domingo, 24 de junio de 2012

SHAME: FRIALDAD Y CONMOCIÓN




La palabra inglesa “shame“ tiene una doble acepción: su empleo más frecuente es el equivalente español a vergüenza, como en “politicians have no shame”. Pero también es un sinónimo de “pity“, es decir, lástima, como en “it´s a shame we´ve got such politicians” (es increíble lo fácil que es para el subconsciente abrirse camino cuando uno busca ejemplos al azar). Esta polisemia está intencionadamente irresuelta en el título de una película (Shame, Steve Mc Queen, 2011) en la que vergüenza y lástima establecen un diálogo constante y son fuente de una riqueza emocional que, a través de una narración magistralmente dirigida (con un ritmo perfecto, fluido y con la dosis justa de escenas clave, cinematográficamente densas e impactantes) nos engancha, nos implica y nos identifica con los sentimientos de los protagonistas desde el principio, de tal forma que es muy difícil no vivir sus problemas desde dentro de nuestras propias emociones y sentimientos.

Nuestro protagonista (el neoyorquino Brandon, que se desnuda real y metafóricamente ante nosotros, mostrándonos desde sus actividades más íntimas, y cuando digo íntimas me refiero a todas aquellas para las que los varones tenemos que utilizar un órgano cilíndrico multifuncional que se haya entre las piernas, y que en su caso, y según la celebre broma fácil que le dedicó un George Clooney posiblemente víctima de una comprensible pelusa, “le sirve para jugar al golf sin utilizar los brazos”, hasta la dirección del edificio de apartamentos donde vive en pleno Manhattan, la 9w 31st Street, por cierto, para los más curiosos, una dirección real y perfectamente localizable en el Google Street View) está interpretado por uno de los actores más de moda del momento, como es Michael Fassbender, aunque en este caso, la popularidad va claramente de la mano de la calidad, y probablemente nos encontremos ante uno de los intérpretes con más futuro del panorama cinematográfico norteamericano (y con más pasado, porque Fassbender ya ha venido demostrando sus cualidades en películas importantes como Inglourious Bastards o Un método peligroso, y también con más presente, si nos atenemos a las críticas según las cuales este alemán de nacimiento logra brillar dentro de una película magnífica como parece ser la esperada Prometheus de Ridley Scott).

Al principio de esta película hace mucho frío (empezando por su primera secuencia, un plano fijo de Brandon en la cama durante ese momento tan solitario y aterrador que transcurre entre el fin del sueño y el comienzo de la realidad, que es capaz de transmitir, como en las grandes obras, una avalancha de significado con sólo un par de detalles). El ambiente es helador dentro del metro en el que le vemos desplazarse, mientras se nos intercalan flashes que nos van retratando al personaje y enmarcando sus circunstancias (y en la que por primera vez nos damos cuenta de que Mc Queen ha cargado de significado cada uno de los fotogramas que ha filmado, no dejando al azar ni siquiera el mensaje que aparece escrito en los carteles publicitarios situados en el mismo plano en el que aparecen sus personajes, como ese “How is this possible?” que se puede leer en el momento en el que vemos aparecer por vez primera a la mujer anónima con la que Brandon establece esa especie de relación fuera de contexto, mensajes que hay que ir cazando a lo largo de la película, hasta el punto de que juegan, conviene avisarlo, un papel capital para comprender y cerrar la aparentemente ambigua escena final), la temperatura es desoladoramente baja dentro de ese apartamento que parece construido a base de bloques de hielo, y donde le vemos desplegar sus rutinas, que incluyen oír en el contestador los tórridos mensajes de alguien que le necesita desesperadamente, pero a quien con esta temperatura (un lugar al que una ducha tibia dedicada al sexo solitario no puede calentar), como si fuera la de un vacío incapaz de transmitir el sonido, Brandon no escucha. 





