domingo, 24 de junio de 2012

SHAME: FRIALDAD Y CONMOCIÓN




La palabra inglesa “shame“ tiene una doble acepción: su empleo más frecuente es el equivalente español a vergüenza, como en “politicians have no shame”. Pero también es un sinónimo de “pity“, es decir, lástima, como en “it´s a shame we´ve got such politicians” (es increíble lo fácil que es para el subconsciente abrirse camino cuando uno busca ejemplos al azar). Esta polisemia está intencionadamente irresuelta en el título de una película (Shame, Steve Mc Queen, 2011) en la que vergüenza y lástima establecen un diálogo constante y son fuente de una riqueza emocional que, a través de una narración magistralmente dirigida (con un ritmo perfecto, fluido y con la dosis justa de escenas clave, cinematográficamente densas e impactantes) nos engancha, nos implica y nos identifica con los sentimientos de los protagonistas desde el principio, de tal forma que es muy difícil no vivir sus problemas desde dentro de nuestras propias emociones y sentimientos.

Nuestro protagonista (el neoyorquino Brandon, que se desnuda real y metafóricamente ante nosotros, mostrándonos desde sus actividades más íntimas, y cuando digo íntimas me refiero a todas aquellas para las que los varones tenemos que utilizar un órgano cilíndrico multifuncional que se haya entre las piernas, y que en su caso, y según la celebre broma fácil que le dedicó un George Clooney posiblemente víctima de una comprensible pelusa, “le sirve para jugar al golf sin utilizar los brazos”, hasta la dirección del edificio de apartamentos donde vive en pleno Manhattan, la 9w 31st Street, por cierto, para los más curiosos, una dirección real y perfectamente localizable en el Google Street View) está interpretado por uno de los actores más de moda del momento, como es Michael Fassbender, aunque en este caso, la popularidad va claramente de la mano de la calidad, y probablemente nos encontremos ante uno de los intérpretes con más futuro del panorama cinematográfico norteamericano (y con más pasado, porque Fassbender ya ha venido demostrando sus cualidades en películas importantes como Inglourious Bastards o Un método peligroso, y también con más presente, si nos atenemos a las críticas según las cuales este alemán de nacimiento logra brillar dentro de una película magnífica como parece ser la esperada Prometheus de Ridley Scott).

Al principio de esta película hace mucho frío (empezando por su primera secuencia, un plano fijo de Brandon en la cama durante ese momento tan solitario y aterrador que transcurre entre el fin del sueño y el comienzo de la realidad, que es capaz de transmitir, como en las grandes obras, una avalancha de significado con sólo un par de detalles). El ambiente es helador dentro del metro en el que le vemos desplazarse, mientras se nos intercalan flashes que nos van retratando al personaje y enmarcando sus circunstancias (y en la que por primera vez nos damos cuenta de que Mc Queen ha cargado de significado cada uno de los fotogramas que ha filmado, no dejando al azar ni siquiera el mensaje que aparece escrito en los carteles publicitarios situados en el mismo plano en el que aparecen sus personajes, como ese “How is this possible?” que se puede leer en el momento en el que vemos aparecer por vez primera a la mujer anónima con la que Brandon establece esa especie de relación fuera de contexto, mensajes que hay que ir cazando a lo largo de la película, hasta el punto de que juegan, conviene avisarlo, un papel capital para comprender y cerrar la aparentemente ambigua escena final), la temperatura es desoladoramente baja dentro de ese apartamento que parece construido a base de bloques de hielo, y donde le vemos desplegar sus rutinas, que incluyen oír en el contestador los tórridos mensajes de alguien que le necesita desesperadamente, pero a quien con esta temperatura (un lugar al que una ducha tibia dedicada al sexo solitario no puede calentar), como si fuera la de un vacío incapaz de transmitir el sonido, Brandon no escucha. 





No hay mucha vida tampoco dentro de la oficina donde Brandon trabaja en una actividad que no acaba de concretarse (y que pareciera que fuera imposible de determinar, más allá de lo que podemos deducir del surrealista “briefing“ en el que el personaje del jefe, en el que vemos retratado soberbiamente a un idiota de manual, parece estar hablando de tendencias de las redes sociales) y en la que no puede dejar de ser él mismo y esas circunstancias, que se concretan en una adicción al sexo que le lleva a practicarlo en todos los sitios y en todos los momentos, tan cerca ya de írsele de las manos que deducimos que estamos asistiendo a uno de sus estadíos finales, (y cuyas raíces profundas son detectables por el espectador ya en estos primeras escenas de la película) y que mantienen a Brandon viviendo en una especie de burbuja en la que la vida real no tiene cabida. Hasta que tiene lugar la que, en mi humilde opinión, es una de las escenas más conmovedoras vistas en el cine en los últimos tiempos, que no es otra que la ya célebre interpretación musical que hace una impresionante Carrie Mulligan de un clásico como New York, New York, con un ritmo tan lento y marcado que le hace a uno retorcerse incómodo en su asiento preso de una especie de ansiedad sin objeto discernible, pero que tiene tanta fuerza que acaba por romper todos los muros de hielo de los que hablábamos antes y desvía la narración (y por tanto, la vida del protagonista) por otros caminos, como si un enorme tren hubiera sido sometido a un cambio de agujas. Por su puesto que Brandon va a seguir desnudándose aún más ante nosotros (mostrándonos su absoluta incapacidad para las relaciones afectivas con las mujeres, o hasta que abismos tiene que bajar para tocar fondo, sin que, milagrosamente, la narración pierda el pulso en ningún momento, hasta el punto de que no detectamos tiempos muertos en la película, o al menos, yo no los percibo), pero el daño, o, más bien el beneficio, ya está hecho.

Retrato complejo pero redondo de la soledad urbana en el mundo contemporáneo, Shame es una obra poderosa capaz de conmocionar y sobrecoger incluso a los habitantes de ese mismo mundo y les habilita para captar su mensaje y actuar en consecuencia. Por eso mismo, por ser un artefacto capaz de conmover, de remover por dentro al más cínico, debe manejarse con cuidado. Pero debe verse.




jueves, 8 de marzo de 2012

LA TABLA RASA: LA INTELIGENCIA INNATA DE STEVEN PINKER





El día 17 de octubre de 1969, a las 8 de la mañana, la policía de la pacífica ciudad de Montreal, una de las ciudades más importantes de la idílica Canadá, y lugar de residencia de la familia Pinker, comenzó una huelga. Contra la opinión de sus padres, que le prohibieron salir de casa, el, por aquel entonces, joven Steven pensaba que nada especial ocurriría, de acuerdo con lo que le dictaban sus románticas ideas anarquistas. Sin embargo, aquel día se desató el infierno en Montreal, cometiéndose varios asesinatos, robos, venganzas, innumerables saqueos y actos vandálicos de todo tipo, hasta tal punto que las autoridades de la pacífica Montreal tuvieron que acudir al ejército y a la policía estatal para restaurar el orden. La impresión que estos hechos causaron en Steven Pinker provocó que la causa anarquista perdiera un militante, pero, afortunadamente, la causa de la ciencia contemporánea ganó uno de los más importantes estudiosos de la naturaleza humana y uno de los mejores divulgadores científicos de todos los tiempos.

