a la hora de redactar sus obras y usan ruidosas y entrañables máquinas de escribir (lo que supongo que es algo relacionado con la búsqueda individual del ambiente propicio para la inspiración). Quiero decir, no soy el único que hace este tipo de cosas.

Miren también por ejemplo la película Buried (Enterrado, Rodrigo Cortés, 2010), en la que “el reto” consiste en rodar un film completamente, de cabo a rabo, en el espacio delimitado por el ataúd en el que han metido a un trabajador estadounidense en Irak después de que el convoy en el que viajaba fuera atacado y varios de sus miembros asesinados o secuestrados. Estos insurgentes, que son ciertamente viles, sin duda, pero cuya mente, hay que reconocerlo, está dotada de un talento especial para crear situaciones dramáticas (y con los que un buen cazatalentos de Hollywood, dada la sequía de buenos guiones que padecen por esos pagos, debería contactar inmediatamente) deciden que la mejor forma de obtener un rescate a cambio de la liberación de uno de los secuestrados es enterrarlo vivo, proporcionarle un teléfono móvil de última generación (también hay que reconocer el talento de la empresa de telefonía iraquí, capaz de, en un país en guerra y descomposición, dar cobertura en un espacio como ese, con posibilidad de llamadas internacionales, ningún problema a la hora de recibir y enviar contenido multimedia, etc., y en el que, los secuestradores tienen una conexión a internet segura y fiable, es decir, mejor que Telefónica, por ejemplo), así como una serie de útiles (que tienen algo de los “objetos” con los que uno cuenta en los video juegos), como linterna, neones portátiles, bolígrafo, mechero, las pastillitas para la ansiedad (son terroristas, pero con la salud no se juega) que el protagonista tiene recetadas, y, (detalle ciertamente sorprendente para un grupo de integristas islámicos) una petaca de whisky (pero no una triste cantimplora, con lo que, mi angustia principal, mayor que la claustrofóbica, durante la visualización de la película fue la de pensar la sed que ese hombre debía de estar pasando, hasta el punto de tener que beber agua yo mismo con cierta frecuencia) y exigirle que pida una cantidad de dinero a su Gobierno, así como que ruede un vídeo en el que explique su dramática situación.

No es posible contar nada más (y quizá ya haya dicho demasiado) del argumento de la película sin reventarle cosas, así que me limitaré a decir que, independientemente de los problemas de guión por los que uno no comprende la actitud de los secuestradores, ni tampoco los vericuetos por los que se adentran en determinados momentos las conversaciones con las personas a las que llama el protagonista (Ryan Reynolds, un actor con nombre en Hollywood, que ha participado en películas como Lobezno o La Proposición, y que hace una interpretación bastante convincente), la película está bien hecha, mantiene la tensión y es verdad que consigue, a pesar de todo, no ser demasiado reiterativa, tanto en la forma (la cámara consigue plano a plano liberarse de sus ataduras, igual que el agua siempre encuentra un camino por el que filtrarse) como en el contenido. Pero, uno, que es aficionado, en principio, a todo tipo de cine, que no le importa ver, de vez en cuando, películas como ésta, que no deja de ser de las de bolsa de palomitas y grupo de amíguetes con los que comentar la jugada, quiere que cuando el protagonista habla con el militar a cargo de su rescate, la jeta de este militar salga en pantalla, junto con el helicóptero o lo que quiera que sea que le esté llevando allí, que cuando habla con el impresentable del jefe de su empresa, le veamos en su despacho para poder despreciarle a placer, quiere ver a los secuestradores, en que tipo de antro se mueven, como es la población en la que viven, el sol cegador del desierto que provoca el calor que hace que nuestro héroe se esté cociendo vivo allí dentro, etc., etc., es decir, no entiende que todo eso esté prohibido, porque los autores de la película se hayan propuesto un reto, y se da cuenta de que los retos de ese tipo carecen de sentido.

