viernes, 30 de diciembre de 2011

CANCIÓN DE HIELO Y FUEGO: UN MUNDO NUEVO BAJO EL SOL



Todos llegamos a un momento en nuestras vidas, ya sea por las experiencias acumuladas o simplemente por el paso del tiempo, en que estamos convencidos de que nada ni nadie nos puede sorprender nunca más. Andamos por ahí con la mueca cínica del que ya sabe todo lo que hay que saber sobre la vida, convencidos de que no hay nada nuevo bajo el sol. Hasta que, invariablemente, nos tropezamos con algo nuevo y sorprendente, y comprendemos que un ingrediente más de esa sabiduría es la revelación de que, por ejemplo, el mundo del entretenimiento, es, en realidad, inabarcable, afortunadamente para nosotros. Canción de hielo y fuego (George R. R. Martin 1996-2011, por ahora) ha sido para mi un ejemplo de esa constatación, la inesperada revelación de que un mundo desconocido (la llamada literatura fantástica de la que sólo he sido capaz de leer El señor de los anillos y gracias a su magnífica adaptación cinematográfica) y, por tanto (tal y como parece estar grabado en nuestros genes) despreciado, considerado como no merecedor de nuestros preciosos tiempo y esfuerzo, es capaz de generar un manantial de entretenimiento pantagruélico, de provocar una ansiedad que desde hacía mucho tiempo sólo conocía a través de la espera entre capítulo y capítulo de las mejores series de televisión. Pero, por eso mismo, no sé si es responsable recomendar su lectura.

Porque quien se atreva a emprender este viaje comenzando por el primer libro, Juego de Tronos (algo obligatorio pero satisfactorio incluso a pesar de haber seguido la memorable temporada correspondiente de la serie de la HBO, un ejemplo de cómo se puede adaptar a la televisión, sin recurrir en exceso a los manidos efectos digitales, una historia compleja como ha habido pocas, si detrás de las cámaras hay gente con el cerebro y la sensibilidad suficiente como para, entre otras cosas, tener el buen juicio de contar con el propio autor como guionista) tiene que saber que se va a meter en una aventura literaria, sí, pero también en una odisea personal. Que se olvide de Internet, de la televisión, de los amigos y de la novia o novio. Que intente convencer a su familia de que el hecho de pasarse varias horas todos los días leyendo unos extraños libros de casi mil páginas, con letra diminuta, y contestar a sus lógicas preguntas con nerviosos monosílabos sin levantar la vista para no perder la línea de lectura no es motivo de consulta psicológica. Que no se engañe, que se compre el pack entero de los cuatro (o cinco, porque, dependiendo de las ediciones, Tormenta de Espadas, el tercer volumen, puede estar o no dividido en dos tomos) libros de bolsillo que hay editados en el mercado y que no sea tan ingenuo de pensar que va a poder aguantar a la publicación en español y además en ese formato del, por ahora (si bien parece ser que la historia va a continuar con otros, al menos, dos volúmenes más, lo que me da pie a implorar desde aquí al señor Martin, que se lo piense muy bien y que tenga en cuenta que está jugando con las vidas de personas con obligaciones) último volumen existente de la serie, titulado A Dance with Dragons (por cierto, y para los que se atrevan, la lectura en inglés es simplemente mucho más gratificante). En fin, que se prepare para una lectura absorbente como pocas, la de un relato al que la palabra adictivo no le hace verdadera justicia.



Nos encontramos en un mundo geográficamente imaginario (en el que la arbitraria e imprevisible duración de las estaciones climáticas juega un papel determinante dejándolo fuera incluso del ámbito de las leyes físicas reales) y temporalmente medieval (e inspirado en la Inglaterra de la Guerra de las dos rosas en el siglo XV, una de las numerosas referencias del mundo real que se pueden deducir de Canción de hielo y fuego, y cuyo descubrimiento no deja de ser otro entretenimiento más para el lector culto). Nos centramos en uno de sus continentes (Westeros, o los Siete reinos, traducido al español como Poniente, pero que no es el único ámbito en el que se desarrolla el relato, que se va ensanchando cada vez más) en el que la lucha por el llamado “Trono de Hierro” lleva mucho tiempo generando guerras entre las distintas familias que se consideran directamente legitimadas a ocuparlo y que acaba implicando, a través de vínculos de fidelidad más o menos interesados, a todas las familias nobles que se reparten, al modo feudal, el territorio. Paralelamente, el helador norte de los Siete reinos está amenazado continuamente por el avance implacable de unas fuerzas oscuras e infernales a las que las guerras de los hombres les traen sin cuidado, y contra el que sólo se interpone un ejército de mercenarios (the Night´s Watch) y un muro de hielo de proporciones inimaginables. Pero que nadie piense que nos encontramos ante una sencilla historia de castillos, espadas y torneos, ese no es más que el escenario sobre el que se desarrolla una narración compleja en la que la poliédrica moralidad de los humanos, sus relaciones con el sexo (explícito e integrado en el relato de manera natural) y la violencia (aún más explícita, y a salvo de la cual, conviene avisarlo, no está ninguno de los protagonistas, ni siquiera aquellos con los que el señor Martin, en un ejercicio de cierta crueldad con el lector, quiere que nos encariñemos), con el honor y el deber, con nuestras limitaciones y lo que nos exige la ciega y brutal realidad a cada momento, va a ser la auténtica protagonista.

El principal mérito del (malvado) señor Martin consiste en su increíble habilidad para mantener el equilibrio entre una narración que es colectiva como pocas (en ella intervienen prácticamente todos los miembros de esas familias, hasta el punto de que al final de cada uno de los tomos se ha tenido que incluir una relación de cada uno de los Lords, Ladys, Knights, y señores de menor rango clasificados por casas a cuyo frente se sitúan los principales contendientes, además de los bastardos y bastardas, más el resto de personajes que poco a poco van interviniendo en la historia, y que hay que consultar de vez en cuando salvo que uno tenga una memoria fotográfica extraterrestre) y las odiseas individuales de varios personajes afectados por las consecuencias siempre terribles de la guerra, dotados de un alma sorprendentemente cercana para los pobladores de un mundo que, no lo olvidemos, sólo está en la cabeza del autor, e incluso en algunos casos, destilando un aliento de marcado carácter shakesperiano (Ned Stark, conocedor de su deber y su destino, Lady Brienne, viviendo desde siempre contra corriente, Jaime Lannister, o como se puede hacer evolucionar un personaje de forma magistral, su hermana Cersei, un ejemplo de inteligencia sin un ápice de bondad, Littlefinger, el manipulador incansable, y por encima de todos la maravillosa Daenerys Targaryen, habitante de un mundo fantástico dentro de un mundo imaginario).



Por tanto recomiendo y no recomiendo leer (habrá quien piense que basta con seguir la serie de la HBO, pero creerme, a pesar de lo buena que es, no es suficiente) Canción de hielo y fuego: os dejo a vosotros una decisión que por ser un tanto peligrosa debe tomarse con cuidado. Abstenerse estudiantes con exámenes próximos, opositores, cargos del nuevo Gobierno muy ocupados en recortar presupuestos y demás personas con responsabilidades. O, simplemente, cambiar vuestras prioridades.

jueves, 24 de noviembre de 2011

MARGIN CALL: LA EXPANSIÓN DEL VENENO




En Septiembre de 2008 el mercado financiero mundial se vino abajo. Los problemas comenzaron cuando varios bancos inmobilliarios estadounidenses (los tristemente famosos Fannie Mae y Freddie Mac, cuya extravagantemente cómica combinación de nombres parece que hubiera sido diseñada para dar una nota triste de humor negro a los frías e implacables catástrofes económicas de los últimos años) comenzaron a cotizar a la baja en la bolsa debido a la falta de credibilidad que ya por entonces tenían sus hipotecas hasta ser tildadas de tóxicas o basura, esos adjetivos que hoy día son los compañeros inseparables de gran parte de los activos financieros mundiales. Pero no fue hasta que varios bancos de inversión también americanos, especializados casi exclusivamente en titulizar (es decir, dividirlas en paquetes y mezclarlas con otros activos distintos para poder comerciar con ellas) esas hipotecas sin valor (porque estaban evidentemente sobrevaloradas en un mercado inmobiliario que había llegado al techo, había tocado la campana y estaba comenzando a descender), se derrumbaran en cuestión de días (o quizá horas), que la pesadilla cuyas consecuencias aún vivimos resignados a no saber cuando vamos a despertar, si es que vamos a hacerlo alguna vez, se materializó.

Esta película (Margin Call, J.C.Chandor, 2011) es una ficción sobre el momento puntual en que, uno de esos bancos de inversión cayó en la cuenta de lo que estaba pasando, y sobre cómo llegaron a tomar las decisiones que tomaron las personas que en esa situación tenían la responsabilidad de tomarlas. Porque, a pesar de que nos encontramos ante el relato de unos hechos pertenecientes al árido mundo de la economía (en su vertiente aún más árida de las finanzas), esta película se centra precisamente en esas personas: ¿quiénes eran? ¿por qué hicieron lo que hicieron?. Chandor (que debuta en el cine con esta película, estrenada en Sundance, y que también es el autor del guión) nos cuenta una historia fría, simple y descarnada, que por momentos se asemeja a una trama para cometer un asesinato ruin pero necesario, y para ello diseña un guión bien estructurado, fácil de seguir a pesar de la complejidad del tema de fondo y que mantiene alto el interés del espectador (y que es muy recomendable combinar con la visualización de la extraordinaria Inside Job



Para ser el film de un debutante, Margin Call (término técnico que designa el intento por parte de un banco de realizar las operaciones de venta necesarias para ajustarse a un margen de seguridad que ha sido rebasado, bien por la propia oscilación del valor de las cosas o por una exigencia legal más estricta o por cualquier otro motivo)  cuenta con actores de renombre, capacitados para dar vida a gente que hay que crear casi de la nada, dotando a todos los personajes de complejidad genuinamente humana. Porque estos tipos serían los malditos causantes de la agonía económica mundial, pero, como no podía ser de otra manera, no son más que seres humanos con sus inevitables contradicciones: egoístas y desalmados, pero llenos de miedo, muy inteligentes e incluso brillantes, pero desvalidos, triunfadores, posicionados en la cumbre de la dimensión social americana de winners y loosers, pero solos y abandonados. Y por encima de todo equivocados, muy equivocados. Por eso es destacable el trabajo de Jeremy Irons (que borda su papel de banquero incapaz de entender lo que está pasando si no se lo explican en tres palabras: “explíquemelo como si fuera un niño, o mejor, un golden retriever. Piense que no estoy sentado aquí precisamente por mi inteligencia…”, frase a la que es fácil añadir “sino por ambición“ como coletilla) o el de Stanley Tucci, el analista de riesgos despedido que sabía lo que estaba pasando (y que añora su pasado como ingeniero que construía puentes, en una alusión a la insoportable inmaterialidad de su trabajo en el banco) o el de Kevin Spacey (dando vida al encargado de dirigir y motivar al ejército de brokers de la empresa, consciente de la falta de moralidad de lo que están haciendo, pero sin suficiente valor para enfrentarse a ello) o incluso el de Demi Moore, en uno de sus papeles más decentes de los últimos años, dando vida a una de las diseñadoras del sistema y por lo tanto, y puesto que hasta ese momento había demostrado ser una fuente inagotable de beneficios, encumbrada dentro de la organización, pero a la que llega la hora de caer vertiginosamente.