En su libro “La Tabla Rasa” (The Blank Slate, 2002), que a pesar de adentrarse profundamente por los, en principio, complicados caminos de la ciencia cognitiva, la genética y la sociobiología, resulta ser un prodigio de sencillez, claridad y orden (dando la sensación de que el autor es perfectamente consciente de cómo tiene que explicar ideas complejas y revelándonos así que lo abstruso no está en el lenguaje, sino en nuestra torpeza comunicativa), Pinker ataca por todos los frentes los conceptos que, acerca de la naturaleza del comportamiento humano, han dominado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en el campo de la psicología, fundamentalmente, pero también la sociología y la antropología (y en general en todas las ciencias que buscan las respuestas a las preguntas de qué somos y de cómo somos). Estas ideas, que pretendieron haber dado fin al debate de qué porcentaje de las capacidades de la mente humana son innatas y cuánto es adquirido a través de la experiencia, considerando correcto afirmar que el cerebro es, básicamente, un órgano que nace vacío de contenido, procedían, en realidad, del desconocimiento comprensible primero, y la negativa irracional después, de una serie de verdades científicas que se han consolidado en los últimos años. Pinker pone en valor estos descubrimientos (que empiezan con la evidencia aportada por Chomsky de la existencia de una gramática generativa innata, pasan por las realidades de la biología evolutiva de autores de la importancia de Dawkins y desembocan en las ideas sobre la estructura computacional de la mente que el propio Pinker ha ido construyendo en el prestigioso MIT norteamericano) y va descartando poco a poco, con una desarmante facilidad, esas ideas equivocadas que él resume en tres conceptos seminales: “la tabla rasa” o la creencia de que todos nacemos con las mismas capacidades y la negación de que el comportamiento de las personas pueda tener relación directa o indirecta con los genes heredados, “el buen salvaje”, aquella idea de Rousseau que ha pervivido tanto tiempo contra toda evidencia, según la cual lo que explica la violencia del hombre no es nada de lo que está en su naturaleza (sino en la civilización) y “el espíritu dentro de la máquina”, o la creencia en una entidad sobrenatural (o algún tipo de sujeto colectivo) que gobierna nuestros actos desde dentro de nuestra propia cabeza (qué espanto es esto cuando uno lo piensa despacio).





Porque si al estudiar gemelos idénticos (esa versión natural de los clones humanos) que han sido separados al nacer, y que, por tanto, tienen experiencias vitales completamente diferentes, descubrimos que su comportamiento, sus gustos y sus manías son idénticas (desde sus preferencias políticas hasta sus elecciones vitales o desde sus preferencias gastronómicas hasta su forma de rascarse la nariz), ¿qué aporta en realidad la experiencia frente a la genética?. O si cuando los antropólogos sin ideas preconcebidas se acercan a investigar el comportamiento de tribus aisladas, se encuentran con una orgía de sangre y fuego, ¿cuál es en realidad el poder corruptor de la civilización sobre la naturaleza supuestamente antiviolenta de los humanos?. O si es posible explicar, no sólo el procesamiento de la información recogida por los sentidos, sino el uso en forma de pensamiento o acción que el cerebro da a esa información con sólo esquematizar estos procesos a través de la misma ingeniería de sistemas que aplicamos a nuestro mundo digital ¿por qué vamos a creer que el cerebro es algo diferente a lo qué físicamente aparenta ser?.

Sin embargo, existe, todavía hoy, mucha resistencia a aceptar estas ideas, y hay científicos que no sólo las rechazan sino que las combaten vehementemente. El problema es que, en el fondo, nos encontramos ante un debate político. La evidencia de que no somos iguales al nacer porque nuestras capacidades están, en parte, determinadas por nuestro código genético particular choca frontalmente con la idea de igualdad (o puede llevar a peligrosas generalizaciones de tipo racista o discriminatorio en general). Pero negar la evidencia lleva a debates falsos. Pinker nos convence de que debemos partir de lo que sabemos sobre nosotros mismos, y a partir de ese conocimiento construir una sociedad justa aplicando los instrumentos con los que nos hemos dotado en las democracias occidentales. Se trata de actuar con inteligencia. Con nuestra inteligencia innata.

domingo, 12 de febrero de 2012

LA SERIE BOSS: POLÍTICA EN EL VERTEDERO




En el Chicago de la serie Boss (Starz, 2011) se hace política de vertedero. Literalmente, porque es el terrible descubrimiento de lo que está escondido entre los residuos acumulados en un terreno precisamente en el momento en el que todo estaba preparado para acometer en él la ampliación de un aeropuerto (con todas las voluntades aunadas alrededor de la ganancia) el hecho que, de repente, cambia la cómoda situación en la que vive un alcalde republicano que lleva varios años en el cargo, y que ha dejado su impronta (la de un personaje al que debes respetar, si eres mínimamente inteligente y tienes aprecio a la vida) y su carisma a lo largo y a lo ancho de la vida política no sólo de la ciudad, sino del Estado. Porque Tom Kane es un boss al que nadie es capaz de replicar (y que se confiesa de vez en cuando con su suegro, exalcalde y su antiguo mentor, precisamente porque no puede replicarle desde la noche oscura del Alzheimer en la que habita), que ha sido capaz de mantener vivo de cara a la galería un matrimonio de cartón piedra con la ayuda de su mujer (Meredith, interpretada por una Connie Nielsen sofisticada y muy atractiva) que es otro animal político en su terreno, y con la que tomó en su momento la decisión desgarradora de apartar de su vida a su única hija cuyas circunstancias (problemas con las drogas y voluntad de hacer el bien) son incompatibles con el mundo público en el que se desenvuelven. En medio de este frágil equilibrio, el alcalde de Chicago descubre (y no desvelo nada porque ocurre al comienzo del primer capítulo) que padece una mortal enfermedad neurodegenerativa de efectos imprevisibles y devastadores.




Así que el 80% de la serie es su protagonista, un Kesley Grammer, el doctor Frasier Crane de aquella estupenda sit-com basada en el humor inteligente, capaz de crear un personaje de este calibre con una serie de recursos entre los que destaca una voz única, cargada de carisma y personalidad, con la que ya había trabajado dando vida a distintos personajes de animación o como narrador en algunas producciones (pero que, excepto actuaciones teatrales, realmente no había hecho nada de importancia desde “Frasier“), y que le hace a uno preguntarse de qué manera este actor ha sido capaz de acoplar esa extraordinaria voz al desempeño de papeles tan radicalmente diferentes (hasta el punto de que, aprovechando que de vez en cuando ponen “Frasier” en algún canal de televisión no he resistido la tentación de poner el dual para comprobar si, de verdad, Grammer tenía la misma voz hace 15 años, y quedarme alucinado oyendo al alcalde Tom Kane intentando salir desesperadamente del típico equívoco que solía constituir el motor de cada capítulo de aquella genial comedia) y comprender perfectamente por qué se ha llevado el Globo de Oro al mejor actor de esta temporada.

Boss es una de esas creaciones que hace reflexionar sobre el mundo de hoy. En un enloquecedor ejercicio de doble vuelta de tuerca, digno de la distópica época en la que vivimos, nos encontramos con unos actores que hacen de políticos que hacen como si fueran políticos pero que en realidad son actores (con lo que los personajes se convierten en un complicado reto para los protagonistas, especialmente para Grammer que, para que todo sea más enrevesado, en la vida real es un activista del Partido Republicano). Así, el alcalde Tom Kane se sienta detrás de una preciosa mesa de madera noble sobre la que nunca vemos un solo papel y sólo utiliza un ordenador precisamente para grabar sus encuentros (representaciones) con sus atemorizados visitantes en su inmenso despacho (escenario) ahora que su enfermedad le hace fallar sobre las tablas y necesita tener un control sobre lo que ha dicho, a quién se lo ha dicho y cómo se lo ha dicho. O el candidato a Gobernador, Ben Zajac, al que su mujer anima en un mal momento recordándole que “Tienes un talento: estar en público, parecer interesado, que parezca que te importa, que parezca real, y hacer que la gente lo crea. Utilízalo”.