Por lo tanto, en la próxima entrada de este blog, aparecerá la letra M, podrá ser un día cualquiera de la semana y estará escrita en un procesador de textos, y mis retos serán intentar escribir cada vez mejor, saber cada vez más y leer, ver y escuchar todo lo que me interese sin cortapisas. Y conservar un cierto sentido crítico.

jueves, 10 de febrero de 2011

CARNIVALE: EL TERROR SEGÚN LA HBO



Los buenos creadores audiovisuales son conscientes de que el terror más efectivo nace del miedo a lo desconocido (un miedo que llevamos grabado a fuego en nuestros genes) y de que las épocas de crisis e incertidumbre son propicias para que lo irracional crezca y se propague como una epidemia a través de nuestras cansadas y débiles mentes, empobrecidas por el hambre, la enfermedad o el sufrimiento. Esta es la máxima de la que parte la serie Carnivàle (HBO, 2003-2005), de la que muchos opinan que se trata de la mejor serie de televisión producida hasta ahora por ese milagro de nuestros días que es el canal de cable norteamericano HBO (lo cual es probablemente equivalente a decir que se trata de la mejor serie de televisión de todos los tiempos), y eso a pesar de que estamos ante un producto inacabado, que sólo pudo extenderse a lo largo de dos temporadas y que expiró por falta de financiación (puesto que se trata de una producción de época en la que no se escatiman medios para que el espectador piense, dios mío, el sur de EE.UU. al comienzo de la década de los 30 debía ser exactamente así, de la misma forma que Deadwood hace que se borre de un plumazo la imagen más realista del Farwest que uno atesoraba en su cabeza antes de verla) y que, como ha reiterado varias veces Carlos Boyero en sus impagables chats de los jueves en El País, contiene varias de las imágenes más genuinamente inquietantes vistas en una pantalla (de cine o de televisión) en los últimos tiempos.

Y es que el arranque no puede ser más prometedor, cuando lo primero que aparece en imagen es un primer plano del señor Samson (irónico nombre), un Michael J. Anderson (el famoso "hombre del otro lado" de la serie Twin Peaks, cuyas apariciones hablando al revés en aquella habitación roja en los sueños del agente Cooper, junto con el resto de prodigios de aquella producción, debidos a esa mente delirante y maravillosa que tiene David Lynch, hicieron comprender a los miembros de nuestra generación que una nueva frontera para la creación televisiva se había derribado, y cuya elección en el casting no pudo ser casualidad, sino que es muy posible que se quisiera traer a Carnivàle el efecto que desde entonces su presencia produce en pantalla, sobre todo en una serie que debe muchísimo al mundo de ese director), que a través de una calculada penumbra, desde un lugar indeterminado, nos recita lo siguiente:

“Al principio de los tiempos, tras la gran guerra entre el cielo y el infierno, Dios creó la tierra y le concedió su dominio a un astuto simio al que llamó hombre. De cada generación nació un hijo de la luz y un hijo de las tinieblas. Grandes ejércitos se enfrentaron de noche en la antigua guerra entre el bien y el mal. Y apareció lo mejor y la nobleza y una inimaginable crueldad y así fue hasta el día en que un falso sol estalló sobre Trinidad y el hombre decidió cambiar para siempre el milagro por la razón”


Críptico enunciado que, aparte de enganchar a cualquier espectador  (al que imagino abriendo poco a poco los ojos hasta ponerlos casi como platos, para pasar a contemplar la escena del sueño/fantasía/realidad del, ya, a estas alturas, famoso sueño del hombre del tatuaje con el árbol persiguiendo a Ben Hawkins -el héroe apasionadamente humano de la serie- y comprender que se encuentra ante algo completamente diferente) contiene, uno por uno, los elementos esenciales del argumento que constituye la carcasa sobre la que se construyen los 24 episodios que se llegaron a rodar de Carnivàle, y del que uno, poco a poco, va comprendiendo las claves, a un ritmo exigentemente lento, por supuesto, diferente al de cualquier otra serie más o menos convencional, pero sí adecuado al relato que se pretende contar, que, como pasa en otra de las cumbres de la HBO como es The Wire, tiene más de literario que de cinematográfico.