Hay un momento en la película en que estos tipos se fijan en la gente que va andando por la calle (es decir, se fijan en nosotros) mientras se preguntan, ¿cómo pueden estar así, sin saber lo que está a punto de pasar?. Lo terrible no es saber ya desde hace tiempo qué es lo que, efectivamente, pasó, sino pensar que es posible que esa misma pregunta se la estén haciendo, en este preciso momento, cualquier otro grupo de iniciados mientras miran como llueve por la ventana de sus despachos. Que Dios nos coja confesados, y sobre todo, con el mayor número de buenas películas vistas que sea posible. Amen.

lunes, 24 de octubre de 2011

EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS: HORROR AL FINAL DEL CAMINO



“El horror, el horror”

Hayamos o no leído la novela corta del escritor en lengua inglesa (aunque nacido en territorio ucraniano) Joseph Conrad Heart of Darkness (publicada en 1902) la mayoría de nosotros hemos oído hablar de la extraordinaria impresión que producen esas palabras finales pronunciadas por el enigmático señor Kurtz (y por el no menos enigmático coronel Kurtz del ejército estadounidense en Vietnam interpretado por Marlon Brando en la obra maestra de Francis Ford Coppola Apocalypse Now que tiene como punto de partida la obra de Conrad y que contribuyó enormemente a popularizarla) el agente comercial destacado en lo más profundo de una selva cuya localización geográfica no se concreta (pero que no puede ser otra que la del por entonces Congo belga, lugar que había sido visitado por el autor algunos años antes de escribir esta novela) por una compañía dedicada a la obtención, al precio que fuera (un precio que incluye vidas humanas, por supuesto las de aquellos nativos que estaban muy lejos de ser considerados como hombres por los colonizadores blancos, pero también las de éstos mismos, sometidos a los incontables riesgos que comportaba esa actividad) del lujoso marfil, largamente demandado en el mundo civilizado. 

El corazón de las tinieblas constituye un relato escalofriante en el que asistimos a la narración de un penoso y arriesgado viaje a lo largo de cientos de millas remontando un río lleno de peligros físicos por un lado, pero también mentales, porque la selva, frondosa, oscura y tan enigmática como pueda ser concebible que lo fuera para los hombres de aquella época (aunque el propio Conrad, marinero y aventurero con una vida tan intensa que daría para varias novelas y alguna que otra película, no llegó a experimentar en sus carnes esa experiencia concreta debido a que se encontró su barco averiado y tuvo que volver a Europa) es ante todo una amenaza para el equilibrio mental de los que se aventuran en ella, un lugar en el que la única civilización posible es la que pueda proporcionar lo que cada hombre lleve consigo en su mente y en su corazón. Por eso, el marinero inglés Charles Marlow (protagonista y al mismo tiempo narrador indirecto de unos hechos pasados, puesto que asistimos al relato que éste efectúa en el presente al resto de la tripulación de un barco para aliviar la espera del cambio de marea en el Támesis con un Londres iluminado al fondo) no deja de encontrarse con hombres ya transformados, más bien deformados por el hecho de hallarse durante meses o años confrontados con ellos mismos, solos, con una misión que parecen llevar a cabo sin recordar los motivos concretos que un día les llevaron allí.

Las famosas palabras finales de Kurtz, pronunciadas en un momento de conocimiento total (en el momento epifánico por excelencia que es la muerte), constituyen, en cierto sentido (y aquí hay que ser cuidadosos porque su interpretación es aún hoy objeto de debate literario e incluso filosófico) la chispa final de autoconsciencia que experimenta y que le permite contemplar con lucidez, con los ojos de la persona que alguna vez había sido (Conrad nos va dando pistas a lo largo de la novela y descubrimos que se trataba de un hombre culto y formado, es decir, civilizado, y con la intención más bien filantrópica de aprovechar su misión para proporcionar bienestar a los nativos, pero a la vez dotado de una personalidad abrumadora capaz de reclutar fidelidades inmarchitables entre hombres de toda condición) a la persona en que se ha convertido: una especie de deidad local ejerciente de un poder absoluto que incluye el de la vida y la muerte en sus dominios.

jueves, 29 de septiembre de 2011

EL ARBOL DE LA VIDA: AVISO URGENTE A LA POBLACION



Atención, por favor: si alguno de ustedes ha ojeado últimamente la cartelera, ha comprobado que se estrena esta película, con su Palma de Oro de Cannes y su canesú,  se ha sentido atraído por ella tanto por la entidad de los actores (grandes estrellas como Brad Pitt y Sean Penn entre otros) como por la del director y, en consecuencia, y a la vista de que también ha comprobado que la película se mantiene firmemente en lo alto de las listas de recaudación, ha decidido usted ir a verla, entonces, por favor tenga muy en cuenta lo siguiente:

DURA 2 HORAS Y 20 MINUTOS. Bien, dirá usted, ¿qué tiene eso de malo? Pues me temo que todo, porque estamos hablando de una de esas películas (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) en las que el guión y el argumento casi son lo mismo, es decir, un-padre-excesivamente-estricto-traumatiza-a-su-hijo-mayor, y ya está, no hay más (créanme), con lo que 2 horas y 20 minutos pueden hacerse realmente largas, casi eternas. Pero entonces, ¿con qué se rellena toda esa cantidad de metraje?. Muy fácil, simplemente se emplea machaconamente la misma fórmula. Porque la película  (tras un prólogo engañosamente prometedor en el que asistimos a la presentación de los personajes y que desvela el acontecimiento alrededor del cual va a girar toda la película como una espiral, para pasar después a contemplar un documental sobre el origen del universo, el amanecer de la Tierra y el surgimiento de la vida, que es algo así como un episodio de la serie Cosmos realizado con los medios digitales de los que disponemos ahora, pero tal cual) se basa en la aplicación implacable a golpe de martillo pilón de un ritmo estructural repetitivo, por medio del cual, asistimos a una sucesión de planos (poseedores de un grado de belleza estética que nadie puede negar, originales en su concepción, fotográficamente muy atractivos, ensamblados a través de un trabajo de montaje de altos vuelos, enfatizados con una música a veces arrebatadora, y en fin, virtuosos en lo que tienen de arte visual), a los que dada su calidad, y a pesar del desconcertante comienzo, decidimos prestar toda nuestra atención, pero que pronto se desvelan (en cuanto nos damos cuenta de que se repiten como ciclos, que son como variaciones sobre un mismo tema) como una especie de mantra alucinógeno con el que el director, poseedor de lo que los anglosajones denominan una “agenda”, simplemente, no desea contarnos una historia. Y es que es imposible contar una historia cuando se enfatiza tanto la forma que el contenido no es más que una especie de molesto subproducto, un inconveniente provocado por la utilización de cámaras para registrar imágenes al que podemos dar fácilmente salida si simplemente lo transformamos en un “mensaje”.

BRAD PITT HACE DE PADRE TONTORRÓN. Quien haya visto a Brad Pitt en películas como Inglourious Bastards o Quemar después de leer, habrá podido comprobar la capacidad que tiene este actor para representar a personajes próximos a la caricatura, hombretones de mandíbula cuadrada, mirada fija y cerebro lento que parecen inspirados en los malos del cómic americano de polizontes de después de la guerra. Pues bien, lo siento chicas, en esta película al señor Pitt parece que le hayan dicho que saque esa faceta a relucir porque su personaje (a pesar de que se nos venda por otro lado, tal vez para compensar, que es un ingeniero competente y un sensible músico aficionado, de la misma forma que nos lo podían haber adornado con el don de la rabdomancia, es decir, gratuitamente ) es un hombre simplón, obsesionado por cosas como que sus hijos le llamen “señor” en vez de “papá“, y capaz por ello de arriesgarse a perder su afecto y el de su mujer y que, básicamente, se dedica a adelantar el labio inferior para componer una expresión de estulticia. Por su parte, Sean Penn (que ha manifestado públicamente su disconformidad con el montaje final de la película, en el que al parecer su personaje ha sido sustancialmente recortado, pero que después de ver en qué consiste ese personaje personalmente opino que muy posiblemente hubiera dado lo mismo) se dedica a vagar por paisajes irreales poniendo cara de saber cosas muy importantes con cuyo conocimiento, ni usted ni yo, pobres mortales, podríamos ni siquiera atrevernos a soñar.
 
 
 

TENGA EN CUENTA QUE USTED NO ES METAFÍSICO. A los norteamericanos les pasa algo muy extraño con la religión. Pudiera ser normal que el ciudadano medio estadounidense habitante del conocido como cinturón bíblico dedique más tiempo de lo que lo haría un europeo en pensar en Dios y sus misterios misteriosos, pero lo que nos resulta chocante es que una parte de la élite cultural de ese país (por no hablar de los políticos que tratan a Dios como si fuera el principal donante de sus campañas, cosa que frecuentemente es en realidad, a través de persona interpuesta) se tome tan en serio la religión que esta acabe impregnando como un filtro de color grisáceo todo lo que hacen. El señor Malick, uno de esos artistas con vida blindada capaz de escapar a la implacable voracidad de la máquina mediática, tiene, como decía antes, una “agenda”, es decir un plan. Nos quiere vender un mensaje metafísico que más o menos viene a decir que Dios es amor o que el amor es Dios, o algún punto intermedio entre esos extremos. Si usted es de esas personas que no necesita mezclar el amor con Dios para saber lo bueno que es (el amor), entonces el mensaje de la película, con todo su aparato de maldades redimidas, personajes angélicos y esa especie de “quedada de almas” final,  le va a parecer una solemne tontería.