Ante un fraude cómo este uno esperaría que la gente reaccionara de alguna manera, pero, en realidad en ningún plano de los 8 episodios de la primera temporada de esta serie se nos muestra algún signo de compromiso, como si la Chicago de la segunda década del siglo XXI fuera el Madrid de la posguerra en el que, según la destrozada pero lúcida mirada de Dámaso Alonso, habitaban más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas), o como si no fuera más que el resultado de la lógica evolutiva darwiniana aplicada a aquella ciudad de antes de la Segunda Guerra Mundial controlada por una mafia inestable que sufría un grave problema de legitimidad y que, por eso mismo, no había derrotado a todos sus enemigos (bandas rivales y agencias federales), que se hubiera ido perfeccionando hasta transformarse en un conglomerado en el que, actualmente, es imposible desligar el poder del dinero (a través de un mecanismo perfecto de quid pro quo en el que la campaña publicitaria para llevar a un candidato al poder es financiada por aquellos mismos que reciben los frutos de su triunfo a través de las codiciadas contratas públicas), que es elegido por la misma gente que debería exponerlo y pulverizarlo (y a la que sólo vemos reaccionando casi como fantasmas en la magnífica cabecera, mientras suena “Satan your Kingdom Must Come Down” interpretada por Robert Plant) a través de un impecable proceso democrático (que se ha convertido en una especie de ritual religioso cuyo significado real se perdió hace mucho en la noche de los tiempos) y cuyos enemigos o bien surgen de una escisión del propio conglomerado (en una versión sofisticada y posmoderna del golpe de estado) o si están fuera del sistema (quizá algún periodista cuya voluntad siempre se puede torcer si se plantea la necesidad), son tan residuales que cumplen un papel de románticos rebeldes a los que nadie hace caso.

Boss tiene el aire de las series de calidad de su generación, bebe de las fuentes de los guiones cocinados a fuego lento de The Wire, pero también de las, a veces oscuras, tramas políticas que había que ir comprendiendo poco a poco en The West Wing, por ejemplo. Hay exigencia, pero también hay rédito. Y hay reflexión.

domingo, 22 de enero de 2012

HAMLET DE KENNETH BRANAGH: EL RESTO ES SILENCIO



Vivimos en un mundo acelerado, en una hoguera constante que todo lo consume. Nada, ni siquiera lo importante, brilla demasiado tiempo. La oferta cultural a nuestro alcance es ahora tan amplia, tan extraordinariamente vasta (tanto que uno se encuentra a veces abrumado por la nunca antes tan trabajosa tarea de decidir qué quiere leer o qué quiere ver) que haría palidecer de asombro a las personas que habitaban este mismo mundo 30 años atrás (es decir, a nosotros mismos, que hemos vivido a través de esta revolución cultural silenciosa). Por eso parece que uno tuviera que desenterrar varias capas de tierra acumulada para hablar de hechos asombrosos, como por ejemplo el de que, la que para muchos críticos es la mejor adaptación cinematográfica ejecutada nunca de cualquier obra de William Shakespeare fuera llevada a cabo por un, en ese momento, insultantemente joven actor inglés, que además se reserva el legendariamente difícil papel protagonista,  y no por algún director consagrado o de renombre.

Y es que en esta película (Hamlet, Kenneth Branagh, 1996) nos encontramos ante la conjunción perfecta de dos artes, con la fórmula mágica capaz de integrar el drama teatral clásico por excelencia, un texto denso y complejo donde los haya, una de esas creaciones universales del genio humano que se cuentan con los dedos de una mano, en un producto cinematográfico perfecto, en una película con valor añadido propio capaz de servirse de ese texto para alcanzar nuevas cotas, nuevos territorios inexplorados y colonizarlos con éxito.

Porque el señor Branagh es, sobre todo, una especie de médium, alguien capaz de escuchar a los muertos, y lo es en un doble sentido: primero porque pareciera que el propio Shakespeare le hubiera ayudado desde el más allá con la adaptación del guión, pero segundo, por el hecho asombroso de que consigue que el lenguaje cinematográfico se comunique con el espíritu de un texto escrito hace más de 400 años, que deja prácticamente íntegro e intacto, logrando, al mismo tiempo y sin que sepamos exactamente cómo, que ese lenguaje inmensamente rico, aunque arcaico, escrito en verso, pensado para su declamación a voz en grito, saturado de figuras retóricas encajadas en mensajes filosóficos (o, a veces, de mensajes filosóficos encajados en figuras retóricas) llegue hasta nosotros transformado en simples palabras pertenecientes al guión que un actor interpreta en una película (de tal forma que no nos espante el hecho de que si dos personajes se disponen a perseguir a un fantasma que huye, parlamenten sobre el tema durante cinco minutos antes de decidirse a hacerlo, o que si otro personaje es portador de la noticia de una muerte, se detenga durante su anuncio a describir en detalle las flores que adornaban la guirnalda que llevaba en la cabeza) y por lo tanto seamos capaces de asimilarlo y disfrutarlo como nunca antes había ocurrido. Y además, sin que se pierda un ápice de todo el acervo que arrastra una obra como Hamlet,  porque aquí, que nadie se engañe, seguimos asistiendo a una tragedia desmesurada habitada por personajes con un carácter único, fascinante y perfectamente distinguible, con su Shakesperiana capacidad para evolucionar intacta y con toda la complejidad filosófica que hay detrás de casi todos sus actos lista para ser interpretada. 





Para el logro de esta verdadera hazaña Branagh utiliza inteligentemente varios recursos. El más importante, y, probablemente la idea más feliz que haya tenido nunca un adaptador cinematográfico de Shakespeare, es llevarse el escenario a un suntuoso palacio victoriano inglés, lleno de luces, brillo y esplendores varios (ahorrándose el inevitablemente austero y sombrío ámbito que proporcionaría el más genuino interior de un castillo nórdico medieval) , de tal forma que nunca algo tan, en principio, superficial como el adorno había adquirido un papel tan protagonista y capta la atención del espectador desde el principio, quien no puede evitar, culpablemente, disfrutar del esplendor de ese bellísimo salón del trono o de la elegancia de los trajes militares y civiles de la época, mientras se desarrolla una tragedia total. Pero además, nos encontramos ante una película con uno de los mejores bagajes de cameos que yo recuerde, de tal forma que es recomendable no leer el casting antes de empezar a verla para sorprenderse plenamente con qué actores (o incluso qué no actores, porque hasta el mismísimo Duque de Marlborough, imaginamos que a cambio de ceder su impresionante palacio para la película se reserva un papel figurante del que sólo diré que sale en la escena final) aparecen de repente encarnando a los personajes secundarios de la obra (lo cual no quiere decir que los que interpreten a los protagonistas sean de menor categoría, baste mencionar a  Derek Jacobi, a Julie Christie o a Kate Winslet).