No hay mucha vida tampoco dentro de la oficina donde Brandon trabaja en una actividad que no acaba de concretarse (y que pareciera que fuera imposible de determinar, más allá de lo que podemos deducir del surrealista “briefing“ en el que el personaje del jefe, en el que vemos retratado soberbiamente a un idiota de manual, parece estar hablando de tendencias de las redes sociales) y en la que no puede dejar de ser él mismo y esas circunstancias, que se concretan en una adicción al sexo que le lleva a practicarlo en todos los sitios y en todos los momentos, tan cerca ya de írsele de las manos que deducimos que estamos asistiendo a uno de sus estadíos finales, (y cuyas raíces profundas son detectables por el espectador ya en estos primeras escenas de la película) y que mantienen a Brandon viviendo en una especie de burbuja en la que la vida real no tiene cabida. Hasta que tiene lugar la que, en mi humilde opinión, es una de las escenas más conmovedoras vistas en el cine en los últimos tiempos, que no es otra que la ya célebre interpretación musical que hace una impresionante Carrie Mulligan de un clásico como New York, New York, con un ritmo tan lento y marcado que le hace a uno retorcerse incómodo en su asiento preso de una especie de ansiedad sin objeto discernible, pero que tiene tanta fuerza que acaba por romper todos los muros de hielo de los que hablábamos antes y desvía la narración (y por tanto, la vida del protagonista) por otros caminos, como si un enorme tren hubiera sido sometido a un cambio de agujas. Por su puesto que Brandon va a seguir desnudándose aún más ante nosotros (mostrándonos su absoluta incapacidad para las relaciones afectivas con las mujeres, o hasta que abismos tiene que bajar para tocar fondo, sin que, milagrosamente, la narración pierda el pulso en ningún momento, hasta el punto de que no detectamos tiempos muertos en la película, o al menos, yo no los percibo), pero el daño, o, más bien el beneficio, ya está hecho.

Retrato complejo pero redondo de la soledad urbana en el mundo contemporáneo, Shame es una obra poderosa capaz de conmocionar y sobrecoger incluso a los habitantes de ese mismo mundo y les habilita para captar su mensaje y actuar en consecuencia. Por eso mismo, por ser un artefacto capaz de conmover, de remover por dentro al más cínico, debe manejarse con cuidado. Pero debe verse.




jueves, 8 de marzo de 2012

LA TABLA RASA: LA INTELIGENCIA INNATA DE STEVEN PINKER





El día 17 de octubre de 1969, a las 8 de la mañana, la policía de la pacífica ciudad de Montreal, una de las ciudades más importantes de la idílica Canadá, y lugar de residencia de la familia Pinker, comenzó una huelga. Contra la opinión de sus padres, que le prohibieron salir de casa, el, por aquel entonces, joven Steven pensaba que nada especial ocurriría, de acuerdo con lo que le dictaban sus románticas ideas anarquistas. Sin embargo, aquel día se desató el infierno en Montreal, cometiéndose varios asesinatos, robos, venganzas, innumerables saqueos y actos vandálicos de todo tipo, hasta tal punto que las autoridades de la pacífica Montreal tuvieron que acudir al ejército y a la policía estatal para restaurar el orden. La impresión que estos hechos causaron en Steven Pinker provocó que la causa anarquista perdiera un militante, pero, afortunadamente, la causa de la ciencia contemporánea ganó uno de los más importantes estudiosos de la naturaleza humana y uno de los mejores divulgadores científicos de todos los tiempos.

En su libro “La Tabla Rasa” (The Blank Slate, 2002), que a pesar de adentrarse profundamente por los, en principio, complicados caminos de la ciencia cognitiva, la genética y la sociobiología, resulta ser un prodigio de sencillez, claridad y orden (dando la sensación de que el autor es perfectamente consciente de cómo tiene que explicar ideas complejas y revelándonos así que lo abstruso no está en el lenguaje, sino en nuestra torpeza comunicativa), Pinker ataca por todos los frentes los conceptos que, acerca de la naturaleza del comportamiento humano, han dominado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en el campo de la psicología, fundamentalmente, pero también la sociología y la antropología (y en general en todas las ciencias que buscan las respuestas a las preguntas de qué somos y de cómo somos). Estas ideas, que pretendieron haber dado fin al debate de qué porcentaje de las capacidades de la mente humana son innatas y cuánto es adquirido a través de la experiencia, considerando correcto afirmar que el cerebro es, básicamente, un órgano que nace vacío de contenido, procedían, en realidad, del desconocimiento comprensible primero, y la negativa irracional después, de una serie de verdades científicas que se han consolidado en los últimos años. Pinker pone en valor estos descubrimientos (que empiezan con la evidencia aportada por Chomsky de la existencia de una gramática generativa innata, pasan por las realidades de la biología evolutiva de autores de la importancia de Dawkins y desembocan en las ideas sobre la estructura computacional de la mente que el propio Pinker ha ido construyendo en el prestigioso MIT norteamericano) y va descartando poco a poco, con una desarmante facilidad, esas ideas equivocadas que él resume en tres conceptos seminales: “la tabla rasa” o la creencia de que todos nacemos con las mismas capacidades y la negación de que el comportamiento de las personas pueda tener relación directa o indirecta con los genes heredados, “el buen salvaje”, aquella idea de Rousseau que ha pervivido tanto tiempo contra toda evidencia, según la cual lo que explica la violencia del hombre no es nada de lo que está en su naturaleza (sino en la civilización) y “el espíritu dentro de la máquina”, o la creencia en una entidad sobrenatural (o algún tipo de sujeto colectivo) que gobierna nuestros actos desde dentro de nuestra propia cabeza (qué espanto es esto cuando uno lo piensa despacio).