USTED VERÁ. El cine no convencional nos sorprende a veces con un éxito comercial provocado por esos boca-orejas milagrosos que han sacado del anonimato a tantos directores. Pero lo que ocurre con El árbol de la vida es que nos encontramos ante un malentendido provocado por la entidad de los nombres (o, simplemente, que el gancho comercial de esos nombres ha funcionado a toda máquina) y que, a juzgar por la bilis que los espectadores del cine donde asistí a verla echaban al finalizar el pase, no es, ni remotamente, un caso de boca-oreja. Quedan avisados.

martes, 6 de septiembre de 2011

CUALQUIER OTRO DÍA: NO SON LOS GÉNEROS, SON LOS ESCRITORES



La novela histórica siempre ha tenido mala fama entre los defensores de las esencias de la literatura canónica. Es un género que ha experimentado un auge reciente (o relativamente reciente, porque si tomamos la aparición de la extraordinaria novela El nombre de la rosa de Umberto Eco -y la impecable película consiguiente de Jean-Jacques Annaud-  como el primer catalizador importante del deseo de leer historias situadas en otros siglos y lugares, que cambió las fronteras de lo exótico, concepto que siempre ha sido seminal para la literatura de género, moviéndolo de lo geográfico, ámbito agotado ya en el siglo XX, a lo temporal, entonces, nos situamos hace ya más de 30 años atrás). Y es cierto que cuando uno se acerca a los estantes de una librería no deja de sorprenderse de lo inagotable que parece el filón desde el punto de vista comercial, sobre todo del mundo medieval, con la cantidad de monjes, médicos, filósofos, alquimistas, peregrinos, arquitectos, artesanos, comerciantes, magos, hechiceras y sabios de todo pelaje capaces de protagonizar todo tipo de narraciones, a veces incluso en forma de saga. Pero, como toda afirmación categórica, denostar este género calificándolo como “comercial” o “fácil” es peligroso, porque quien lo hace (a veces novelistas autocalificados de serios o profundos, cuyo triste destino es ser olvidados sin remedio, o, casi peor aún, ser recordados como esos que intentaban escribir igual que Juan Benet, grupo que, por numeroso, en España tiene prácticamente la entidad de género autónomo) se sitúa en una posición de superioridad que, a pesar de lo convencido que pueda estar de ello, no siempre ocupa.

Menos justificada está todavía esa mala fama cuando quien se acerca a la narrativa histórica es un gran escritor. Con Cualquier otro día (The Given Day, 2008) Dennis Lehane (el autor de dos magníficas novelas, Mystic River y Shutter Island conocidas en España por haber sido llevadas a la gran pantalla por directores de prestigio, Eastwood y Scorsese respectivamente, con algo más de fortuna el primero que el segundo, pero que ya gozaba de fama en EE.UU. gracias una serie de obras protagonizadas por su pareja de detectives Patrick Kenzi y Angela Gennaro, y que además fue uno de los elegidos por David Simon para elaborar los guiones de The Wire, en lo que en aquel momento debió ser tan sólo una llamada telefónica, pero que ahora se nos antoja como una especie de encargo divino) nos traslada al Boston del año 1918, en el mismo momento en que Alemania ha capitulado y los soldados norteamericanos vuelven a casa. Pero ese retorno no va a ser, ni mucho menos, apacible. Nos encontramos ante una ciudad convulsa, un lugar en el que se concentran en poco espacio los grandes conflictos humanos que iban a configurar el futuro del mundo a partir de ese momento: el nacimiento del movimiento obrero y de las primeras uniones sindicales de los trabajadores de las industrias que habían funcionado a pleno rendimiento durante la guerra, pero que ahora se iban a ver necesariamente afectadas por un parón en la producción y al mismo tiempo, por la necesidad de buscar trabajo a los cientos de miles de hombres que volvían de Europa. En definitiva, por la necesidad de pasar bruscamente de una economía de guerra (donde todo tiene sentido y justificación) a una economía de paz, en la que los ricos habrían de buscar nuevas formas de mantener las diferencias sociales tal y como estaban, pero también, enfrentarse a ese nuevo arma en poder de sus empleados que habían visto hacía pocos meses el triunfo de la Revolución Rusa: la huelga.



En este contexto (y después de que parte del problema de la sobrepoblación trabajadora se resolviera sólo debido a la alta mortandad causada por la epidemia de gripe que asoló el mundo después de la guerra) Lehane escoge personajes y para ello nos presenta al que va a ser el maestro de ceremonias de la novela, el famoso jugador de baseball de la época “Babe” Ruth (un mito de la cultura deportiva estadounidense) del que vamos siguiendo sus evoluciones y a través del cual conocemos a Luther Lawrence (en un partido informal imaginario que los mejores jugadores de la liga americana prefieren ganar deshonestamente que perder frente a un grupo de aficionados afroamericanos en una escena conmovedora que sirve para abrir la novela) un personaje casi Faulkneriano al que, a pesar de ser íntegro como una roca (o precisamente por eso) la vida le va jugando malas pasadas. Paralelamente nos acercaremos a Danny Coughlin, un policía de la ciudad de Boston marcado por su pertenencia a una familia tradicional irlandesa contra la que no tiene más remedio que revelarse cuando va siendo consciente de cuál ha de ser su propio camino. Ambos personajes se erigen en los protagonistas de una narración sólida, siempre absorbente, por momentos emocionante, en la que la posibilidad de que los policías (cuyo maltrato laboral por parte de las autoridades de la ciudad alcanza proporciones Dickensianas) de Boston acaben convocando una huelga general, se convierte en la amenaza en el horizonte que la vertebra.

Cualquier otro día es una de esas novelas que mezcla entretenimiento y conocimiento de forma óptima y con la que vamos a pasar unos cuantos días (hablamos de una obra extensa de más de 700 páginas) preguntándonos como demonios van a resolverse los enrevesados nudos narrativos que se van formando en ella, para después disfrutar de esos desenlaces, sabiamente construidos y darnos cuenta de la maestría de un escritor que se ha adentrado en el género histórico con éxito.

martes, 30 de agosto de 2011

MUNICH: STEVEN SPIELBERG, EL EXTRATERRESTRE



Nunca he sido fan de Steven Spielberg. Tengo que decirlo desde el principio y asumir lo que eso me acerca a la condición de bicho raro en cuanto a mis gustos cinematográficos. Cuando veo sus películas (y no soy de los que van al cine cuando se estrenan, por eso he tardado varios años en tragarme -y uso esta palabra con toda intención- la que es objeto de este post) no siento que voy a asistir a un acontecimiento cinematográfico especial, no espero grandes cosas como sí lo haría de un Scorsese, un Coppola, un Malick, un Polanski o un Nolan por citar a algunos. Me parece un director sobrevalorado al que hay que reconocer logros históricos con sus primeras películas (las de los 80 y alguna de las de los 90) pero que cuando ha intentado salirse de los terrenos en los que se mueve con comodidad (la acción, el suspense, la aventura o ese género inventado por él como es la ciencia ficción ternurista) no ha conseguido, ni mucho menos, sobresalir (¿o es que alguien se acuerda ahora de películas como Atrápame si puedes o La terminal, por ejemplo?)

Munich (Steven Spielberg, 2005) nos cuenta, básicamente, la acción de venganza que el estado de Israel ejecutó durante varios años sobre la organización terrorista palestina Septiembre Negro que en 1972 secuestró y asesinó (en el transcurso de una acción de rescate nefasta por parte de las fuerzas germanas) a un grupo de deportistas israelíes en el contexto de los juegos olímpicos que se celebraban en esa ciudad de la entonces Alemania Federal. Tras ello, las autoridades israelíes decidieron lanzar una operación denominada “La ira de Dios” (que extraña manía la de meter al sumo hacedor en los nombres de las guerras que nuestra laica y democrática civilización occidental emprende contra los muy integristas árabes) que, simplemente, pretendía ir eliminando poco a poco a los supuestos responsables (pro-hombres palestinos situados en puestos diplomáticos por toda Europa) del diseño y ejecución de aquella sangrienta acción.

Si usted fuera el Estado de Israel y quisiera ir por ahí asesinando supuestos terroristas no dudaría en reunir un grupo de profesionales bien entrenados para llevar a cabo estas operaciones encubiertas. Sin embargo, en una película de Spielberg, no pueden aparecer asesinos profesionales entre los buenos. Así que no queda más remedio que inventarse un grupo de gente maja, chicos simpáticos y vivarachos, de los que el espectador no sabe absolutamente nada excepto la pinta innegable de buenas personas que tienen. El protagonista (Eric Bana), con una mujer en avanzado estado de gestación, un padre que ha sido héroe militar y una trayectoria completamente desconocida para el espectador, salvo la de que ha trabajado (como prácticamente todos los israelíes) para el ejército y es conocido por la primera ministra, encarna a una especie de ideal de la virtud, un hombre que si hubiera nacido en la Grecia Antigua habría sido el modelo más solicitado para esculpir las estatuas de Apolo, un tipo que se va a dedicar a poner bombas en teléfonos, televisores, o camas, que va a disparar hasta vaciar el cargador a tipos indefensos a sangre fría, pero eso sí, cuando hay inocentes de por medio, preferiblemente criaturas que siempre pasan por allí en los momentos más inoportunos, se pone muy pálido y lo pasa muy mal, el pobre. 
 


Pero a pesar de todo eso (esa especie de capa de azúcar que sólo Spielberg sabe aplicar a sus películas, dejándolo todo pegajoso, que es capaz de transformar, por ejemplo, al tipo que fabrica las bombas para los atentados en un adorable artesano que tiene su taller lleno de artefactitos que hacen ruidillos) lo peor de la película no es su visión absurda de un grupo de agentes secretos asesinando gente por pura y simple venganza. Lo peor es que diálogo a diálogo, escena a escena, vamos comprendiendo que la historia que nos están contando ya nos la sabemos de memoria. Todo, absolutamente todo, va transcurriendo por caminos ya trillados por el cine en películas mejores (mucho mejores) que esta. Así que no hay salida: cuando se trata de acción, sabemos exactamente quien va a morir y como (excepto, lo reconozco, en la escena del piso franco en Chipre, en la que jamás en la vida habría previsto lo que acaba sucediendo, pero porque lo que sucede es imposible); si es suspense, se nos anuncia la resolución de la escena con una torpeza exasperante, y cuando se trata de otra cosa, lo que vemos es tan absurdo (lo mal que se narra la forma en que el grupo obtiene la información, para lo cual, al parecer, basta con tener una amiga hippy en Alemania y fumarse un porrete con ella o la descripción delirante de esa organización/familia/comuna francesa, que es una fuente inagotable de información inaccesible para los gobiernos más poderosos de la tierra, pero que al ser francesa, no puede evitar celebrar alegres comidas bajo el amable sol de la campiña, en las que no falta el queso y el buen vino) que a veces parece que estemos viendo una película paródica.