Para bien o para mal nuestro mundo es predominantemente audiovisual, nuestro gusto lo es, y aunque siempre tendremos la oportunidad de ver Hamlet representado en un teatro (cosa que en realidad no resulta tan sencilla, salvo que uno viva en Londres), nada como una gran película como esta (grande también porque dura cerca de cuatro horas, y si bien es cierto que también existe una versión corta, nadie debería dudar en disfrutarla en toda su longitud) para, desde nuestra época, contactar con el espíritu de Shakespeare. Eso es exactamente lo que esta película consigue, y así, al igual que lo que el propio Hamlet declama al morir, “el resto es silencio”.


viernes, 30 de diciembre de 2011

CANCIÓN DE HIELO Y FUEGO: UN MUNDO NUEVO BAJO EL SOL



Todos llegamos a un momento en nuestras vidas, ya sea por las experiencias acumuladas o simplemente por el paso del tiempo, en que estamos convencidos de que nada ni nadie nos puede sorprender nunca más. Andamos por ahí con la mueca cínica del que ya sabe todo lo que hay que saber sobre la vida, convencidos de que no hay nada nuevo bajo el sol. Hasta que, invariablemente, nos tropezamos con algo nuevo y sorprendente, y comprendemos que un ingrediente más de esa sabiduría es la revelación de que, por ejemplo, el mundo del entretenimiento, es, en realidad, inabarcable, afortunadamente para nosotros. Canción de hielo y fuego (George R. R. Martin 1996-2011, por ahora) ha sido para mi un ejemplo de esa constatación, la inesperada revelación de que un mundo desconocido (la llamada literatura fantástica de la que sólo he sido capaz de leer El señor de los anillos y gracias a su magnífica adaptación cinematográfica) y, por tanto (tal y como parece estar grabado en nuestros genes) despreciado, considerado como no merecedor de nuestros preciosos tiempo y esfuerzo, es capaz de generar un manantial de entretenimiento pantagruélico, de provocar una ansiedad que desde hacía mucho tiempo sólo conocía a través de la espera entre capítulo y capítulo de las mejores series de televisión. Pero, por eso mismo, no sé si es responsable recomendar su lectura.

Porque quien se atreva a emprender este viaje comenzando por el primer libro, Juego de Tronos (algo obligatorio pero satisfactorio incluso a pesar de haber seguido la memorable temporada correspondiente de la serie de la HBO, un ejemplo de cómo se puede adaptar a la televisión, sin recurrir en exceso a los manidos efectos digitales, una historia compleja como ha habido pocas, si detrás de las cámaras hay gente con el cerebro y la sensibilidad suficiente como para, entre otras cosas, tener el buen juicio de contar con el propio autor como guionista) tiene que saber que se va a meter en una aventura literaria, sí, pero también en una odisea personal. Que se olvide de Internet, de la televisión, de los amigos y de la novia o novio. Que intente convencer a su familia de que el hecho de pasarse varias horas todos los días leyendo unos extraños libros de casi mil páginas, con letra diminuta, y contestar a sus lógicas preguntas con nerviosos monosílabos sin levantar la vista para no perder la línea de lectura no es motivo de consulta psicológica. Que no se engañe, que se compre el pack entero de los cuatro (o cinco, porque, dependiendo de las ediciones, Tormenta de Espadas, el tercer volumen, puede estar o no dividido en dos tomos) libros de bolsillo que hay editados en el mercado y que no sea tan ingenuo de pensar que va a poder aguantar a la publicación en español y además en ese formato del, por ahora (si bien parece ser que la historia va a continuar con otros, al menos, dos volúmenes más, lo que me da pie a implorar desde aquí al señor Martin, que se lo piense muy bien y que tenga en cuenta que está jugando con las vidas de personas con obligaciones) último volumen existente de la serie, titulado A Dance with Dragons (por cierto, y para los que se atrevan, la lectura en inglés es simplemente mucho más gratificante). En fin, que se prepare para una lectura absorbente como pocas, la de un relato al que la palabra adictivo no le hace verdadera justicia.



Nos encontramos en un mundo geográficamente imaginario (en el que la arbitraria e imprevisible duración de las estaciones climáticas juega un papel determinante dejándolo fuera incluso del ámbito de las leyes físicas reales) y temporalmente medieval (e inspirado en la Inglaterra de la Guerra de las dos rosas en el siglo XV, una de las numerosas referencias del mundo real que se pueden deducir de Canción de hielo y fuego, y cuyo descubrimiento no deja de ser otro entretenimiento más para el lector culto). Nos centramos en uno de sus continentes (Westeros, o los Siete reinos, traducido al español como Poniente, pero que no es el único ámbito en el que se desarrolla el relato, que se va ensanchando cada vez más) en el que la lucha por el llamado “Trono de Hierro” lleva mucho tiempo generando guerras entre las distintas familias que se consideran directamente legitimadas a ocuparlo y que acaba implicando, a través de vínculos de fidelidad más o menos interesados, a todas las familias nobles que se reparten, al modo feudal, el territorio. Paralelamente, el helador norte de los Siete reinos está amenazado continuamente por el avance implacable de unas fuerzas oscuras e infernales a las que las guerras de los hombres les traen sin cuidado, y contra el que sólo se interpone un ejército de mercenarios (the Night´s Watch) y un muro de hielo de proporciones inimaginables. Pero que nadie piense que nos encontramos ante una sencilla historia de castillos, espadas y torneos, ese no es más que el escenario sobre el que se desarrolla una narración compleja en la que la poliédrica moralidad de los humanos, sus relaciones con el sexo (explícito e integrado en el relato de manera natural) y la violencia (aún más explícita, y a salvo de la cual, conviene avisarlo, no está ninguno de los protagonistas, ni siquiera aquellos con los que el señor Martin, en un ejercicio de cierta crueldad con el lector, quiere que nos encariñemos), con el honor y el deber, con nuestras limitaciones y lo que nos exige la ciega y brutal realidad a cada momento, va a ser la auténtica protagonista.

El principal mérito del (malvado) señor Martin consiste en su increíble habilidad para mantener el equilibrio entre una narración que es colectiva como pocas (en ella intervienen prácticamente todos los miembros de esas familias, hasta el punto de que al final de cada uno de los tomos se ha tenido que incluir una relación de cada uno de los Lords, Ladys, Knights, y señores de menor rango clasificados por casas a cuyo frente se sitúan los principales contendientes, además de los bastardos y bastardas, más el resto de personajes que poco a poco van interviniendo en la historia, y que hay que consultar de vez en cuando salvo que uno tenga una memoria fotográfica extraterrestre) y las odiseas individuales de varios personajes afectados por las consecuencias siempre terribles de la guerra, dotados de un alma sorprendentemente cercana para los pobladores de un mundo que, no lo olvidemos, sólo está en la cabeza del autor, e incluso en algunos casos, destilando un aliento de marcado carácter shakesperiano (Ned Stark, conocedor de su deber y su destino, Lady Brienne, viviendo desde siempre contra corriente, Jaime Lannister, o como se puede hacer evolucionar un personaje de forma magistral, su hermana Cersei, un ejemplo de inteligencia sin un ápice de bondad, Littlefinger, el manipulador incansable, y por encima de todos la maravillosa Daenerys Targaryen, habitante de un mundo fantástico dentro de un mundo imaginario).



Por tanto recomiendo y no recomiendo leer (habrá quien piense que basta con seguir la serie de la HBO, pero creerme, a pesar de lo buena que es, no es suficiente) Canción de hielo y fuego: os dejo a vosotros una decisión que por ser un tanto peligrosa debe tomarse con cuidado. Abstenerse estudiantes con exámenes próximos, opositores, cargos del nuevo Gobierno muy ocupados en recortar presupuestos y demás personas con responsabilidades. O, simplemente, cambiar vuestras prioridades.

jueves, 24 de noviembre de 2011

MARGIN CALL: LA EXPANSIÓN DEL VENENO




En Septiembre de 2008 el mercado financiero mundial se vino abajo. Los problemas comenzaron cuando varios bancos inmobilliarios estadounidenses (los tristemente famosos Fannie Mae y Freddie Mac, cuya extravagantemente cómica combinación de nombres parece que hubiera sido diseñada para dar una nota triste de humor negro a los frías e implacables catástrofes económicas de los últimos años) comenzaron a cotizar a la baja en la bolsa debido a la falta de credibilidad que ya por entonces tenían sus hipotecas hasta ser tildadas de tóxicas o basura, esos adjetivos que hoy día son los compañeros inseparables de gran parte de los activos financieros mundiales. Pero no fue hasta que varios bancos de inversión también americanos, especializados casi exclusivamente en titulizar (es decir, dividirlas en paquetes y mezclarlas con otros activos distintos para poder comerciar con ellas) esas hipotecas sin valor (porque estaban evidentemente sobrevaloradas en un mercado inmobiliario que había llegado al techo, había tocado la campana y estaba comenzando a descender), se derrumbaran en cuestión de días (o quizá horas), que la pesadilla cuyas consecuencias aún vivimos resignados a no saber cuando vamos a despertar, si es que vamos a hacerlo alguna vez, se materializó.

