martes, 26 de julio de 2011

FLORES DE FUEGO: LA LIRICA DE TAKESHI KITANO



Takeshi Kitano es algo así como un hombre del Renacimiento posmoderno. Pintor, poeta, escritor, cantante, bailarín de claque, cómico, presentador de televisión, profesor universitario y, finalmente, actor, guionista, productor y director de cine, en el mundillo cultural japonés debe ser imposible no toparse con él en algún momento. Pero, quizá, lo más sorprendente de Kitano (que, como en tantas otras cosas, parece haber hecho su carrera al revés) sea el hecho de que empezara siendo un cómico de éxito, después una celebridad televisiva en su país (el protagonista del internacionalmente famoso programa que en España se versionó, hace ya, dios santo, más de 20 años, con el título de “Humor amarillo” y que hizo las delicias del sádico que todo telespectador lleva dentro con su panoplia de japoneses intentando superar un conjunto de pruebas cómico-físicas delirantes e imposibles y por cuyo fracaso acababan invariablemente bañados en lodo y en los agudos comentarios sarcásticos de Juan Herrera y Miguel Ángel Coll)  para convertirse posteriormente en un cineasta de culto, en el creador de una obra especial, que, como todo lo radical, genera tantas adhesiones inquebrantables como rechazos irredentos (basta una lectura transversal de las críticas a sus películas para comprobarlo).

En 1997, con su séptimo film, Flores de fuego (Hana-bi), ganó el León de Oro del Festival de Venecia. Este galardón no es necesariamente garantía de nada (sólo hay que leer su palmarés histórico para darse cuenta), sin embargo, esta película marcó el salto internacional de Kitano y lo consagró como el típico director del que siempre uno se pregunta sobre qué estará rodando ahora. Hasta ese momento sus películas habían estado claramente separadas por su temática: estaban las de gansters (yakuzas) y luego estaban todas las demás. Pero lo especial de Flores de fuego es que consigue aunar en un solo conjunto (obteniendo unos resultados extraordinarios, llenos de armonía y sentido, y, probablemente, abriendo un camino para el cine negro moderno que ha sido luego explotado por otros) la historia violenta de un policía (Nishi, el propio Kitano que acostumbra a protagonizar sus filmes) al que ya no le importa nada, ni siquiera su propia vida, lo cuál se convierte en el arma principal que empuña contra todos los que se le acercan a pedirle cuentas, con la historia lírica e infinitamente conmovedora de las personas allegadas a ese mismo policía (la relación con su esposa, en primer lugar, que sufre un cáncer terminal y cuyo retrato es un prodigio de sensibilidad lírica, pero también la portentosa narración de la nueva vida del antiguo compañero de unidad, recluido en una silla de ruedas en la que, por un azar del destino, no se sienta el propio Nishi, y que Kitano utiliza para desplegar una imaginación visual deslumbrante abrumando al espectador con planos metafóricos saturados de la belleza de las naturalezas muertas en las que encuentra consuelo este personaje, y que, por cierto, son pinturas del propio director japonés, y en las que las flores se hacen fuego al impregnarse del deseo de vivir, metáfora que se materializa en los fuegos artificiales que Nishi prepara para la contemplación privilegiada y solitaria de su mujer).
 


Las películas de Kitano, y esta en particular, poseen un ritmo especial, una forma de narrar minimalista que encuentra arte en la economía de detalles y de gestos (lo cual tiene también que ver también con el hecho de que en 1994 Kitano sufriera un grave accidente de moto que le dejó un lado paralizado, un tic facial y una forma de andar característica, pero que él ha sabido explotar hasta el punto de dotar de una personalidad inconfundible a sus personajes), en la escasez de explicaciones habladas o, a veces, en su total ausencia (no es una exageración afirmar que las líneas del propio Kitano en Hana-bi deben de ocupar como mucho medio folio, pero esta es otra de sus genialidades, porque asistimos a escenas en las que, a pesar de estar sentado con otro personaje -su mujer, el médico que la atiende, sus compañeros policías- la sensación que da es que Nishi ya ha hablado, ya ha dicho lo que tenía que decir, y el contenido de sus palabras se deduce de lo que esos personajes le están diciendo a él en ese momento al que nosotros estamos asistiendo, dándole así a la elipsis un uso magistral), por lo que no resultan fáciles para el espectador, sobre todo teniendo en cuenta que también utiliza el rompecabezas temporal en algunas ocasiones, dejándonos a nosotros la tarea de encontrar la correspondiente cadena de causa-consecuencia. Pero todo eso, que podría suscitar el rechazo de alguien que esté dudando en acercarse al mundo de este creador (duda que, espero, contribuya en lo posible a disipar este post, aunque sea decidiendo dejarlo pasar), está trufado, como no podía ser de otra manera, dados los orígenes del personaje, de un humor (una ironía muy característica que suaviza el drama y que le da otra vuelta de tuerca más al conjunto) atractivo y, en ocasiones, surrealista (y autorreferencial, como por ejemplo el hecho de que la guarida de la banda mafiosa esté decorada con estrambóticos retratos del grupo).