Dentro de las malas críticas que esta película obtuvo en su momento (que son minoría, se pude afirmar que Munich fue un éxito de crítica) casi todas giran en torno al maniqueísmo en el tratamiento de la historia, a la distinción superficial y burda entre buenos y malos, dejando la verdadera discusión, es decir, si estamos ante una buena o mala película en segundo plano. A mi no me hubiera importado la toma de partido por parte de Spielberg, con cuyo origen judío hay que contar y punto, siempre que el resultado hubiera merecido la pena. Pero no es el caso. Munich es simplemente un bodrio y Spielberg es una especie de extraterrestre que hace, casi siempre, un cine anodino con el que consigue prestigio. Misterios.

martes, 26 de julio de 2011

FLORES DE FUEGO: LA LIRICA DE TAKESHI KITANO



Takeshi Kitano es algo así como un hombre del Renacimiento posmoderno. Pintor, poeta, escritor, cantante, bailarín de claque, cómico, presentador de televisión, profesor universitario y, finalmente, actor, guionista, productor y director de cine, en el mundillo cultural japonés debe ser imposible no toparse con él en algún momento. Pero, quizá, lo más sorprendente de Kitano (que, como en tantas otras cosas, parece haber hecho su carrera al revés) sea el hecho de que empezara siendo un cómico de éxito, después una celebridad televisiva en su país (el protagonista del internacionalmente famoso programa que en España se versionó, hace ya, dios santo, más de 20 años, con el título de “Humor amarillo” y que hizo las delicias del sádico que todo telespectador lleva dentro con su panoplia de japoneses intentando superar un conjunto de pruebas cómico-físicas delirantes e imposibles y por cuyo fracaso acababan invariablemente bañados en lodo y en los agudos comentarios sarcásticos de Juan Herrera y Miguel Ángel Coll)  para convertirse posteriormente en un cineasta de culto, en el creador de una obra especial, que, como todo lo radical, genera tantas adhesiones inquebrantables como rechazos irredentos (basta una lectura transversal de las críticas a sus películas para comprobarlo).

En 1997, con su séptimo film, Flores de fuego (Hana-bi), ganó el León de Oro del Festival de Venecia. Este galardón no es necesariamente garantía de nada (sólo hay que leer su palmarés histórico para darse cuenta), sin embargo, esta película marcó el salto internacional de Kitano y lo consagró como el típico director del que siempre uno se pregunta sobre qué estará rodando ahora. Hasta ese momento sus películas habían estado claramente separadas por su temática: estaban las de gansters (yakuzas) y luego estaban todas las demás. Pero lo especial de Flores de fuego es que consigue aunar en un solo conjunto (obteniendo unos resultados extraordinarios, llenos de armonía y sentido, y, probablemente, abriendo un camino para el cine negro moderno que ha sido luego explotado por otros) la historia violenta de un policía (Nishi, el propio Kitano que acostumbra a protagonizar sus filmes) al que ya no le importa nada, ni siquiera su propia vida, lo cuál se convierte en el arma principal que empuña contra todos los que se le acercan a pedirle cuentas, con la historia lírica e infinitamente conmovedora de las personas allegadas a ese mismo policía (la relación con su esposa, en primer lugar, que sufre un cáncer terminal y cuyo retrato es un prodigio de sensibilidad lírica, pero también la portentosa narración de la nueva vida del antiguo compañero de unidad, recluido en una silla de ruedas en la que, por un azar del destino, no se sienta el propio Nishi, y que Kitano utiliza para desplegar una imaginación visual deslumbrante abrumando al espectador con planos metafóricos saturados de la belleza de las naturalezas muertas en las que encuentra consuelo este personaje, y que, por cierto, son pinturas del propio director japonés, y en las que las flores se hacen fuego al impregnarse del deseo de vivir, metáfora que se materializa en los fuegos artificiales que Nishi prepara para la contemplación privilegiada y solitaria de su mujer).
 


Las películas de Kitano, y esta en particular, poseen un ritmo especial, una forma de narrar minimalista que encuentra arte en la economía de detalles y de gestos (lo cual tiene también que ver también con el hecho de que en 1994 Kitano sufriera un grave accidente de moto que le dejó un lado paralizado, un tic facial y una forma de andar característica, pero que él ha sabido explotar hasta el punto de dotar de una personalidad inconfundible a sus personajes), en la escasez de explicaciones habladas o, a veces, en su total ausencia (no es una exageración afirmar que las líneas del propio Kitano en Hana-bi deben de ocupar como mucho medio folio, pero esta es otra de sus genialidades, porque asistimos a escenas en las que, a pesar de estar sentado con otro personaje -su mujer, el médico que la atiende, sus compañeros policías- la sensación que da es que Nishi ya ha hablado, ya ha dicho lo que tenía que decir, y el contenido de sus palabras se deduce de lo que esos personajes le están diciendo a él en ese momento al que nosotros estamos asistiendo, dándole así a la elipsis un uso magistral), por lo que no resultan fáciles para el espectador, sobre todo teniendo en cuenta que también utiliza el rompecabezas temporal en algunas ocasiones, dejándonos a nosotros la tarea de encontrar la correspondiente cadena de causa-consecuencia. Pero todo eso, que podría suscitar el rechazo de alguien que esté dudando en acercarse al mundo de este creador (duda que, espero, contribuya en lo posible a disipar este post, aunque sea decidiendo dejarlo pasar), está trufado, como no podía ser de otra manera, dados los orígenes del personaje, de un humor (una ironía muy característica que suaviza el drama y que le da otra vuelta de tuerca más al conjunto) atractivo y, en ocasiones, surrealista (y autorreferencial, como por ejemplo el hecho de que la guarida de la banda mafiosa esté decorada con estrambóticos retratos del grupo).

Con Takeshi Kitano hay que dejarse llevar. Tenemos que relajarnos, abrir nuestra mente y no preocuparnos por estar perdidos. Tenemos que confiar, porque al volante está un genio, alguien, que, sin ninguna duda, nos va a llevar a buen puerto, como lo es el maravilloso final de esta película, que probablemente vaya a quedarse en nuestra memoria para siempre. Que nadie lo dude: merece la pena.

domingo, 17 de julio de 2011

EL ESPEJISMO DE DIOS: LA VERDAD REVELADA DE RICHARD DAWKINS



La mayoría de la gente no comprende realmente el mundo que les rodea. Muchos son incapaces de dar respuestas razonables a las típicas preguntas infantiles que les plantean sus hijos, como por ejemplo “¿qué son los animales o las plantas?”, o “¿qué somos nosotros?”, sin ir más lejos. Y digo que son incapaces de dar respuestas razonables, no que no respondan. La respuesta que la mayor parte de la gente tiene en su cabeza para todas estas cuestiones es Dios y su consecuencia, la religión. Pero es que desde que un señor llamado Charles Darwin (junto con algún otro naturalista de la segunda mitad del siglo XIX), desveló un enorme porcentaje del aparente misterio de la vida explicando con su Teoría de la Evolución mediante la Selección Natural cuál es El origen de las especies (obra obligatoria para todo aquel que quiera moverse por su medio con un mínimo conocimiento de cómo es el mundo en el que vive), la ciencia ya ha respondido, hace mucho tiempo, a esas preguntas satisfactoriamente.

Uno de los exponentes más brillantes del desarrollo contemporáneo de la Teoría de la Evolución es el biólogo y etólogo Richard Dawkins, autor de obras capitales como El gen egoísta (1976), que si bien sostiene una hipótesis que no ha sido totalmente aceptada por la comunidad científica (la de que la unidad mínima de selección natural es el gen, el elemento replicador alrededor del cuál se ha desarrollado necesariamente la vida animada tal como la conocemos porque sus características son las apropiadas para que se produzca esa replicación), le convirtió en uno de los especialistas en biología evolutiva más famosos del mundo, y le llevó posteriormente a poner su empeño en la divulgación de la Teoría de la Evolución, pero también, como es el caso que nos ocupa, a combatir incansablemente las pseudo teorías pergeñadas por los representantes de las confesiones evangélicas principalmente norteamericanas que se agrupan bajo el eufemismo de “diseño inteligente”, pero que lo único que intentan es insuflar respiración artificial a las creencias religiosas del origen de la vida basadas en lo que dice la Biblia.

Así, hay gente por ahí, gente poderosa y patrocinada financieramente por fundaciones de oscuros fines, que pretende que los colegios enseñen el llamado “diseño inteligente” (que incluye disparates como que la tierra tiene sólo unos pocos miles de años, pero que sobre todo, choca contra todas y cada una de las evidencias científicas obtenidas desde el famoso viaje de Darwin en el “Beagle”) como si fuera una concepción del origen de la vida al menos igualmente válida que la evolución por selección natural. Y lo consiguen, porque en EE.UU. (y en algunos lugares de Europa, como es el caso de nuestra Comunidad de Madrid donde la irracionalidad va ganando poco a poco su batalla eterna), la separación entre Iglesia y Estado es una ficción formal sin aplicaciones en la práctica. Por eso, científicos de la talla de Dawkins han sentido la necesidad de combatir esta lacra.
 