Esta película (Margin Call, J.C.Chandor, 2011) es una ficción sobre el momento puntual en que, uno de esos bancos de inversión cayó en la cuenta de lo que estaba pasando, y sobre cómo llegaron a tomar las decisiones que tomaron las personas que en esa situación tenían la responsabilidad de tomarlas. Porque, a pesar de que nos encontramos ante el relato de unos hechos pertenecientes al árido mundo de la economía (en su vertiente aún más árida de las finanzas), esta película se centra precisamente en esas personas: ¿quiénes eran? ¿por qué hicieron lo que hicieron?. Chandor (que debuta en el cine con esta película, estrenada en Sundance, y que también es el autor del guión) nos cuenta una historia fría, simple y descarnada, que por momentos se asemeja a una trama para cometer un asesinato ruin pero necesario, y para ello diseña un guión bien estructurado, fácil de seguir a pesar de la complejidad del tema de fondo y que mantiene alto el interés del espectador (y que es muy recomendable combinar con la visualización de la extraordinaria Inside Job



Para ser el film de un debutante, Margin Call (término técnico que designa el intento por parte de un banco de realizar las operaciones de venta necesarias para ajustarse a un margen de seguridad que ha sido rebasado, bien por la propia oscilación del valor de las cosas o por una exigencia legal más estricta o por cualquier otro motivo)  cuenta con actores de renombre, capacitados para dar vida a gente que hay que crear casi de la nada, dotando a todos los personajes de complejidad genuinamente humana. Porque estos tipos serían los malditos causantes de la agonía económica mundial, pero, como no podía ser de otra manera, no son más que seres humanos con sus inevitables contradicciones: egoístas y desalmados, pero llenos de miedo, muy inteligentes e incluso brillantes, pero desvalidos, triunfadores, posicionados en la cumbre de la dimensión social americana de winners y loosers, pero solos y abandonados. Y por encima de todo equivocados, muy equivocados. Por eso es destacable el trabajo de Jeremy Irons (que borda su papel de banquero incapaz de entender lo que está pasando si no se lo explican en tres palabras: “explíquemelo como si fuera un niño, o mejor, un golden retriever. Piense que no estoy sentado aquí precisamente por mi inteligencia…”, frase a la que es fácil añadir “sino por ambición“ como coletilla) o el de Stanley Tucci, el analista de riesgos despedido que sabía lo que estaba pasando (y que añora su pasado como ingeniero que construía puentes, en una alusión a la insoportable inmaterialidad de su trabajo en el banco) o el de Kevin Spacey (dando vida al encargado de dirigir y motivar al ejército de brokers de la empresa, consciente de la falta de moralidad de lo que están haciendo, pero sin suficiente valor para enfrentarse a ello) o incluso el de Demi Moore, en uno de sus papeles más decentes de los últimos años, dando vida a una de las diseñadoras del sistema y por lo tanto, y puesto que hasta ese momento había demostrado ser una fuente inagotable de beneficios, encumbrada dentro de la organización, pero a la que llega la hora de caer vertiginosamente.

Hay un momento en la película en que estos tipos se fijan en la gente que va andando por la calle (es decir, se fijan en nosotros) mientras se preguntan, ¿cómo pueden estar así, sin saber lo que está a punto de pasar?. Lo terrible no es saber ya desde hace tiempo qué es lo que, efectivamente, pasó, sino pensar que es posible que esa misma pregunta se la estén haciendo, en este preciso momento, cualquier otro grupo de iniciados mientras miran como llueve por la ventana de sus despachos. Que Dios nos coja confesados, y sobre todo, con el mayor número de buenas películas vistas que sea posible. Amen.

lunes, 24 de octubre de 2011

EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS: HORROR AL FINAL DEL CAMINO



“El horror, el horror”

Hayamos o no leído la novela corta del escritor en lengua inglesa (aunque nacido en territorio ucraniano) Joseph Conrad Heart of Darkness (publicada en 1902) la mayoría de nosotros hemos oído hablar de la extraordinaria impresión que producen esas palabras finales pronunciadas por el enigmático señor Kurtz (y por el no menos enigmático coronel Kurtz del ejército estadounidense en Vietnam interpretado por Marlon Brando en la obra maestra de Francis Ford Coppola Apocalypse Now que tiene como punto de partida la obra de Conrad y que contribuyó enormemente a popularizarla) el agente comercial destacado en lo más profundo de una selva cuya localización geográfica no se concreta (pero que no puede ser otra que la del por entonces Congo belga, lugar que había sido visitado por el autor algunos años antes de escribir esta novela) por una compañía dedicada a la obtención, al precio que fuera (un precio que incluye vidas humanas, por supuesto las de aquellos nativos que estaban muy lejos de ser considerados como hombres por los colonizadores blancos, pero también las de éstos mismos, sometidos a los incontables riesgos que comportaba esa actividad) del lujoso marfil, largamente demandado en el mundo civilizado. 

El corazón de las tinieblas constituye un relato escalofriante en el que asistimos a la narración de un penoso y arriesgado viaje a lo largo de cientos de millas remontando un río lleno de peligros físicos por un lado, pero también mentales, porque la selva, frondosa, oscura y tan enigmática como pueda ser concebible que lo fuera para los hombres de aquella época (aunque el propio Conrad, marinero y aventurero con una vida tan intensa que daría para varias novelas y alguna que otra película, no llegó a experimentar en sus carnes esa experiencia concreta debido a que se encontró su barco averiado y tuvo que volver a Europa) es ante todo una amenaza para el equilibrio mental de los que se aventuran en ella, un lugar en el que la única civilización posible es la que pueda proporcionar lo que cada hombre lleve consigo en su mente y en su corazón. Por eso, el marinero inglés Charles Marlow (protagonista y al mismo tiempo narrador indirecto de unos hechos pasados, puesto que asistimos al relato que éste efectúa en el presente al resto de la tripulación de un barco para aliviar la espera del cambio de marea en el Támesis con un Londres iluminado al fondo) no deja de encontrarse con hombres ya transformados, más bien deformados por el hecho de hallarse durante meses o años confrontados con ellos mismos, solos, con una misión que parecen llevar a cabo sin recordar los motivos concretos que un día les llevaron allí.