Porque si al estudiar gemelos idénticos (esa versión natural de los clones humanos) que han sido separados al nacer, y que, por tanto, tienen experiencias vitales completamente diferentes, descubrimos que su comportamiento, sus gustos y sus manías son idénticas (desde sus preferencias políticas hasta sus elecciones vitales o desde sus preferencias gastronómicas hasta su forma de rascarse la nariz), ¿qué aporta en realidad la experiencia frente a la genética?. O si cuando los antropólogos sin ideas preconcebidas se acercan a investigar el comportamiento de tribus aisladas, se encuentran con una orgía de sangre y fuego, ¿cuál es en realidad el poder corruptor de la civilización sobre la naturaleza supuestamente antiviolenta de los humanos?. O si es posible explicar, no sólo el procesamiento de la información recogida por los sentidos, sino el uso en forma de pensamiento o acción que el cerebro da a esa información con sólo esquematizar estos procesos a través de la misma ingeniería de sistemas que aplicamos a nuestro mundo digital ¿por qué vamos a creer que el cerebro es algo diferente a lo qué físicamente aparenta ser?.

Sin embargo, existe, todavía hoy, mucha resistencia a aceptar estas ideas, y hay científicos que no sólo las rechazan sino que las combaten vehementemente. El problema es que, en el fondo, nos encontramos ante un debate político. La evidencia de que no somos iguales al nacer porque nuestras capacidades están, en parte, determinadas por nuestro código genético particular choca frontalmente con la idea de igualdad (o puede llevar a peligrosas generalizaciones de tipo racista o discriminatorio en general). Pero negar la evidencia lleva a debates falsos. Pinker nos convence de que debemos partir de lo que sabemos sobre nosotros mismos, y a partir de ese conocimiento construir una sociedad justa aplicando los instrumentos con los que nos hemos dotado en las democracias occidentales. Se trata de actuar con inteligencia. Con nuestra inteligencia innata.

domingo, 12 de febrero de 2012

LA SERIE BOSS: POLÍTICA EN EL VERTEDERO




En el Chicago de la serie Boss (Starz, 2011) se hace política de vertedero. Literalmente, porque es el terrible descubrimiento de lo que está escondido entre los residuos acumulados en un terreno precisamente en el momento en el que todo estaba preparado para acometer en él la ampliación de un aeropuerto (con todas las voluntades aunadas alrededor de la ganancia) el hecho que, de repente, cambia la cómoda situación en la que vive un alcalde republicano que lleva varios años en el cargo, y que ha dejado su impronta (la de un personaje al que debes respetar, si eres mínimamente inteligente y tienes aprecio a la vida) y su carisma a lo largo y a lo ancho de la vida política no sólo de la ciudad, sino del Estado. Porque Tom Kane es un boss al que nadie es capaz de replicar (y que se confiesa de vez en cuando con su suegro, exalcalde y su antiguo mentor, precisamente porque no puede replicarle desde la noche oscura del Alzheimer en la que habita), que ha sido capaz de mantener vivo de cara a la galería un matrimonio de cartón piedra con la ayuda de su mujer (Meredith, interpretada por una Connie Nielsen sofisticada y muy atractiva) que es otro animal político en su terreno, y con la que tomó en su momento la decisión desgarradora de apartar de su vida a su única hija cuyas circunstancias (problemas con las drogas y voluntad de hacer el bien) son incompatibles con el mundo público en el que se desenvuelven. En medio de este frágil equilibrio, el alcalde de Chicago descubre (y no desvelo nada porque ocurre al comienzo del primer capítulo) que padece una mortal enfermedad neurodegenerativa de efectos imprevisibles y devastadores.




Así que el 80% de la serie es su protagonista, un Kesley Grammer, el doctor Frasier Crane de aquella estupenda sit-com basada en el humor inteligente, capaz de crear un personaje de este calibre con una serie de recursos entre los que destaca una voz única, cargada de carisma y personalidad, con la que ya había trabajado dando vida a distintos personajes de animación o como narrador en algunas producciones (pero que, excepto actuaciones teatrales, realmente no había hecho nada de importancia desde “Frasier“), y que le hace a uno preguntarse de qué manera este actor ha sido capaz de acoplar esa extraordinaria voz al desempeño de papeles tan radicalmente diferentes (hasta el punto de que, aprovechando que de vez en cuando ponen “Frasier” en algún canal de televisión no he resistido la tentación de poner el dual para comprobar si, de verdad, Grammer tenía la misma voz hace 15 años, y quedarme alucinado oyendo al alcalde Tom Kane intentando salir desesperadamente del típico equívoco que solía constituir el motor de cada capítulo de aquella genial comedia) y comprender perfectamente por qué se ha llevado el Globo de Oro al mejor actor de esta temporada.