Pero Dawkins, en El espejismo de Dios (2006), va mucho más allá de rebatir las tonterías del creacionismo. En este libro, Dawkins, que es un ateo militante al frente de varias organizaciones racionalistas en todo el mundo, usa su implacable lógica científica (cuya plasmación en prosa es una verdadera fiesta de inteligencia e ironía) para fundir, uno por uno, los argumentos que soportan, justifican o legitiman el fenómeno religioso y la creencia en un ser sobrenatural todopoderoso como origen de todo lo existente. Para ello, el biólogo inglés, rompe las barreras de todo tipo que la religión ha ido construyendo a su alrededor para evitar el análisis científico de sus postulados (como el inexplicable respeto a la fe que todo el mundo, esté de acuerdo o no con ello, ha de guardar hasta el punto de que la ofensa religiosa está tipificada como delito en la mayoría de los códigos penales de los países desarrollados, no digamos en las teocracias musulmanas, quedando así las ideas religiosas fuera del debate público al que está sometido todo lo demás, o el llamado consenso de los Magisterios no Solapados, MANS, al que se atienen científicos como Stephen Jay Gould para no tener que mezclar sus creencias con la verdad de la ciencia y evitarse así una más que probable esquizofrenia) y procede considerando la existencia de Dios como una hipótesis científica más para explicar lo aún no explicado, el origen del universo, pero una hipótesis altamente improbable y que crea más problemas de los que resuelve (al generar preguntas tales como ¿quién creó al creador y para qué?). Dawkins repasa los argumentos filosóficos procedentes del mundo medieval a favor de la existencia de Dios y los deja desnudos en su inutilidad y pretenciosidad. Hace, por ejemplo, que nos llevemos las manos a la cabeza cuando aprendemos que alguien como el famoso matemático francés del siglo XVII Pascal, en su famosa “apuesta”, pudiera afirmar que era mejor creer en Dios que no creer, porque en el primer caso, si existe te salvas y si no, no pasa nada, pero en el segundo caso si existe vas al infierno, destilando de esta manera toda la hipocresía que rodea invariablemente a la religión y su moral postiza.

 La maravillosa falta de respeto (de prejuicios) de Dawkins (que escribió este libro con el recuerdo reciente de los atentados de Londres de 2005 y que no tiene ninguna duda del efecto pernicioso que la religión puede tener sobre la mente de las personas) le lleva incluso a plantearse la cuestión de si el fenómeno religioso no será en realidad, un subproducto de algo evolutivamente útil para el ser humano, y atisba una respuesta a esa pregunta (que ya se han planteado algunos antropólogos) basada en el hecho de que todos nacemos con una predisposición genética a obedecer a los adultos y a creernos lo que nos dicen, porque eso aumentó las posibilidades de supervivencia de nuestros ancestros y por tanto sus posibilidades de reproducirse y de transmitir esa tendencia. Pensar de esta manera, analizando los fenómenos culturales humanos a la luz de la selección natural, es fascinante. Como dice Dawkins, el conocimiento y la comprensión de la Evolución ensancha la conciencia. Porque, ciertamente, la verdad nos fue revelada hace 150 años. Sólo hace falta sentido común para aceptarla.

jueves, 7 de julio de 2011

LA CAIDA DE LOS GIGANTES: EL MOMENTO DE LA EVASION



Ken Follett (o quien quiera que actualmente esté detrás de ese nombre, es decir, sea el señor que aparece en la foto de las solapas o sea un grupo de personas que trabajan en equipo, porque en el fondo eso, a todos los efectos de un lector que sólo pretende disfrutar con un producto determinado, no tiene importancia) lleva escribiendo novelas de éxito desde hace más de 30 años. Ha sabido dar con una fórmula, ya sea componiendo thrillers de espionaje (un subgénero en decadencia como tantas otras cosas desde la caída del muro) o novelas históricas, que conduce invariablemente a las listas de libros más vendidos en todo el mundo. En España lo normal es que todo el mundo se haya leído un par de libros anteriores a Los pilares de la Tierra (bien en ese orden o bien después de descubrir a este escritor a través del boom de esa extraordinaria novela histórica), y que después siguieran con Un mundo sin fin (la parcialmente decepcionante continuación de la anterior). En todo caso, al autor de Los pilares hay que darle siempre otra oportunidad.

Por eso, acercándose como se acerca el periodo anual de disfrutar del merecidísimo descanso que todos nos hemos ganado con creces, es el momento idóneo para agarrar un libro de más de 800 páginas como es La caída de los gigantes e introducirse a placer en las historias cruzadas (y muy sabiamente trenzadas) de un puñado de familias (y personajes allegados) cada una de ellas originaria de alguna de las naciones que iban a ser protagonistas allá por la segunda década del siglo XX de una de las mayores catástrofes que ha conocido la historia de la humanidad, como es la I Guerra Mundial. Así, en La caída de los gigantes (cuyo título hace referencia a la derrota sin paliativos que sufrieron los dos imperios, el alemán y el austriaco, que formaron, junto al otomano, el eje al que se opusieron los llamados aliados, pero también al derrumbe de la Rusia zarista, el gigante mayor que cayó en esa época) asistimos a los avatares de la familia aristocrática galesa Fitzherbert, con sus inevitables sirvientes y sus explotados mineros del carbón (cuyas peligrosas evoluciones en las precarias minas de la época sirve para comenzar de una manera emocionante y espectacular la novela y para que sintamos estos personajes como los más cercanos a nosotros, tal y como el señor Follett, de origen galés, desea que hagamos) y a su interacción con otra alemana, los Von Ullrich (interacción en la que las relaciones sentimentales jugarán un papel trascendente). Nos desplazaremos al San Petersburgo prerrevolucionario para conocer a los hermanos Peshkov y su terrible pasado y no menos desasosegante presente. Asistiremos al ascenso del americano de Buffalo Gus Dewar, cuyo sentido común e inteligencia le ha convertido en uno de los asesores del Presidente Woodrow Wilson. No será este el único personaje histórico real que aparecerá en el relato: nuestros protagonistas dialogarán con el ubicuo Winston Churchill, que ya por aquella época empezaba a soltar frases para los diccionarios de citas, recibirán órdenes del mismísimo camarada Lenin (el cuál, en un determinado pasaje de la novela, es descrito físicamente por Follett sin que uno pueda evitar imaginarse al autor tomando notas en una libreta mientras da vueltas alrededor de su momia expuesta en Moscú) o aconsejarán, no demasiado bien, por cierto, al desfasado Kaiser alemán Wilhelm. Toda esta acumulación de personas y personajes que van y vienen durante varios años y en tantos escenarios nos harán pensar en una especie de grandiosa representación operística.

Pero también, a través de esos personajes sabremos de los orígenes históricos de movimientos como el feminismo (con las primeras reivindicaciones sufragistas en Gran Bretaña) o la transformación del laborismo desde un fenómeno prácticamente marginal a un partido con posibilidades de gobierno. O tendremos noticias de primera mano del rápido (a veces fulminante) desarrollo de la revolución rusa de 1917, con la toma del poder final por parte de los bolcheviques. Y, sobre todo, saldremos de la aventura de leer esta larga y prolija novela con un conocimiento mayor de algo que, en mi caso, siempre ha sido un acontecimiento misterioso como es la guerra del 14. Veremos como una serie de políticos imprudentes e incapacitados para regir los destinos de sus respectivos países llevaron al mundo al borde de la destrucción, provocando la muerte de millones de personas (y eso que en esta ocasión no hubo exterminios, limpiezas étnicas o bombardeos masivos contra la población civil, básicamente murieron soldados), la mayoría de las cuales eran miembros de la última generación de europeos. Nos sorprenderemos al saber que en Alemania se llegó a pasar hambre durante aquellos años debido al efectivo bloqueo naval al que fue sometida por parte de la potente armada británica. O que una vez decantado el destino de la guerra gracias a la intervención americana de última hora (uno de los errores estratégicos más evidentes de los alemanes, que calcularon mal sus opciones y que llegaron a pensar que para contrarrestar a EE.UU. bastaría con apoyar a México en una inverosímil guerra fronteriza), los furibundos anticomunistas británicos trasplantaron soldados desde las trincheras de Francia a enclaves inhóspitos al este de los Urales para apoyar a los contrarrevolucionarios rusos en su intento de arrebatar el poder al ejército rojo. 


Sí, también hay relaciones personales entre los distintos protagonistas, pero esto, sin duda, no es lo mejor de la novela. Aquí nos vamos a mover en un mundo de seres unidimensionales, buenos, malos e incluso maniqueos. Nos van a llover tópicos por todos los lados y vamos a leer algún párrafo sabiendo exactamente qué es lo que está escrito en la siguiente línea. Pero estamos en Julio. La temperatura en este Madrid (al que algún catedrático de geografía debería empezar a pensar en clasificar dentro de la zona climática subtropical, porque esto de mediterráneo va teniendo muy poco) es demasiado alta para pensar siquiera en atacar un Joyce, un Faulkner o un Bernhard (o, en otro orden de cosas, un Dawkins, un Penrose o un Stewart) . Es un buen momento para la evasión.

domingo, 26 de junio de 2011

OLIVER SACKS: LA MENTE Y EL CEREBRO



El cerebro es todo un misterio. Investigarlo, desentrañar su funcionamiento es lo mismo que preguntarnos por nosotros mismos. Es responder a la desconcertante cuestión de qué es lo que somos. Se trata, más concretamente de averiguar qué hay detrás de características humanas como la inteligencia, el talento o la empatía, pero también de las que definen nuestro lado oscuro, como el egoísmo o la violencia. A estas cuestiones se ha tratado de responder históricamente a través de dos frentes que han estado demasiado tiempo separados: el enfoque fisiológico (es decir, el que busca explicar su funcionamiento orgánico y que nos ha permitido asociar con una precisión increíble áreas cerebrales con funciones cognitivas como las que interpretan la información que recibimos a través de nuestros sentidos, pero también con la memoria o las emociones, por ejemplo) y el enfoque psiquiátrico (o la búsqueda sistemática de explicación y solución a las alteraciones en el comportamiento de la mente). Pero, con el tiempo, investigadores de todo el planeta se han dado cuenta de que ambos enfoques son en realidad inseparables si se quiere profundizar de manera productiva en los misterios de la mente humana.

Uno de estos científicos ha sido el brillante neurólogo y psiquiatra inglés Oliver Sacks, autor de varios de los mejores libros de divulgación sobre este tema de los últimos años (uno de los cuáles, "Despertares", dio origen a una magnífica película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro en 1990) entre los que se encuentra el que es objeto de esta reseña, titulado “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” (título algo efectista pero que ayuda a situarnos en el increíble y desconcertante mundo que describe), en el que el doctor Sacks agrupa en cuatro partes (pérdidas, excesos, arrebatos y el mundo de los simples) la descripción de varios casos patológicos que fueron a parar a sus diversas consultas neurológicas en casas de acogida para pobres y en el Hospital del Estado en el Bronx, Nueva York, a lo largo de varios años, y que cualquier lector medianamente interesado va devorar con tal intensidad, que no sería extraño que acabara consumiendo sus 300 páginas de una sentada.