Las famosas palabras finales de Kurtz, pronunciadas en un momento de conocimiento total (en el momento epifánico por excelencia que es la muerte), constituyen, en cierto sentido (y aquí hay que ser cuidadosos porque su interpretación es aún hoy objeto de debate literario e incluso filosófico) la chispa final de autoconsciencia que experimenta y que le permite contemplar con lucidez, con los ojos de la persona que alguna vez había sido (Conrad nos va dando pistas a lo largo de la novela y descubrimos que se trataba de un hombre culto y formado, es decir, civilizado, y con la intención más bien filantrópica de aprovechar su misión para proporcionar bienestar a los nativos, pero a la vez dotado de una personalidad abrumadora capaz de reclutar fidelidades inmarchitables entre hombres de toda condición) a la persona en que se ha convertido: una especie de deidad local ejerciente de un poder absoluto que incluye el de la vida y la muerte en sus dominios.

jueves, 29 de septiembre de 2011

EL ARBOL DE LA VIDA: AVISO URGENTE A LA POBLACION



Atención, por favor: si alguno de ustedes ha ojeado últimamente la cartelera, ha comprobado que se estrena esta película, con su Palma de Oro de Cannes y su canesú,  se ha sentido atraído por ella tanto por la entidad de los actores (grandes estrellas como Brad Pitt y Sean Penn entre otros) como por la del director y, en consecuencia, y a la vista de que también ha comprobado que la película se mantiene firmemente en lo alto de las listas de recaudación, ha decidido usted ir a verla, entonces, por favor tenga muy en cuenta lo siguiente:

DURA 2 HORAS Y 20 MINUTOS. Bien, dirá usted, ¿qué tiene eso de malo? Pues me temo que todo, porque estamos hablando de una de esas películas (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) en las que el guión y el argumento casi son lo mismo, es decir, un-padre-excesivamente-estricto-traumatiza-a-su-hijo-mayor, y ya está, no hay más (créanme), con lo que 2 horas y 20 minutos pueden hacerse realmente largas, casi eternas. Pero entonces, ¿con qué se rellena toda esa cantidad de metraje?. Muy fácil, simplemente se emplea machaconamente la misma fórmula. Porque la película  (tras un prólogo engañosamente prometedor en el que asistimos a la presentación de los personajes y que desvela el acontecimiento alrededor del cual va a girar toda la película como una espiral, para pasar después a contemplar un documental sobre el origen del universo, el amanecer de la Tierra y el surgimiento de la vida, que es algo así como un episodio de la serie Cosmos realizado con los medios digitales de los que disponemos ahora, pero tal cual) se basa en la aplicación implacable a golpe de martillo pilón de un ritmo estructural repetitivo, por medio del cual, asistimos a una sucesión de planos (poseedores de un grado de belleza estética que nadie puede negar, originales en su concepción, fotográficamente muy atractivos, ensamblados a través de un trabajo de montaje de altos vuelos, enfatizados con una música a veces arrebatadora, y en fin, virtuosos en lo que tienen de arte visual), a los que dada su calidad, y a pesar del desconcertante comienzo, decidimos prestar toda nuestra atención, pero que pronto se desvelan (en cuanto nos damos cuenta de que se repiten como ciclos, que son como variaciones sobre un mismo tema) como una especie de mantra alucinógeno con el que el director, poseedor de lo que los anglosajones denominan una “agenda”, simplemente, no desea contarnos una historia. Y es que es imposible contar una historia cuando se enfatiza tanto la forma que el contenido no es más que una especie de molesto subproducto, un inconveniente provocado por la utilización de cámaras para registrar imágenes al que podemos dar fácilmente salida si simplemente lo transformamos en un “mensaje”.

BRAD PITT HACE DE PADRE TONTORRÓN. Quien haya visto a Brad Pitt en películas como Inglourious Bastards o Quemar después de leer, habrá podido comprobar la capacidad que tiene este actor para representar a personajes próximos a la caricatura, hombretones de mandíbula cuadrada, mirada fija y cerebro lento que parecen inspirados en los malos del cómic americano de polizontes de después de la guerra. Pues bien, lo siento chicas, en esta película al señor Pitt parece que le hayan dicho que saque esa faceta a relucir porque su personaje (a pesar de que se nos venda por otro lado, tal vez para compensar, que es un ingeniero competente y un sensible músico aficionado, de la misma forma que nos lo podían haber adornado con el don de la rabdomancia, es decir, gratuitamente ) es un hombre simplón, obsesionado por cosas como que sus hijos le llamen “señor” en vez de “papá“, y capaz por ello de arriesgarse a perder su afecto y el de su mujer y que, básicamente, se dedica a adelantar el labio inferior para componer una expresión de estulticia. Por su parte, Sean Penn (que ha manifestado públicamente su disconformidad con el montaje final de la película, en el que al parecer su personaje ha sido sustancialmente recortado, pero que después de ver en qué consiste ese personaje personalmente opino que muy posiblemente hubiera dado lo mismo) se dedica a vagar por paisajes irreales poniendo cara de saber cosas muy importantes con cuyo conocimiento, ni usted ni yo, pobres mortales, podríamos ni siquiera atrevernos a soñar.
 
 
 

TENGA EN CUENTA QUE USTED NO ES METAFÍSICO. A los norteamericanos les pasa algo muy extraño con la religión. Pudiera ser normal que el ciudadano medio estadounidense habitante del conocido como cinturón bíblico dedique más tiempo de lo que lo haría un europeo en pensar en Dios y sus misterios misteriosos, pero lo que nos resulta chocante es que una parte de la élite cultural de ese país (por no hablar de los políticos que tratan a Dios como si fuera el principal donante de sus campañas, cosa que frecuentemente es en realidad, a través de persona interpuesta) se tome tan en serio la religión que esta acabe impregnando como un filtro de color grisáceo todo lo que hacen. El señor Malick, uno de esos artistas con vida blindada capaz de escapar a la implacable voracidad de la máquina mediática, tiene, como decía antes, una “agenda”, es decir un plan. Nos quiere vender un mensaje metafísico que más o menos viene a decir que Dios es amor o que el amor es Dios, o algún punto intermedio entre esos extremos. Si usted es de esas personas que no necesita mezclar el amor con Dios para saber lo bueno que es (el amor), entonces el mensaje de la película, con todo su aparato de maldades redimidas, personajes angélicos y esa especie de “quedada de almas” final,  le va a parecer una solemne tontería.

USTED VERÁ. El cine no convencional nos sorprende a veces con un éxito comercial provocado por esos boca-orejas milagrosos que han sacado del anonimato a tantos directores. Pero lo que ocurre con El árbol de la vida es que nos encontramos ante un malentendido provocado por la entidad de los nombres (o, simplemente, que el gancho comercial de esos nombres ha funcionado a toda máquina) y que, a juzgar por la bilis que los espectadores del cine donde asistí a verla echaban al finalizar el pase, no es, ni remotamente, un caso de boca-oreja. Quedan avisados.

martes, 6 de septiembre de 2011

CUALQUIER OTRO DÍA: NO SON LOS GÉNEROS, SON LOS ESCRITORES



La novela histórica siempre ha tenido mala fama entre los defensores de las esencias de la literatura canónica. Es un género que ha experimentado un auge reciente (o relativamente reciente, porque si tomamos la aparición de la extraordinaria novela El nombre de la rosa de Umberto Eco -y la impecable película consiguiente de Jean-Jacques Annaud-  como el primer catalizador importante del deseo de leer historias situadas en otros siglos y lugares, que cambió las fronteras de lo exótico, concepto que siempre ha sido seminal para la literatura de género, moviéndolo de lo geográfico, ámbito agotado ya en el siglo XX, a lo temporal, entonces, nos situamos hace ya más de 30 años atrás). Y es cierto que cuando uno se acerca a los estantes de una librería no deja de sorprenderse de lo inagotable que parece el filón desde el punto de vista comercial, sobre todo del mundo medieval, con la cantidad de monjes, médicos, filósofos, alquimistas, peregrinos, arquitectos, artesanos, comerciantes, magos, hechiceras y sabios de todo pelaje capaces de protagonizar todo tipo de narraciones, a veces incluso en forma de saga. Pero, como toda afirmación categórica, denostar este género calificándolo como “comercial” o “fácil” es peligroso, porque quien lo hace (a veces novelistas autocalificados de serios o profundos, cuyo triste destino es ser olvidados sin remedio, o, casi peor aún, ser recordados como esos que intentaban escribir igual que Juan Benet, grupo que, por numeroso, en España tiene prácticamente la entidad de género autónomo) se sitúa en una posición de superioridad que, a pesar de lo convencido que pueda estar de ello, no siempre ocupa.