Con Takeshi Kitano hay que dejarse llevar. Tenemos que relajarnos, abrir nuestra mente y no preocuparnos por estar perdidos. Tenemos que confiar, porque al volante está un genio, alguien, que, sin ninguna duda, nos va a llevar a buen puerto, como lo es el maravilloso final de esta película, que probablemente vaya a quedarse en nuestra memoria para siempre. Que nadie lo dude: merece la pena.

domingo, 17 de julio de 2011

EL ESPEJISMO DE DIOS: LA VERDAD REVELADA DE RICHARD DAWKINS



La mayoría de la gente no comprende realmente el mundo que les rodea. Muchos son incapaces de dar respuestas razonables a las típicas preguntas infantiles que les plantean sus hijos, como por ejemplo “¿qué son los animales o las plantas?”, o “¿qué somos nosotros?”, sin ir más lejos. Y digo que son incapaces de dar respuestas razonables, no que no respondan. La respuesta que la mayor parte de la gente tiene en su cabeza para todas estas cuestiones es Dios y su consecuencia, la religión. Pero es que desde que un señor llamado Charles Darwin (junto con algún otro naturalista de la segunda mitad del siglo XIX), desveló un enorme porcentaje del aparente misterio de la vida explicando con su Teoría de la Evolución mediante la Selección Natural cuál es El origen de las especies (obra obligatoria para todo aquel que quiera moverse por su medio con un mínimo conocimiento de cómo es el mundo en el que vive), la ciencia ya ha respondido, hace mucho tiempo, a esas preguntas satisfactoriamente.

Uno de los exponentes más brillantes del desarrollo contemporáneo de la Teoría de la Evolución es el biólogo y etólogo Richard Dawkins, autor de obras capitales como El gen egoísta (1976), que si bien sostiene una hipótesis que no ha sido totalmente aceptada por la comunidad científica (la de que la unidad mínima de selección natural es el gen, el elemento replicador alrededor del cuál se ha desarrollado necesariamente la vida animada tal como la conocemos porque sus características son las apropiadas para que se produzca esa replicación), le convirtió en uno de los especialistas en biología evolutiva más famosos del mundo, y le llevó posteriormente a poner su empeño en la divulgación de la Teoría de la Evolución, pero también, como es el caso que nos ocupa, a combatir incansablemente las pseudo teorías pergeñadas por los representantes de las confesiones evangélicas principalmente norteamericanas que se agrupan bajo el eufemismo de “diseño inteligente”, pero que lo único que intentan es insuflar respiración artificial a las creencias religiosas del origen de la vida basadas en lo que dice la Biblia.

Así, hay gente por ahí, gente poderosa y patrocinada financieramente por fundaciones de oscuros fines, que pretende que los colegios enseñen el llamado “diseño inteligente” (que incluye disparates como que la tierra tiene sólo unos pocos miles de años, pero que sobre todo, choca contra todas y cada una de las evidencias científicas obtenidas desde el famoso viaje de Darwin en el “Beagle”) como si fuera una concepción del origen de la vida al menos igualmente válida que la evolución por selección natural. Y lo consiguen, porque en EE.UU. (y en algunos lugares de Europa, como es el caso de nuestra Comunidad de Madrid donde la irracionalidad va ganando poco a poco su batalla eterna), la separación entre Iglesia y Estado es una ficción formal sin aplicaciones en la práctica. Por eso, científicos de la talla de Dawkins han sentido la necesidad de combatir esta lacra.
 