Cuando uno va comprendiendo, gracias a las explicaciones precisas y amenas del doctor Sacks, cuáles son los efectos que las enfermedades neurológicas pueden tener sobre las personas, no puede evitar sentir dos emociones aparentemente contradictorias entre sí: el horror y la fascinación. Porque es horrible saber de personas que son incapaces de reconocer las caras de la gente, ciegos para los rasgos que definen incluso a sus seres queridos (como es el caso del doctor P., el que da título al libro, incapaz de identificar, no ya a su esposa, sino a sí mismo en un espejo), pero también es fascinante aprender como estas personas son capaces a través de una facultad que está presente en nosotros cuando perdemos una de nuestras funciones (la que agudiza el oído de los ciegos o la capacidad de concentración de los sordos, por ejemplo) de compensar la pérdida, es decir, de adaptarse a las nuevas condiciones a las que su estado les somete, y así poder reconocer a la gente por características que a nosotros se nos escapan. Este efecto de compensación, presente en todos los casos de pérdida descritos en el libro, se ve muy bien en el titulado “La dama descarnada” (uno de los más desconcertantes dentro de una colección de historias tremendas), que describe el de una mujer joven y sana que un buen día dejó de tener el sentido de su propio cuerpo (es decir, perdió el sentido de la “propiocepción“), hasta el punto de ser incapaz de distinguirlo del resto de las cosas del mundo, y que pudo, no sin enormes dificultades, ir sustituyendo este sentido de lo propio (del que todos estamos dotados y que quizá sea una de las cosas más importantes que conforman nuestra identidad de la que menos conscientes seamos) por un control externo, gracias a la vista, de su propio cuerpo y sus movimientos, de tal forma que finalmente fue capaz de ser autónoma aunque siempre mirando como se movían sus brazos o sus piernas.
 
 


Pero quizá, donde el doctor Sacks alcance la mayor profundidad en sus reflexiones acerca de lo que constituye la esencia de la mente humana sea en esos casos de pérdidas de memoria tan graves (el llamado síndrome de Korsakov, una amnesia tan brutal que impide a las personas grabar recuerdos nuevos) que inciden en la propia identidad de la gente. Sacks se pregunta acerca de qué piensan de sí mismos las personas que sufren este mal, seres humanos que se aferran a una realidad coherente fabulando continuamente en una verborrea interminable para poder explicarse a si mismos dónde están, quiénes son y qué está pasando cada vez que transcurre el intervalo escaso de tiempo en que su memoria es capaz de registrar la realidad. Es cómo si hubiera algo detrás que tratara de no perder los papeles, una fuerza que impusiera la lógica por encima del marasmo sin sentido en que se ve sumida una mente con una enfermedad de esa magnitud.

En el libro encontramos casos aún más extraños y llamativos (entre los que se llevan la palma los de los llamados “sabios” o personas con discapacidades intelectuales capaces por otro lado de hazañas mentales a las que nadie podría ni siquiera acercarse) y nos dejamos llevar sin dificultad por el punto de vista del doctor Sacks que borda la genialidad en algunos capítulos (imprescindible el titulado “El discurso del Presidente”) y que deja traslucir tanto un agudísimo sentido de la observación como una ternura inmensa por todos y cada uno de sus pacientes (por eso confiesa en la introducción que “me interesan en el mismo grado las enfermedades y las personas“), seres humanos aquejados de males terribles, pero cuyos cerebros torturados han dado un impulso decisivo a la comprensión de la mente como un todo, a la unificación del objeto y el sujeto. Por eso “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” es un libro imprescindible para todo el que quiera saber algo más de sí mismo.

martes, 21 de junio de 2011

THE KILLING: BIENVENIDOS AL NORTE



Seattle, con sus más de 600.000 habitantes, es la ciudad estadounidense más importante de las emplazadas más al norte del país. Está a tan sólo 180 kilómetros de la frontera canadiense, sin embargo, eso sólo la sitúa por debajo de cualquiera de las latitudes que alcanzan los llamados países nórdicos europeos (es más, sus 47º de latitud están al sur de Londres, Berlín e incluso París, aunque parezca increíble, pero basta echar un vistazo a un mapamundi para comprobarlo). Es decir, para un sueco, un danés (y no digamos un noruego o un islandés) o incluso un británico, Seattle es el Sur. Sin embargo, en la serie The Killing, Seattle da toda la sensación de ser una capital escandinava (y esto no es ninguna casualidad, ya que estamos hablando de la versión americana de una serie danesa, Forbrydelsen o El crimen, que se desarrolla en Copenhague, y en cuya adaptación probablemente se ha buscado este efecto). Sus personajes recorren sus calles bajo una atmósfera que nos remite a esas ciudades del norte por las que el sol no se asoma casi nunca y llueve tantos días al año que parece que sus habitantes hubieran sido objeto de una maldición india.

Y es que cuando se trata de contar la investigación del horrible asesinato de una adolescente cuyo cadáver aparece en el maletero de un coche hundido en el fondo de un lago, y las terribles consecuencias que esta muerte tiene para su familia, pero también, como un cáncer en un cuerpo viejo que se fuera extendiendo lenta pero inexorablemente, sobre todos los personajes de cuyas vidas vamos sabiendo a lo largo de los magníficos 13 episodios de la primera temporada de esta serie (uno de los mejores policíacos que se han parido en los últimos años en todo el mundo, fruto de las privilegiadas mentes que están detrás de los guiones de los productos de calidad de la cadena AMC, en directa y productiva competencia con la ya consagrada HBO), la búsqueda de una atmósfera determinada, el marco ambiental que de credibilidad a las evoluciones de los actores, deviene en algo de gran importancia. Enseguida nos acostumbramos a ver a la pareja de detectives formada por la íntegra, obstinada e instintiva (y difícil de olvidar) Sarah Linden (cuya conveniente apariencia nórdica es puramente casual, ya que está interpretada por Mireille Enos, una actriz americana con ancestros franceses y cuya extraordinaria interpretación es otro de los grandes atractivos de la serie) y el misterioso, inteligente y perspicaz Stephen Holder, (este sí el actor sueco Joel Kinnaman) corriendo bajo la lluvia o tratando de desenmarañar la complicada madeja en la que, poco a poco, se va convirtiendo la investigación del caso al monótono y triste ritmo que marcan los limpiaparabrisas de su coche.


The Killing tiene el aire del boom de la novela negra escandinava. En cierta forma es una especie de Wallander a la americana, en el sentido de que no nos ahorra ninguno de los detalles incómodos, difíciles de digerir, que se producen en torno a lo que constituye el núcleo central de una investigación policial, que no es otra cosa que una muerte horrible (y que normalmente quedan olvidados frívolamente cuando vemos a padres, madres o esposas conversar tranquilamente con la policía sobre la muerte de sus seres queridos en escenas inverosímiles apenas horas después del acontecimiento) que en otras producciones de menor calidad nos harían simplemente cambiar de canal o si poseemos el don de la paciencia, desear que termine la escena en cuestión, pero que en esta serie se elevan muy por encima de la media, alcanzando cotas dramáticas y emocionantes difíciles de conseguir. Así, asistimos a todos y cada uno de los desgarros que se van produciendo como fases inevitables en los miembros de la familia Larsen (cuya hija Rosie es la víctima sobre la que gira la trama), incluidos los hermanos pequeños, cuyo desvalimiento (y las dolorosas emociones que ello provoca en sus padres) es narrado con maestría y naturalidad. Y es precisamente esta naturalidad (también presente en las historias de los mejores representantes escandinavos del género), que es un rasgo predominante en toda la narración, la que dicta que nuestra pareja de detectives protagonista, con todas sus virtudes, incurran constantemente en errores, algunos de ellos muy graves. Es decir, meten la pata hasta el fondo, como si fueran policías de verdad y esto, en lo que tiene de considerar al espectador como alguien inteligente, es realmente apreciable.

La serie se ramifica también con otras subtramas no menos importantes, como la que narra la campaña a la alcaldía de la ciudad, que se encuentra en sus últimos momentos (hay que decir que cada episodio representa un día de la investigación principal, lo que contribuye a dar gran dinamismo al flujo de acontecimientos, esquema similar al de la serie danesa original) y en la que contienden el actual alcalde, un tipo deshonesto que busca su beneficio personal (algo raro en política) y el concejal Darren Richmond, un tipo que transmite honradez pero que lucha contra el terrible influjo emocional con el que carga desde que su mujer murió en un desgraciado accidente de tráfico. O la que se interna en la vida de la detective Linden, alguien que está al borde de la ruptura con todo, pero que permanece colgada en una especie de limbo personal mientras dura la investigación.

The Killing es intrigante, absorbente y emocionante. Tiene todos los ingredientes que necesitan las buenas historias del género negro. Los guionistas se las apañan en cada episodio para dar un giro desconcertante a la trama, de tal forma que ha sido una tortura ver la serie con una frecuencia semanal. Pero, además, nos revela a sus protagonistas como seres humanos que sufren y que se equivocan. Bienvenidos al norte.

miércoles, 15 de junio de 2011

1Q84: MURAKAMI ABRE UN OJO



En una de las primeras entradas de este autorreferente blog, hablábamos de After Dark, la última novela de Haruki Murakami antes de la aparición de 1Q84 y titulábamos la reseña “Murakami Dormido“. La verdad es que poníamos el libro a parir, probablemente es la crítica más dura que hayamos hecho a los hasta ahora 49 productos (y subproductos) culturales que han sido objeto de comentario en Todas las cosas. Sigo pensando que teníamos toda la razón del mundo (y he tenido ocasión de compartir esta misma opinión con otras personas), pero es verdad que, desde entonces, me he tomado como una especie de obligación hacia este escritor la de leer su siguiente novela (que no libro, en 2007 publicó un ensayo titulado “De que hablo cuando hablo de correr” del que he oído hablar bastante bien, por cierto) y tratar de reseñarla lo más objetivamente posible (añadiré que las novelas anteriores a After Dark que había leído del autor japonés me habían gustado bastante). De ahí este comentario y el título que lo encabeza, que no hace más que reflejar la impresión de novela fallida, de quiero y no puedo, que me ha dejado este 1Q84.