Menos justificada está todavía esa mala fama cuando quien se acerca a la narrativa histórica es un gran escritor. Con Cualquier otro día (The Given Day, 2008) Dennis Lehane (el autor de dos magníficas novelas, Mystic River y Shutter Island conocidas en España por haber sido llevadas a la gran pantalla por directores de prestigio, Eastwood y Scorsese respectivamente, con algo más de fortuna el primero que el segundo, pero que ya gozaba de fama en EE.UU. gracias una serie de obras protagonizadas por su pareja de detectives Patrick Kenzi y Angela Gennaro, y que además fue uno de los elegidos por David Simon para elaborar los guiones de The Wire, en lo que en aquel momento debió ser tan sólo una llamada telefónica, pero que ahora se nos antoja como una especie de encargo divino) nos traslada al Boston del año 1918, en el mismo momento en que Alemania ha capitulado y los soldados norteamericanos vuelven a casa. Pero ese retorno no va a ser, ni mucho menos, apacible. Nos encontramos ante una ciudad convulsa, un lugar en el que se concentran en poco espacio los grandes conflictos humanos que iban a configurar el futuro del mundo a partir de ese momento: el nacimiento del movimiento obrero y de las primeras uniones sindicales de los trabajadores de las industrias que habían funcionado a pleno rendimiento durante la guerra, pero que ahora se iban a ver necesariamente afectadas por un parón en la producción y al mismo tiempo, por la necesidad de buscar trabajo a los cientos de miles de hombres que volvían de Europa. En definitiva, por la necesidad de pasar bruscamente de una economía de guerra (donde todo tiene sentido y justificación) a una economía de paz, en la que los ricos habrían de buscar nuevas formas de mantener las diferencias sociales tal y como estaban, pero también, enfrentarse a ese nuevo arma en poder de sus empleados que habían visto hacía pocos meses el triunfo de la Revolución Rusa: la huelga.



En este contexto (y después de que parte del problema de la sobrepoblación trabajadora se resolviera sólo debido a la alta mortandad causada por la epidemia de gripe que asoló el mundo después de la guerra) Lehane escoge personajes y para ello nos presenta al que va a ser el maestro de ceremonias de la novela, el famoso jugador de baseball de la época “Babe” Ruth (un mito de la cultura deportiva estadounidense) del que vamos siguiendo sus evoluciones y a través del cual conocemos a Luther Lawrence (en un partido informal imaginario que los mejores jugadores de la liga americana prefieren ganar deshonestamente que perder frente a un grupo de aficionados afroamericanos en una escena conmovedora que sirve para abrir la novela) un personaje casi Faulkneriano al que, a pesar de ser íntegro como una roca (o precisamente por eso) la vida le va jugando malas pasadas. Paralelamente nos acercaremos a Danny Coughlin, un policía de la ciudad de Boston marcado por su pertenencia a una familia tradicional irlandesa contra la que no tiene más remedio que revelarse cuando va siendo consciente de cuál ha de ser su propio camino. Ambos personajes se erigen en los protagonistas de una narración sólida, siempre absorbente, por momentos emocionante, en la que la posibilidad de que los policías (cuyo maltrato laboral por parte de las autoridades de la ciudad alcanza proporciones Dickensianas) de Boston acaben convocando una huelga general, se convierte en la amenaza en el horizonte que la vertebra.

Cualquier otro día es una de esas novelas que mezcla entretenimiento y conocimiento de forma óptima y con la que vamos a pasar unos cuantos días (hablamos de una obra extensa de más de 700 páginas) preguntándonos como demonios van a resolverse los enrevesados nudos narrativos que se van formando en ella, para después disfrutar de esos desenlaces, sabiamente construidos y darnos cuenta de la maestría de un escritor que se ha adentrado en el género histórico con éxito.

martes, 30 de agosto de 2011

MUNICH: STEVEN SPIELBERG, EL EXTRATERRESTRE



Nunca he sido fan de Steven Spielberg. Tengo que decirlo desde el principio y asumir lo que eso me acerca a la condición de bicho raro en cuanto a mis gustos cinematográficos. Cuando veo sus películas (y no soy de los que van al cine cuando se estrenan, por eso he tardado varios años en tragarme -y uso esta palabra con toda intención- la que es objeto de este post) no siento que voy a asistir a un acontecimiento cinematográfico especial, no espero grandes cosas como sí lo haría de un Scorsese, un Coppola, un Malick, un Polanski o un Nolan por citar a algunos. Me parece un director sobrevalorado al que hay que reconocer logros históricos con sus primeras películas (las de los 80 y alguna de las de los 90) pero que cuando ha intentado salirse de los terrenos en los que se mueve con comodidad (la acción, el suspense, la aventura o ese género inventado por él como es la ciencia ficción ternurista) no ha conseguido, ni mucho menos, sobresalir (¿o es que alguien se acuerda ahora de películas como Atrápame si puedes o La terminal, por ejemplo?)

Munich (Steven Spielberg, 2005) nos cuenta, básicamente, la acción de venganza que el estado de Israel ejecutó durante varios años sobre la organización terrorista palestina Septiembre Negro que en 1972 secuestró y asesinó (en el transcurso de una acción de rescate nefasta por parte de las fuerzas germanas) a un grupo de deportistas israelíes en el contexto de los juegos olímpicos que se celebraban en esa ciudad de la entonces Alemania Federal. Tras ello, las autoridades israelíes decidieron lanzar una operación denominada “La ira de Dios” (que extraña manía la de meter al sumo hacedor en los nombres de las guerras que nuestra laica y democrática civilización occidental emprende contra los muy integristas árabes) que, simplemente, pretendía ir eliminando poco a poco a los supuestos responsables (pro-hombres palestinos situados en puestos diplomáticos por toda Europa) del diseño y ejecución de aquella sangrienta acción.

Si usted fuera el Estado de Israel y quisiera ir por ahí asesinando supuestos terroristas no dudaría en reunir un grupo de profesionales bien entrenados para llevar a cabo estas operaciones encubiertas. Sin embargo, en una película de Spielberg, no pueden aparecer asesinos profesionales entre los buenos. Así que no queda más remedio que inventarse un grupo de gente maja, chicos simpáticos y vivarachos, de los que el espectador no sabe absolutamente nada excepto la pinta innegable de buenas personas que tienen. El protagonista (Eric Bana), con una mujer en avanzado estado de gestación, un padre que ha sido héroe militar y una trayectoria completamente desconocida para el espectador, salvo la de que ha trabajado (como prácticamente todos los israelíes) para el ejército y es conocido por la primera ministra, encarna a una especie de ideal de la virtud, un hombre que si hubiera nacido en la Grecia Antigua habría sido el modelo más solicitado para esculpir las estatuas de Apolo, un tipo que se va a dedicar a poner bombas en teléfonos, televisores, o camas, que va a disparar hasta vaciar el cargador a tipos indefensos a sangre fría, pero eso sí, cuando hay inocentes de por medio, preferiblemente criaturas que siempre pasan por allí en los momentos más inoportunos, se pone muy pálido y lo pasa muy mal, el pobre. 
 