Boss es una de esas creaciones que hace reflexionar sobre el mundo de hoy. En un enloquecedor ejercicio de doble vuelta de tuerca, digno de la distópica época en la que vivimos, nos encontramos con unos actores que hacen de políticos que hacen como si fueran políticos pero que en realidad son actores (con lo que los personajes se convierten en un complicado reto para los protagonistas, especialmente para Grammer que, para que todo sea más enrevesado, en la vida real es un activista del Partido Republicano). Así, el alcalde Tom Kane se sienta detrás de una preciosa mesa de madera noble sobre la que nunca vemos un solo papel y sólo utiliza un ordenador precisamente para grabar sus encuentros (representaciones) con sus atemorizados visitantes en su inmenso despacho (escenario) ahora que su enfermedad le hace fallar sobre las tablas y necesita tener un control sobre lo que ha dicho, a quién se lo ha dicho y cómo se lo ha dicho. O el candidato a Gobernador, Ben Zajac, al que su mujer anima en un mal momento recordándole que “Tienes un talento: estar en público, parecer interesado, que parezca que te importa, que parezca real, y hacer que la gente lo crea. Utilízalo”.




Ante un fraude cómo este uno esperaría que la gente reaccionara de alguna manera, pero, en realidad en ningún plano de los 8 episodios de la primera temporada de esta serie se nos muestra algún signo de compromiso, como si la Chicago de la segunda década del siglo XXI fuera el Madrid de la posguerra en el que, según la destrozada pero lúcida mirada de Dámaso Alonso, habitaban más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas), o como si no fuera más que el resultado de la lógica evolutiva darwiniana aplicada a aquella ciudad de antes de la Segunda Guerra Mundial controlada por una mafia inestable que sufría un grave problema de legitimidad y que, por eso mismo, no había derrotado a todos sus enemigos (bandas rivales y agencias federales), que se hubiera ido perfeccionando hasta transformarse en un conglomerado en el que, actualmente, es imposible desligar el poder del dinero (a través de un mecanismo perfecto de quid pro quo en el que la campaña publicitaria para llevar a un candidato al poder es financiada por aquellos mismos que reciben los frutos de su triunfo a través de las codiciadas contratas públicas), que es elegido por la misma gente que debería exponerlo y pulverizarlo (y a la que sólo vemos reaccionando casi como fantasmas en la magnífica cabecera, mientras suena “Satan your Kingdom Must Come Down” interpretada por Robert Plant) a través de un impecable proceso democrático (que se ha convertido en una especie de ritual religioso cuyo significado real se perdió hace mucho en la noche de los tiempos) y cuyos enemigos o bien surgen de una escisión del propio conglomerado (en una versión sofisticada y posmoderna del golpe de estado) o si están fuera del sistema (quizá algún periodista cuya voluntad siempre se puede torcer si se plantea la necesidad), son tan residuales que cumplen un papel de románticos rebeldes a los que nadie hace caso.

Boss tiene el aire de las series de calidad de su generación, bebe de las fuentes de los guiones cocinados a fuego lento de The Wire, pero también de las, a veces oscuras, tramas políticas que había que ir comprendiendo poco a poco en The West Wing, por ejemplo. Hay exigencia, pero también hay rédito. Y hay reflexión.

domingo, 22 de enero de 2012

HAMLET DE KENNETH BRANAGH: EL RESTO ES SILENCIO



Vivimos en un mundo acelerado, en una hoguera constante que todo lo consume. Nada, ni siquiera lo importante, brilla demasiado tiempo. La oferta cultural a nuestro alcance es ahora tan amplia, tan extraordinariamente vasta (tanto que uno se encuentra a veces abrumado por la nunca antes tan trabajosa tarea de decidir qué quiere leer o qué quiere ver) que haría palidecer de asombro a las personas que habitaban este mismo mundo 30 años atrás (es decir, a nosotros mismos, que hemos vivido a través de esta revolución cultural silenciosa). Por eso parece que uno tuviera que desenterrar varias capas de tierra acumulada para hablar de hechos asombrosos, como por ejemplo el de que, la que para muchos críticos es la mejor adaptación cinematográfica ejecutada nunca de cualquier obra de William Shakespeare fuera llevada a cabo por un, en ese momento, insultantemente joven actor inglés, que además se reserva el legendariamente difícil papel protagonista,  y no por algún director consagrado o de renombre.