Por tanto, uno está en todo momento deseando resolver los enigmas que envuelven, casi como una neblina presente en todas las imágenes, el desarrollo de la serie, pero, la creación de los personajes es tan acertada (miembros de un circo ambulante que recorren pueblo a pueblo, por caminos sometidos al legendario Dust Bowl -las continuas tormentas de polvo que en la época se producían como consecuencia de una sequía de proporciones bíblicas que se combinó con una explotación agrícola demasiado intensiva de las tierras a lo largo de toda Norteamérica- una ruta que sólo el inconcebiblemente inquietante patrón conoce y da sentido, mientras que, paralelamente, se nos muestra la historia de un pastor metodista que se revela como uno de los hijos a que se refería el enunciado del señor Samson) que uno también quiere conocer, necesita imperiosamente en algunos casos saber, cuál es su pasado, que se imagina difícil y tormentoso, novelesco y apasionante, y del que poco a poco vamos deduciendo el bizarro presente.

Carnivàle contiene muchas más cosas, es una de esas creaciones densas en detalles (empezando por la cabecera con la que a mí me ocurrió que, al contrario de lo que hago en otros casos, no me importó verla las 24 veces) y que, recomiendo abiertamente, consciente de que no es apta para todos los paladares. Eso sí, mejor no verla solo ni a altas horas de la noche... Que demonios, todo lo contrario.

domingo, 6 de febrero de 2011

EL GUARDIAN ENTRE EL CENTENO: LA MALDICION DE LA LUCIDEZ


Había, durante mucho tiempo, evitado cuidadosamente leer esta novela como suelo hacer con todo aquello sobre lo que hay enormes expectativas, porque no hay ninguna sensación más amarga (literariamente hablando) que la de la decepción ante aquello en lo que hemos puesto nuestras esperanzas, y lo digo por experiencia. Pero, afortunadamente, hace poco me decidí a romper ese bucle (en cierto modo absurdo) y emprender la lectura de esta obra que algunos críticos colocan al frente de la vanguardia literaria del siglo XX, y tengo que decir que, definitivamente, las realidades han, como mínimo, igualado dichas expectativas.

El Guardíán es muchas cosas, pero, sobre todo, es una obra sobre la lucidez humana, sobre las bendiciones y también sobre las muchas maldiciones (quizá estas últimas sobrepasen a las primeras) que conlleva. El protagonista del relato, un adolescente que simplemente decide al menos por un tiempo vivir la vida como si él tuviera razón y los demás no, es decir, decide ser él mismo, es, fundamentalmente, un ser humano lúcido, capaz de ver más allá de lo que ven los demás. Y esto se refleja en la forma, descarnada, cruel, a veces brutal, en que Salinger (cuya famosa foto atacando a un periodista que descubrió el sitio donde vivía ha servido para alimentar una leyenda negra sobre su persona, probablemente injusta, leyenda que posteriormente se ahondó aún más con la publicación del libro El Guardián de los Sueños, escrito por su hija Margaret, al parecer, llena de resquemor, y que nos hace preguntarnos la razón por la que un escritor no puede elegir libremente vivir su vida como quiera sin que nadie le tenga que acechar o sin que nadie tenga que contar sus miserias, como si hubiera algún motivo para la sorpresa en el hecho de que el autor de una obra, por muy genial que esta sea, no fuera ni más ni menos que otro ser humano) nos presenta a las personas que se encuentran con el, muy relacionado con su propia experiencia existencial (Salinger tuvo una infancia académica marcada por el fracaso, pero en la que dio muestras de su talento literario), extremadamente inteligente Holden Caulfield.