En 1Q84 se van alternando capítulos protagonizados por dos personajes distintos. Uno es el joven Tengo, profesor de matemáticas y escritor en ciernes que acaba siendo enredado por un editor (Komatsu, uno de los personajes más logrados de la novela) para que rescriba anónimamente una novela presentada a un concurso de autores noveles por una adolescente. La otra es la también joven Aomame, una chica fría, austera e independiente, cuya aparición en el primer capítulo es uno de los mejores comienzos de novela que he leído últimamente (toda la historia del extraño taxi varado en una de las autopistas del Tokio de hace 25 años, con la simbólica Sinfonieta de Janacek sonando en la radio, la huída de la protagonista a través de las escaleras de emergencia y la sorpresa mayúscula que supone para el lector la tarea que finalmente tiene encargada, me parece extraordinaria) y que tiene su vida organizada de una forma bastante peculiar. Estamos en 1984 (o en 1Q84, aprovechando que en japonés la q y el 9 tienen el mismo sonido). La reminiscencia orwelliana no es banal. En la novela de Orwell (también comentada aquí, y cuyo influjo, como pasa con todas las obras maestras parece no tener límite), la Historia tal y como la conocemos no existe, el sistema la rescribe constantemente para adaptarla a sus intereses, de forma que se vive en una especie de presente continuo (uno más de los apasionantes conceptos de esa iluminada obra). En 1Q84 lo que tiene una existencia dudosa es la misma realidad. Nadie puede estar seguro de estar viviendo la misma realidad de siempre.

Las historias de Murakami se caracterizan por situarse en un equilibrio complejo entre la realidad más prosaica y una especie de misterio metafísico perturbador que lo abarca todo y por debajo del cual hay un fundamento difícil de discernir, pero que es el motor de la narración, para bien o para mal. De esta forma, un personaje puede estar tomándose una sopa de miso mientras contempla dos lunas en el cielo o fijarse en como se le marcan los pezones en la camiseta a una chica de características sobrenaturales, por ejemplo. El problema para el lector es que no es fácil disfrutar por completo de una novela en la que el autor parece desenvolverse mejor precisamente cuando todo lo misterioso y oculto pasa a un segundo plano y simplemente se convierte en un contador de historias interesantes (como lo es en realidad toda la parte de Aomame y su trabajo para la venerable Madame), lo que lleva a pensar que quizá hay un exceso de fascinación por el universo de Kafka en este autor (incluso puede que una cierta interpretación descarriada) y que cuando explora otras vías narrativas, cuando se desembaraza de esa especie de servidumbre, se vuelve ágil y mucho más atractivo (idea que también podría aplicarse a parte de la obra de otro autor “kafkoide“, como Paul Auster, si bien es verdad que parece haber dejado de lado esa influencia en sus últimas y estimables novelas).


Así, en mi opinión, lo mejor de 1Q84 son las historias que se desvían de la trama principal (como ya ocurría en "Kafka en la orilla", en la que la historia del incidente del grupo de escolares que se desmayan sin causa aparente en las montañas en plena Segunda Guerra Mundial nos deja literalmente sin aliento, y que, por cierto, comparte parte de la calidad y el mismo tono cuasi-documental con la que en la propia 1Q84 se narra sobre la creación y posterior evolución de la organización Vanguardia), trama que sobre todo a partir de la segunda mitad del libro empieza a adquirir el tono de esas narraciones en las que el escritor parece estar dando vueltas y vueltas sobre los mismos hechos porque no parece saber en realidad hacia donde llevar las cosas. Por supuesto que no faltan las continuas referencias musicales, algunas simbólicas y otras no, habituales en Murakami (desde la ya comentada Sinfonieta, que cualquier lector curioso debería escuchar para entender algunas cosas que se cuentan en la novela, hasta los discos clásicos de jazz) y un curioso abanico de temas que tienen en común su relación con la Antropología, especialidad del misterioso profesor Ebisuno, como la maravillosa referencia a la tribu de los guiliakos a partir de la obra de Chejov “Un viaje a Sajalin” o, por ejemplo, todas las referencias al mundo de las sectas religiosas.

Lo peor es que, a pesar de las intenciones de Murakami, a uno le llega una total falta de transcendencia, una sensación continua de estar a punto de asir algo que finalmente se nos escapa de las manos. Casualmente (o, quién sabe, quizá todo tenga su razón de ser y estemos ante una reflexión autoconsciente del propio autor) es lo mismo que le pasa al propio Tengo con sus intentos literarios: “Sus textos no estaban nada mal y podía crear historias bastante interesantes, pero carecía de la fuerza necesaria para, arriesgándose, apelar al corazón del lector. Al terminar de leer, uno se quedaba insatisfecho, como si faltara algo”. De momento, 1Q84 abarca dos partes de lo que pretende ser una trilogía. Nosotros no perdemos la esperanza. El título de la reseña ya lo tengo pensado para cuando llegue el momento, ojalá, de despertar.

lunes, 6 de junio de 2011

PEQUEÑAS MENTIRAS SIN IMPORTANCIA: RETRATO DE GRUPO



No es fácil conseguir plasmar el retrato cinematográfico de un grupo de personas como tal y al mismo tiempo tener la voluntad de indagar en los rincones profundos de la intimidad de cada una de ellas. En el cine (y también en la literatura), el retrato grupal o generacional (ya que el propio director de esta película afirma haber tenido la intención de retratar a su generación), independientemente de que esté más o menos logrado, se suele quedar en la superficie de las personas o simplemente nos las muestra dentro de una faceta limitada, aquella que precisamente las define como integrantes de ese grupo. Por eso, uno, como espectador, en el caso de películas como esta (Pequeñas mentiras sin importancia, Guillaume Canet, 2010) parece que tuviera que adquirir el pack entero desde el punto de vista emocional. Es decir, uno tiene que sentir alguna clase de empatía (odio, amor, o cualquier estadio intermedio entre ambos extremos que no pase por la indiferencia) por el grupo entero, porque no tiene elementos suficientes para juzgar uno por uno a los personajes, ni siquiera al núcleo duro de los que, a través de sus problemáticas relaciones, se nos va contando la historia (un grupo de amigos que, a pesar del gravísimo accidente que sufre uno de sus habituales integrantes, decide proseguir con sus planes de vacaciones sin demasiadas dudas al respecto, poniendo de manifiesto que la naturaleza de su amistad está en realidad basada en esas pequeñas mentiras a las que se refiere el título).

Es decir, no sabemos realmente por qué actúa como actúa la enigmática Marie (una increíblemente atractiva Marion Cotillard que es algo así como la Penélope Cruz francesa, actuando en las películas que dirige su pareja en la vida real de la misma manera que nuestra madrileña acude siempre a la llamada de Almodóvar) en aquellas escenas que pretenden perfilarla como ser humano. Sabemos desde el principio que sus relaciones sentimentales (tanto con hombres como con mujeres) no son fáciles con aquellos que no parecen estar a su altura, pero desconocemos por qué tampoco fluyen con el que se nos presenta como su potencial hombre ideal. Ni tampoco tenemos a lo largo de la película un conocimiento más profundo de Vicent más allá del hecho de que parezca estar pasando por un momento de duda en lo relativo a su identidad sexual (circunstancia que, a la vista de quién es el objeto de sus casi incontrolables deseos, es desaprovechada por el director como elemento de comedia al intentar cargar la situación de unos tintes dramáticos que desentonan con el conjunto). No queda tampoco bien aquilatado el personaje de Max (el factotum del grupo, un empresario hotelero triunfador cuya generosidad interesada o, en el fondo, fraudulenta es la amalgama que los une a todos en una residencia vacacional en medio de un paraje ideal, el cabo Ferret, en la bella costa atlántica al norte de Burdeos, famosa por sus playas y por sus ostras), del que no tenemos más elementos que los empíricos para tratar de comprender el origen de su estado emocional alterado. 


Y sin embargo (y a pesar de tratarse de actores franceses en una película francesa, actores para los que, confieso, yo carezco de la sensibilidad suficiente como para comprender su modo de actuar incluso a un nivel primario, de forma que a veces me encuentro perdido ante sus gestos, sus palabras o sus reacciones, debido, sencillamente, a una carencia por mi parte de suficiente contacto con los franceses y con lo francés motivada por el excesivo consumo de los productos audiovisuales norteamericanos) Pequeñas mentiras sin importancia va logrando sus objetivos poco a poco, escena de grupo a escena de grupo. Porque a medida que vamos entendiendo la naturaleza de lo que se nos quiere contar, según vamos captando que nos encontramos ante unas personas inteligentes, sí, brillantes incluso, pero verdaderos analfabetos emocionales incapaces de comprenderse los unos a los otros y de entender lo que es realmente la amistad, nos damos cuenta de que la historia nos interesa y nos conmueve. A todo ello ayuda, por ejemplo, la incuestionable química que existe entre todos los personajes (y que se explica por el hecho de que se buscó intencionadamente juntar un grupo de actores que fueran amigos en la vida real).

Por eso, en el momento en que se nos muestra cuál es el verdadero papel del íntegro Jean-Louis, la razón por la que está en la película un personaje cuyas motivaciones para con el resto del grupo no habían quedado demasiado claras más allá de ofrecer la posibilidad de mostrar planos del magnífico entorno de la bahía de Arcachon, su emocionante (y al mismo tiempo violento y desgarrador) discurso en el que se pone de manifiesto la pobre naturaleza del afecto que cada uno de estos personajes dicen sentir por los demás (y que seguro que sienten sin darse cuenta de la profundidad de su falla), el espectador obtiene el rédito que se merece y decide adquirir el pack del que hablábamos al principio, dándose cuenta al mismo tiempo de que detrás de Pequeñas mentiras sin importancia hay una gran verdad.

sábado, 28 de mayo de 2011

INDIGNAOS DE STÉPHANE HESSEL: LEVADURA ESPAÑOLA



La vida de Stephane Hessel daría para un película. De origen alemán, pero nacionalizado francés en 1937, fue miembro destacado de la Resistencia Francesa y estuvo a punto de morir en 1944 en el campo de Buchenwald, pero se libró cambiando su identidad por la de otro preso. Posteriormente, además de colaborar activamente en asentar las bases sobre las que descansaría el Estado francés posterior a la guerra (un modelo de Estado del Bienestar creado desde las mismísimas ruinas), fue redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ahora, a sus 93 años, además de seguir comprometido en todo tipo de causas (como la palestina, por ejemplo, desde el plus de razón que le da su origen judío), en 2010 escribió un alegato (publicado en España con el prólogo de uno de los últimos representantes de la genuina intelectualidad de izquierda de nuestro país, como es José Luis Sampedro, que cuenta también con esos increíbles 93 años) en el que, desde su experiencia como combatiente antinazi, llama a la gente (y en especial a los jóvenes) a indignarse y actuar contra la comparativamente mucho más difusa invasión totalitaria del capitalismo financiero internacional, cuya voracidad (el origen de la cuál queda explicado con una claridad brutal en el imprescindible documental Inside Job) está empezando a socavar los pilares de ese Estado basado en la equidad y que parecía ser el signo distintivo de la Europa a la que siempre hemos admirado y de la que siempre hemos querido formar parte.