Y es que en esta película (Hamlet, Kenneth Branagh, 1996) nos encontramos ante la conjunción perfecta de dos artes, con la fórmula mágica capaz de integrar el drama teatral clásico por excelencia, un texto denso y complejo donde los haya, una de esas creaciones universales del genio humano que se cuentan con los dedos de una mano, en un producto cinematográfico perfecto, en una película con valor añadido propio capaz de servirse de ese texto para alcanzar nuevas cotas, nuevos territorios inexplorados y colonizarlos con éxito.

Porque el señor Branagh es, sobre todo, una especie de médium, alguien capaz de escuchar a los muertos, y lo es en un doble sentido: primero porque pareciera que el propio Shakespeare le hubiera ayudado desde el más allá con la adaptación del guión, pero segundo, por el hecho asombroso de que consigue que el lenguaje cinematográfico se comunique con el espíritu de un texto escrito hace más de 400 años, que deja prácticamente íntegro e intacto, logrando, al mismo tiempo y sin que sepamos exactamente cómo, que ese lenguaje inmensamente rico, aunque arcaico, escrito en verso, pensado para su declamación a voz en grito, saturado de figuras retóricas encajadas en mensajes filosóficos (o, a veces, de mensajes filosóficos encajados en figuras retóricas) llegue hasta nosotros transformado en simples palabras pertenecientes al guión que un actor interpreta en una película (de tal forma que no nos espante el hecho de que si dos personajes se disponen a perseguir a un fantasma que huye, parlamenten sobre el tema durante cinco minutos antes de decidirse a hacerlo, o que si otro personaje es portador de la noticia de una muerte, se detenga durante su anuncio a describir en detalle las flores que adornaban la guirnalda que llevaba en la cabeza) y por lo tanto seamos capaces de asimilarlo y disfrutarlo como nunca antes había ocurrido. Y además, sin que se pierda un ápice de todo el acervo que arrastra una obra como Hamlet,  porque aquí, que nadie se engañe, seguimos asistiendo a una tragedia desmesurada habitada por personajes con un carácter único, fascinante y perfectamente distinguible, con su Shakesperiana capacidad para evolucionar intacta y con toda la complejidad filosófica que hay detrás de casi todos sus actos lista para ser interpretada. 





Para el logro de esta verdadera hazaña Branagh utiliza inteligentemente varios recursos. El más importante, y, probablemente la idea más feliz que haya tenido nunca un adaptador cinematográfico de Shakespeare, es llevarse el escenario a un suntuoso palacio victoriano inglés, lleno de luces, brillo y esplendores varios (ahorrándose el inevitablemente austero y sombrío ámbito que proporcionaría el más genuino interior de un castillo nórdico medieval) , de tal forma que nunca algo tan, en principio, superficial como el adorno había adquirido un papel tan protagonista y capta la atención del espectador desde el principio, quien no puede evitar, culpablemente, disfrutar del esplendor de ese bellísimo salón del trono o de la elegancia de los trajes militares y civiles de la época, mientras se desarrolla una tragedia total. Pero además, nos encontramos ante una película con uno de los mejores bagajes de cameos que yo recuerde, de tal forma que es recomendable no leer el casting antes de empezar a verla para sorprenderse plenamente con qué actores (o incluso qué no actores, porque hasta el mismísimo Duque de Marlborough, imaginamos que a cambio de ceder su impresionante palacio para la película se reserva un papel figurante del que sólo diré que sale en la escena final) aparecen de repente encarnando a los personajes secundarios de la obra (lo cual no quiere decir que los que interpreten a los protagonistas sean de menor categoría, baste mencionar a  Derek Jacobi, a Julie Christie o a Kate Winslet).

Para bien o para mal nuestro mundo es predominantemente audiovisual, nuestro gusto lo es, y aunque siempre tendremos la oportunidad de ver Hamlet representado en un teatro (cosa que en realidad no resulta tan sencilla, salvo que uno viva en Londres), nada como una gran película como esta (grande también porque dura cerca de cuatro horas, y si bien es cierto que también existe una versión corta, nadie debería dudar en disfrutarla en toda su longitud) para, desde nuestra época, contactar con el espíritu de Shakespeare. Eso es exactamente lo que esta película consigue, y así, al igual que lo que el propio Hamlet declama al morir, “el resto es silencio”.