Hay algo que nos engancha fortisimamente a la corriente del relato desde el principio y, cuya naturaleza, tardamos algunas páginas en averiguar: es el lenguaje. Se trata de un lenguaje tan fluido que parece líquido y nosotros nos dejamos arrastrar por él sin oponer resistencia desde el primer y famoso párrafo en el que el protagonista ya nos advierte de que esto no es David Copperfield (es decir, esto es el mundo posterior a la segunda guerra mundial, donde ya todas las desgracias y miserias humanas han empequeñecido comparado con el horror que hemos sido capaces de engendrar aplicando nuestra inteligencia, lo cual permite al propio Holden pensar, en un momento posterior del relato, “me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella.”), y que los relatos que retratan la vida de la gente en el formato de la novela del diecinueve, carecen de sentido literario. Se trata, por tanto, de un lenguaje propio de su época (en algunos momentos parecería adelantado a su época), que tiene una misión fundamental y de capital importancia en el relato: retratar el mundo tal y como es ahora.

Así, el relato nos muestra gente básicamente estulta o egoísta (compañeros de colegio insoportablemente necios, profesores demenciales, taxistas mezquinos, aprovechados varios…), para los que Holden tiene un radar infalible, pero es ese mismo radar el que, poco a poco, y aunque él, al mismo tiempo, trate de ocultárnoslo a lo largo de su relato, va hundiéndolo más y más, dejándolo sin salidas, sin posibilidades, cuando, infaliblemente, todas las personas en las que deposita su esperanza le van fallando. Sin embargo, Salinger disemina a lo largo de la novela personas que salen bien paradas del juicio de Holden (la madre del compañero Morrow con la que se encuentra en el tren, las monjas con las que pasa un rato en el bar al lado de la estación…), lo que, junto con el insondable cariño que muestra por su hermana pequeña (y por su otro hermano ausente, el dolor por cuya muerte explica en gran parte su comportamiento errático y su necesidad de huida) nos hace comprender que no estamos ante, ni mucho menos, un maniático de la misantropía, sino, como digo, alguien extraordinariamente sensible a la omnipresente estupidez humana.

Por eso, El Guardián entre el Centeno (cuyo título en inglés, The Catcher in the Rye, aparte de sonar mejor, tiene más sentido puesto que procede de esa especie de epifanía que el protagonista tiene cuando, hablando con su hermana Phoebe, y partiendo de un poema de Robert Burns, expresa su deseo de convertirse en alguien que, en un campo de centeno al borde un precipicio, vigilara a los niños que él se imagina jugando allí, para que no se cayeran, cogiéndolos -catching them- al vuelo si fuera necesario), me ha recordado a aquel otro relato sobre la lucidez (que también he leído recientemente gracias a una inteligente recomendación) escrito muchos años antes por Anton Chejov que es El Pabellón Nº 6, donde, como en este caso, la necedad vence su sempiterna batalla contra la inteligencia, y que deja, aún si cabe, menor resquicio para la esperanza. Nosotros, por nuestra parte, redoblamos esfuerzos.

viernes, 4 de febrero de 2011

RAJOY: ¿LA IDEOLO QUÉ?



El señor Rajoy, candidato del Partido Popular a la presidencia del Gobierno, ha sorprendido a propios (aunque estos intenten disimularlo) y a extraños (puede que a estos no tanto en realidad) tras aparecer el pasado miércoles en una entrevista televisiva en el canal Veo 7 (explotado por la empresa editora del diario "El Mundo") y no saber qué contestar (pasando un momento de apuro verdaderamente angustioso) al ser preguntado por las medidas que su partido propone para crear empleo. Esta escena, que se ha convertido en un fenómeno en Internet (ver el diario Público de hoy), se produjo con el señor Rajoy sentado a la vera de un periodista a su servicio, como es Pedro J. Ramírez, ante la pregunta de una joven presente en el plató, que, como demuestra hoy el diario Público (impagable Ignacio Escolar), también había estado presente en la foto de portada del domingo del diario “El Mundo” haciendo de “persona del pueblo” al lado del señor Rajoy, y que había confesado su intención de votar a su partido porque así encontraría más oportunidades para trabajar. Es decir, no se trataba precisamente de un escenario donde un teórico líder político del PP fuera a encontrar motivos para perder los papeles.