Pero Dawkins, en El espejismo de Dios (2006), va mucho más allá de rebatir las tonterías del creacionismo. En este libro, Dawkins, que es un ateo militante al frente de varias organizaciones racionalistas en todo el mundo, usa su implacable lógica científica (cuya plasmación en prosa es una verdadera fiesta de inteligencia e ironía) para fundir, uno por uno, los argumentos que soportan, justifican o legitiman el fenómeno religioso y la creencia en un ser sobrenatural todopoderoso como origen de todo lo existente. Para ello, el biólogo inglés, rompe las barreras de todo tipo que la religión ha ido construyendo a su alrededor para evitar el análisis científico de sus postulados (como el inexplicable respeto a la fe que todo el mundo, esté de acuerdo o no con ello, ha de guardar hasta el punto de que la ofensa religiosa está tipificada como delito en la mayoría de los códigos penales de los países desarrollados, no digamos en las teocracias musulmanas, quedando así las ideas religiosas fuera del debate público al que está sometido todo lo demás, o el llamado consenso de los Magisterios no Solapados, MANS, al que se atienen científicos como Stephen Jay Gould para no tener que mezclar sus creencias con la verdad de la ciencia y evitarse así una más que probable esquizofrenia) y procede considerando la existencia de Dios como una hipótesis científica más para explicar lo aún no explicado, el origen del universo, pero una hipótesis altamente improbable y que crea más problemas de los que resuelve (al generar preguntas tales como ¿quién creó al creador y para qué?). Dawkins repasa los argumentos filosóficos procedentes del mundo medieval a favor de la existencia de Dios y los deja desnudos en su inutilidad y pretenciosidad. Hace, por ejemplo, que nos llevemos las manos a la cabeza cuando aprendemos que alguien como el famoso matemático francés del siglo XVII Pascal, en su famosa “apuesta”, pudiera afirmar que era mejor creer en Dios que no creer, porque en el primer caso, si existe te salvas y si no, no pasa nada, pero en el segundo caso si existe vas al infierno, destilando de esta manera toda la hipocresía que rodea invariablemente a la religión y su moral postiza.

 La maravillosa falta de respeto (de prejuicios) de Dawkins (que escribió este libro con el recuerdo reciente de los atentados de Londres de 2005 y que no tiene ninguna duda del efecto pernicioso que la religión puede tener sobre la mente de las personas) le lleva incluso a plantearse la cuestión de si el fenómeno religioso no será en realidad, un subproducto de algo evolutivamente útil para el ser humano, y atisba una respuesta a esa pregunta (que ya se han planteado algunos antropólogos) basada en el hecho de que todos nacemos con una predisposición genética a obedecer a los adultos y a creernos lo que nos dicen, porque eso aumentó las posibilidades de supervivencia de nuestros ancestros y por tanto sus posibilidades de reproducirse y de transmitir esa tendencia. Pensar de esta manera, analizando los fenómenos culturales humanos a la luz de la selección natural, es fascinante. Como dice Dawkins, el conocimiento y la comprensión de la Evolución ensancha la conciencia. Porque, ciertamente, la verdad nos fue revelada hace 150 años. Sólo hace falta sentido común para aceptarla.

jueves, 7 de julio de 2011

LA CAIDA DE LOS GIGANTES: EL MOMENTO DE LA EVASION



Ken Follett (o quien quiera que actualmente esté detrás de ese nombre, es decir, sea el señor que aparece en la foto de las solapas o sea un grupo de personas que trabajan en equipo, porque en el fondo eso, a todos los efectos de un lector que sólo pretende disfrutar con un producto determinado, no tiene importancia) lleva escribiendo novelas de éxito desde hace más de 30 años. Ha sabido dar con una fórmula, ya sea componiendo thrillers de espionaje (un subgénero en decadencia como tantas otras cosas desde la caída del muro) o novelas históricas, que conduce invariablemente a las listas de libros más vendidos en todo el mundo. En España lo normal es que todo el mundo se haya leído un par de libros anteriores a Los pilares de la Tierra (bien en ese orden o bien después de descubrir a este escritor a través del boom de esa extraordinaria novela histórica), y que después siguieran con Un mundo sin fin (la parcialmente decepcionante continuación de la anterior). En todo caso, al autor de Los pilares hay que darle siempre otra oportunidad.