Hessel llama a la indignación como motivo para la resistencia, y para ello suelta verdades como puños: “Se atreven a decirnos que el Estado ya no puede garantizar los costes de estas medidas ciudadanas. Pero ¿cómo puede ser que actualmente no haya suficiente dinero para mantener y prolongar estas conquistas cuando la producción de riqueza ha aumentado considerablemente desde la Liberación, un periodo en el que Europa estaba en la ruina? Pues porque el poder del dinero, tan combatido por la Resistencia, nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general. Nunca había sido tan importante la distancia entre los más pobres y los más ricos, ni tan alentada la competitividad y la carrera por el dinero.


Pero para Hessel, el camino no es la violencia (lo dice alguien que tuvo que luchar a muerte contra el nazismo), sino la esperanza (y une ambos conceptos citando este extraordinario verso de Apollinaire: “Qué violenta es la esperanza”), y pone como ejemplo las figuras de Mandela o Martin Luther King y sus mensajes de mutua comprensión y atenta paciencia para la superación de los conflictos. Finalmente, pone en manos de la nuevas generaciones el idear la forma de cambiar el mundo en el que vivimos, dirigiéndose a ellos como “aquellos que harán el siglo XXI” y exhortándoles con el lema “Crear es resistir. Resistir es crear”.

Pues bien, el lugar donde la mecha ha prendido con más fuerza, donde la gente (principalmente joven, sí, pero simplemente porque son los jóvenes aquellos más capacitados para movilizarse en representación de buena parte de la sociedad, ejerciendo de vanguardia de ésta) se ha tomado en serio las exhortaciones de este alegato (que ha recibido el apoyo de destacadas figuras representativas de todos los frentes de la sociedad moderna, materializado en el libro “Reacciona, 10 razones por las que debes actuar frente a la crisis económica, política y social”, prologado por el propio Hessel) ha resultado ser, por lo menos de momento (y abstracción hecha de las revoluciones de los países árabes, donde la gente no está luchando contra la socavación del Estado del Bienestar, sino que se encuentra en un estadio anterior que bien podría parecerse al del mundo donde combatió la Resistencia Francesa) este país nuestro, caracterizado habitualmente por su apatía, su ensimismamiento y por el borreguismo que transmiten sus medios de comunicación de masas.

Pero claro, de lo que hay que darse cuenta hoy día, es que esos medios ya no son los de la gente (o los de al menos, un porcentaje significativo de esa gente) de las últimas generaciones. Los indignados no se alimentan de la mierda que sueltan la mayoría de las cadenas de televisión o de radio, ni de lo que publican casi todos los periódicos en España. Se trata de la gente más preparada, más culta y con el sentido crítico más aguzado que haya tenido ninguna generación en la historia de nuestro país. Gente que utiliza las redes de Internet como plataforma para construir un movimiento social, capaz de organizarse en un periodo de tiempo increíble y montar una movilización a nivel nacional que se ha convertido en un foco de atención mundial. Su actividad ha resistido, de momento, unas elecciones (que han supuesto un tsunami para los gobiernos autonómicos y locales en poder de la izquierda, lo cual sea probablemente injusto para ellos, desde el momento en que los votantes les han hecho pagar las consecuencias de una crisis contra la que no han podido esgrimir, allí donde se dieran, los resultados palpables de una buena gestión progresista sobre todo en los ayuntamientos, pero un tsunami no deja de ser un fenómeno natural), el ataque injusto y plañidero de los peseteros comerciantes de la Puerta del Sol, y, finalmente, y por ahora, la brutal actuación policial encomendada por los nuevos inquilinos de la Generalitat Catalana, que, de puro prácticos, tienen puntos de vista que rayan, en muchas ocasiones, con el fascismo más descarnado (y con la hipocresía más abyecta, como se desprende del hecho de poner como excusa la posibilidad de una celebración futbolística para desalojar la plaza de Cataluña de Barcelona). No son demasiados, tan sólo unos pocos miles de personas. Pero quizá constituyan, como dice Hessel, la levadura para levantar el pan.

domingo, 22 de mayo de 2011

MAGNOLIA: COMPLEJIDAD FILMADA



Bienvenidos a una de las mejores películas de los últimos tiempos. Bienvenidos todos al cine moderno con mayúsculas, a una película (Magnolia, Paul Thomas Anderson, 1999) generosa, diseñada para calar muy hondo. Desde el principio, con uno de los comienzos más originales (la humorística narración vertiginosa de tres leyendas urbanas basadas en casualidades imposibles seguida de la presentación frenética pero exhaustiva de los personajes que van a poblar el universo de la historia que se nos va a narrar y de sus circunstancias, creando la sensación en el espectador de estar entrando en la película a bordo de un cohete, y finalizando con un vuelo a través de un cielo salpicado de nubes que sirve de fondo a la información meteorológica, dato que luego se revelará muy importante) y estimulantes que yo recuerde, para dar paso a una sucesión de escenas en las que los personajes avanzan por sus historias a un ritmo que recuerda a esas composiciones de percusión en las que se va creando una tensión que va creciendo poco a poco, y en las que, cuando uno piensa que se está alcanzando el clímax, hay una nueva vuelta de tuerca que genera más y más fuerza, más y más emoción.

Son escenas en que todo fluye, en las que todo tiene sentido. Tenemos la sensación, en todo momento, de que es necesaria cada palabra que pronuncian los personajes, cada gesto que realizan, cada acto que acometen. A que suceda esto ayuda, como no, un elenco de actores impresionante, pero, sobre todo, el extraordinario guión del propio director, un Paul Thomas Anderson (para quien, según explicaba en una entrevista, escribir es como planchar: ir repasando una y otra vez el texto hasta que todo queda perfectamente liso) al que le llevó 8 meses terminarlo, si bien fue en las dos últimas semanas cuando surgió la mayor parte de la historia gracias a la total reclusión en la que le mantuvo el miedo a una serpiente que acechaba a la puerta de la aislada cabaña de un amigo donde se había encerrado para terminarlo. Del miedo a esa oportuna serpiente (que imaginamos soltada allí por la propia productora de la película) surgen personajes como el enfermero Phil Pharma, cargado de humanidad en todos los sentidos e interpretado por un maravilloso Phillip Seymour Hoffman. O la mujer al borde de un ataque de nervios Linda Partridge, con la que Julianne Moore se mantiene en su alto nivel de siempre. O el iluminado divo posmoderno Frank Mackey, interpretado por el probablemente mejor Tom Cruise de toda su carrera (premiado con un Globo de Oro), en su tenebroso seminario audiovisual “Seduce y Destruye”, consagrado a vender a los incautos métodos bizarros pero supuestamente infalibles para convertirse en el Don Juan que todo hombre desea secretamente ser, y que constituye un retrato deslumbrante de una de las vertientes manipuladoras más aborrecibles del comportamiento humano (imposible no relacionarlo con las Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace) y que es despiadadamente desenmascarado a su debido tiempo por una inteligente periodista. O el juguete roto Donnie Smith, antiguo concursante del programa What Do The Kids Know?, cuyo plató es uno de los focos principales del drama, y que es encarnado por el gran William Macy. O, en fin, el propio presentador del concurso, Jimmy Gator, una de las mayores celebridades televisivas de los últimos años y al que un cáncer terminal no le deja otro remedio que intentar arreglar deprisa y corriendo el dolor que sus gravísimos errores han venido causando en aquellos que debieran ser sus seres queridos. La nómina de personajes principales no se agota aquí (nos faltan el bienintencionado agente de policía Jim Kurring intentando llevar a buen puerto su relación con la muy problemática Claudia, el moribundo Earl Partridge, que desde su cama se constituye en el nudo que une buena parte de los múltiples hilos narrativos, o Stanley, el explotado niño prodigio, trasunto actual del desgraciado Donnie), pero lo que sería realmente interminable de explicar es la compleja maraña de relaciones existentes entre ellos, lo entrelazadas que están sus historias. Es, precisamente, en ese nivel de complejidad donde el guión alcanza sus cotas más altas, porque el mayor mérito de lo que consigue Anderson en esta inolvidable película, está en haber captado lo difíciles, enrevesadas y descarriladas que pueden llegar a resultar las vidas de los seres humanos, para después ponerse el sombrero de director y filmarlas prodigiosamente.



Y es que, no sólo nos encontramos fascinados por el orden en el que se nos van presentando las secuencias (que es lo mismo que decir el orden en que esas vidas al límite de unos personajes en busca de redención van, lentamente, evolucionando, cargadas de una intensidad tan profunda que hay momentos en que parece que estemos viviéndolas con ellos) diseñado para causar efectos (la tensión creciente hasta el infinito que comentaba antes), sino que muchas de esas secuencias son en sí mismas una obra de arte (las que preceden al comienzo del concurso, por ejemplo, con la cámara siguiendo y abandonando a unos personajes para pegarse a otros distintos para después recuperar a los primeros aprovechando el recodo de un pasillo, o aquella en que Julianne Moore acude a la consulta del médico, cuyo acceso al edificio se nos ofrece en forma de flashes que duran décimas de segundo, o los momentos de tensión insoportable como el encuentro entre Jimmy Gator y su hija, llena de odio, o la escena de la propia Julianne Moore en la farmacia, o las llamadas del enfermero en busca de ayuda para llevar a cabo su misión, o la entrevista desmitificadora de Frank Mackey…).

Todo lo anterior consigue mantenernos concentrados al máximo durante más de tres horas, hasta que llega la famosa escena de la lluvia de ranas (un prodigio de imaginación audiovisual que lejos de tener un efecto cómico, lo tiene poético), que funciona como un catalizador de toda la tensión acumulada y que tiene efectos directos en todos los personajes. En ese momento es cuando comprendemos que Magnolia es una experiencia única que nos muestra cuáles son los derroteros por los que debe transcurrir el cine contemporáneo realmente innovador. No la dejen pasar.