Sin embargo, el señor Rajoy los perdió, y no fue capaz de decir prácticamente nada sustancial (salvo excusarse en no entender la letra del papel que sostenía y salir del apuro soltando un sonrojante “speech” con un tono parecido a aquello de la niña de hace unos años), ante esa pregunta, que no es una pregunta cualquiera, sino la cuestión clave, central, capital, básica y fundamental, que el líder de la oposición en un país como España, con el nivel de paro que padecemos, ha de responder inmediatamente, sin, por supuesto, ningún titubeo, sin necesidad ninguna de chuleta, con abundancia de explicaciones, de argumentos y justificaciones, explayándose en el tiempo, y convenciendo a todos aquellos que se molesten en escucharle. Debe ser una respuesta enraizada en unas convicciones profundas, sólidas, claras y transmisibles, que se basen en la experiencia de muchos años, de muchos ejemplos, de muchas puestas en práctica… Pero dejemos la ciencia ficción y volvamos a nuestra patética realidad. El problema del Partido Popular no es, exclusivamente, el señor Rajoy y sus despistes o su aparente indolencia o “dontancredismo”, el problema es que, como pensamos, quiero creer, cada vez más personas, y como ya tenemos aquí escrito (ver entrada La Derecha en Madrid), para tener respuestas teóricas o prácticas o de cualquier naturaleza a los retos con los que nos enfrentamos, primero se ha de saber qué se piensa, se ha de tener un sistema coordinado y lógico de ideas sobre el que basar los argumentos, y el Partido Popular (del que siempre me he preguntado el por qué de ese Popular, en qué sentido es un partido “popular”, ¿porque es de gente del pueblo, en el sentido de gente sencilla?, ¿es que alguien puede creer que los líderes de ese partido, Rajoy, Aznar, González Pons, Cospedal, Esperanza Aguirre, Ruiz Gallardón, etc. responden a esa definición? ¿O que la militancia de base del PP en Madrid, por ejemplo, nutrida de la gente acomodada de los barrios más favorecidos de la capital, es la gente sencilla?) no sólo no tiene ese sistema, es que su sistema consiste precisamente en no tenerlo.

El Partido Popular, la derecha española (cuidado, española, no la europea no italiana), carece de ideología teórica. La única manera de saber qué piensa el PP sobre cualquier cosa (y cuando digo pensar no me refiero al ruido y la furia con que se expresan sus portavoces todos los días en los medios de comunicación) es observar qué es lo que hace allá donde o en el momento en que gobierna. ¿Está el PP en contra del aborto? No, puesto que no abolió la ley teniendo la mayoría absoluta para hacerlo durante la etapa del señor Aznar. ¿El PP es partidario de bajar los impuestos para así impulsar el crecimiento siguiendo así las llamadas doctrinas económicas liberales o clásicas? No, puesto que los ayuntamientos gobernados por el PP suben los impuestos o cualquier otro pago del contribuyente y además de manera estratosférica. ¿El PP está a favor de una mayor integración europea? Nadie lo sabe, cuando llegue el momento ya verán por donde tiran. ¿Apoya el PP las revoluciones populares (estas sí) que están aconteciendo en los países de Oriente Medio? Ni idea, mejor no decir nada por si acaso… Y así podríamos seguir con cualquier cuestión básica, para luego pasar a otras de menor importancia, pero no daríamos nada más que con el vacío.

Lo más inquietante de todo esto es que, si la imagen que da un teórico líder y el partido que le respalda, cuando no tiene respuesta a las cuestiones centrales de la política, es de que lo único que se persigue es el poder por el poder, por inercia, por ambición, por corrupción, por lo que sea, y, si nadie lo remedia, ese es el partido que va a gobernar el país a partir del año 2012, entonces ¿qué va a ser de nosotros?. En nuestras manos (más bien en nuestra cabeza) está.