Por eso, acercándose como se acerca el periodo anual de disfrutar del merecidísimo descanso que todos nos hemos ganado con creces, es el momento idóneo para agarrar un libro de más de 800 páginas como es La caída de los gigantes e introducirse a placer en las historias cruzadas (y muy sabiamente trenzadas) de un puñado de familias (y personajes allegados) cada una de ellas originaria de alguna de las naciones que iban a ser protagonistas allá por la segunda década del siglo XX de una de las mayores catástrofes que ha conocido la historia de la humanidad, como es la I Guerra Mundial. Así, en La caída de los gigantes (cuyo título hace referencia a la derrota sin paliativos que sufrieron los dos imperios, el alemán y el austriaco, que formaron, junto al otomano, el eje al que se opusieron los llamados aliados, pero también al derrumbe de la Rusia zarista, el gigante mayor que cayó en esa época) asistimos a los avatares de la familia aristocrática galesa Fitzherbert, con sus inevitables sirvientes y sus explotados mineros del carbón (cuyas peligrosas evoluciones en las precarias minas de la época sirve para comenzar de una manera emocionante y espectacular la novela y para que sintamos estos personajes como los más cercanos a nosotros, tal y como el señor Follett, de origen galés, desea que hagamos) y a su interacción con otra alemana, los Von Ullrich (interacción en la que las relaciones sentimentales jugarán un papel trascendente). Nos desplazaremos al San Petersburgo prerrevolucionario para conocer a los hermanos Peshkov y su terrible pasado y no menos desasosegante presente. Asistiremos al ascenso del americano de Buffalo Gus Dewar, cuyo sentido común e inteligencia le ha convertido en uno de los asesores del Presidente Woodrow Wilson. No será este el único personaje histórico real que aparecerá en el relato: nuestros protagonistas dialogarán con el ubicuo Winston Churchill, que ya por aquella época empezaba a soltar frases para los diccionarios de citas, recibirán órdenes del mismísimo camarada Lenin (el cuál, en un determinado pasaje de la novela, es descrito físicamente por Follett sin que uno pueda evitar imaginarse al autor tomando notas en una libreta mientras da vueltas alrededor de su momia expuesta en Moscú) o aconsejarán, no demasiado bien, por cierto, al desfasado Kaiser alemán Wilhelm. Toda esta acumulación de personas y personajes que van y vienen durante varios años y en tantos escenarios nos harán pensar en una especie de grandiosa representación operística.

Pero también, a través de esos personajes sabremos de los orígenes históricos de movimientos como el feminismo (con las primeras reivindicaciones sufragistas en Gran Bretaña) o la transformación del laborismo desde un fenómeno prácticamente marginal a un partido con posibilidades de gobierno. O tendremos noticias de primera mano del rápido (a veces fulminante) desarrollo de la revolución rusa de 1917, con la toma del poder final por parte de los bolcheviques. Y, sobre todo, saldremos de la aventura de leer esta larga y prolija novela con un conocimiento mayor de algo que, en mi caso, siempre ha sido un acontecimiento misterioso como es la guerra del 14. Veremos como una serie de políticos imprudentes e incapacitados para regir los destinos de sus respectivos países llevaron al mundo al borde de la destrucción, provocando la muerte de millones de personas (y eso que en esta ocasión no hubo exterminios, limpiezas étnicas o bombardeos masivos contra la población civil, básicamente murieron soldados), la mayoría de las cuales eran miembros de la última generación de europeos. Nos sorprenderemos al saber que en Alemania se llegó a pasar hambre durante aquellos años debido al efectivo bloqueo naval al que fue sometida por parte de la potente armada británica. O que una vez decantado el destino de la guerra gracias a la intervención americana de última hora (uno de los errores estratégicos más evidentes de los alemanes, que calcularon mal sus opciones y que llegaron a pensar que para contrarrestar a EE.UU. bastaría con apoyar a México en una inverosímil guerra fronteriza), los furibundos anticomunistas británicos trasplantaron soldados desde las trincheras de Francia a enclaves inhóspitos al este de los Urales para apoyar a los contrarrevolucionarios rusos en su intento de arrebatar el poder al ejército rojo. 


Sí, también hay relaciones personales entre los distintos protagonistas, pero esto, sin duda, no es lo mejor de la novela. Aquí nos vamos a mover en un mundo de seres unidimensionales, buenos, malos e incluso maniqueos. Nos van a llover tópicos por todos los lados y vamos a leer algún párrafo sabiendo exactamente qué es lo que está escrito en la siguiente línea. Pero estamos en Julio. La temperatura en este Madrid (al que algún catedrático de geografía debería empezar a pensar en clasificar dentro de la zona climática subtropical, porque esto de mediterráneo va teniendo muy poco) es demasiado alta para pensar siquiera en atacar un Joyce, un Faulkner o un Bernhard (o, en otro orden de cosas, un Dawkins, un Penrose o un Stewart) . Es un buen momento para la evasión.