Pero a pesar de todo eso (esa especie de capa de azúcar que sólo Spielberg sabe aplicar a sus películas, dejándolo todo pegajoso, que es capaz de transformar, por ejemplo, al tipo que fabrica las bombas para los atentados en un adorable artesano que tiene su taller lleno de artefactitos que hacen ruidillos) lo peor de la película no es su visión absurda de un grupo de agentes secretos asesinando gente por pura y simple venganza. Lo peor es que diálogo a diálogo, escena a escena, vamos comprendiendo que la historia que nos están contando ya nos la sabemos de memoria. Todo, absolutamente todo, va transcurriendo por caminos ya trillados por el cine en películas mejores (mucho mejores) que esta. Así que no hay salida: cuando se trata de acción, sabemos exactamente quien va a morir y como (excepto, lo reconozco, en la escena del piso franco en Chipre, en la que jamás en la vida habría previsto lo que acaba sucediendo, pero porque lo que sucede es imposible); si es suspense, se nos anuncia la resolución de la escena con una torpeza exasperante, y cuando se trata de otra cosa, lo que vemos es tan absurdo (lo mal que se narra la forma en que el grupo obtiene la información, para lo cual, al parecer, basta con tener una amiga hippy en Alemania y fumarse un porrete con ella o la descripción delirante de esa organización/familia/comuna francesa, que es una fuente inagotable de información inaccesible para los gobiernos más poderosos de la tierra, pero que al ser francesa, no puede evitar celebrar alegres comidas bajo el amable sol de la campiña, en las que no falta el queso y el buen vino) que a veces parece que estemos viendo una película paródica.

Dentro de las malas críticas que esta película obtuvo en su momento (que son minoría, se pude afirmar que Munich fue un éxito de crítica) casi todas giran en torno al maniqueísmo en el tratamiento de la historia, a la distinción superficial y burda entre buenos y malos, dejando la verdadera discusión, es decir, si estamos ante una buena o mala película en segundo plano. A mi no me hubiera importado la toma de partido por parte de Spielberg, con cuyo origen judío hay que contar y punto, siempre que el resultado hubiera merecido la pena. Pero no es el caso. Munich es simplemente un bodrio y Spielberg es una especie de extraterrestre que hace, casi siempre, un cine anodino con el que consigue prestigio. Misterios.

martes, 26 de julio de 2011

FLORES DE FUEGO: LA LIRICA DE TAKESHI KITANO



Takeshi Kitano es algo así como un hombre del Renacimiento posmoderno. Pintor, poeta, escritor, cantante, bailarín de claque, cómico, presentador de televisión, profesor universitario y, finalmente, actor, guionista, productor y director de cine, en el mundillo cultural japonés debe ser imposible no toparse con él en algún momento. Pero, quizá, lo más sorprendente de Kitano (que, como en tantas otras cosas, parece haber hecho su carrera al revés) sea el hecho de que empezara siendo un cómico de éxito, después una celebridad televisiva en su país (el protagonista del internacionalmente famoso programa que en España se versionó, hace ya, dios santo, más de 20 años, con el título de “Humor amarillo” y que hizo las delicias del sádico que todo telespectador lleva dentro con su panoplia de japoneses intentando superar un conjunto de pruebas cómico-físicas delirantes e imposibles y por cuyo fracaso acababan invariablemente bañados en lodo y en los agudos comentarios sarcásticos de Juan Herrera y Miguel Ángel Coll)  para convertirse posteriormente en un cineasta de culto, en el creador de una obra especial, que, como todo lo radical, genera tantas adhesiones inquebrantables como rechazos irredentos (basta una lectura transversal de las críticas a sus películas para comprobarlo).

En 1997, con su séptimo film, Flores de fuego (Hana-bi), ganó el León de Oro del Festival de Venecia. Este galardón no es necesariamente garantía de nada (sólo hay que leer su palmarés histórico para darse cuenta), sin embargo, esta película marcó el salto internacional de Kitano y lo consagró como el típico director del que siempre uno se pregunta sobre qué estará rodando ahora. Hasta ese momento sus películas habían estado claramente separadas por su temática: estaban las de gansters (yakuzas) y luego estaban todas las demás. Pero lo especial de Flores de fuego es que consigue aunar en un solo conjunto (obteniendo unos resultados extraordinarios, llenos de armonía y sentido, y, probablemente, abriendo un camino para el cine negro moderno que ha sido luego explotado por otros) la historia violenta de un policía (Nishi, el propio Kitano que acostumbra a protagonizar sus filmes) al que ya no le importa nada, ni siquiera su propia vida, lo cuál se convierte en el arma principal que empuña contra todos los que se le acercan a pedirle cuentas, con la historia lírica e infinitamente conmovedora de las personas allegadas a ese mismo policía (la relación con su esposa, en primer lugar, que sufre un cáncer terminal y cuyo retrato es un prodigio de sensibilidad lírica, pero también la portentosa narración de la nueva vida del antiguo compañero de unidad, recluido en una silla de ruedas en la que, por un azar del destino, no se sienta el propio Nishi, y que Kitano utiliza para desplegar una imaginación visual deslumbrante abrumando al espectador con planos metafóricos saturados de la belleza de las naturalezas muertas en las que encuentra consuelo este personaje, y que, por cierto, son pinturas del propio director japonés, y en las que las flores se hacen fuego al impregnarse del deseo de vivir, metáfora que se materializa en los fuegos artificiales que Nishi prepara para la contemplación privilegiada y solitaria de su mujer).
 


Las películas de Kitano, y esta en particular, poseen un ritmo especial, una forma de narrar minimalista que encuentra arte en la economía de detalles y de gestos (lo cual tiene también que ver también con el hecho de que en 1994 Kitano sufriera un grave accidente de moto que le dejó un lado paralizado, un tic facial y una forma de andar característica, pero que él ha sabido explotar hasta el punto de dotar de una personalidad inconfundible a sus personajes), en la escasez de explicaciones habladas o, a veces, en su total ausencia (no es una exageración afirmar que las líneas del propio Kitano en Hana-bi deben de ocupar como mucho medio folio, pero esta es otra de sus genialidades, porque asistimos a escenas en las que, a pesar de estar sentado con otro personaje -su mujer, el médico que la atiende, sus compañeros policías- la sensación que da es que Nishi ya ha hablado, ya ha dicho lo que tenía que decir, y el contenido de sus palabras se deduce de lo que esos personajes le están diciendo a él en ese momento al que nosotros estamos asistiendo, dándole así a la elipsis un uso magistral), por lo que no resultan fáciles para el espectador, sobre todo teniendo en cuenta que también utiliza el rompecabezas temporal en algunas ocasiones, dejándonos a nosotros la tarea de encontrar la correspondiente cadena de causa-consecuencia. Pero todo eso, que podría suscitar el rechazo de alguien que esté dudando en acercarse al mundo de este creador (duda que, espero, contribuya en lo posible a disipar este post, aunque sea decidiendo dejarlo pasar), está trufado, como no podía ser de otra manera, dados los orígenes del personaje, de un humor (una ironía muy característica que suaviza el drama y que le da otra vuelta de tuerca más al conjunto) atractivo y, en ocasiones, surrealista (y autorreferencial, como por ejemplo el hecho de que la guarida de la banda mafiosa esté decorada con estrambóticos retratos del grupo).

Con Takeshi Kitano hay que dejarse llevar. Tenemos que relajarnos, abrir nuestra mente y no preocuparnos por estar perdidos. Tenemos que confiar, porque al volante está un genio, alguien, que, sin ninguna duda, nos va a llevar a buen puerto, como lo es el maravilloso final de esta película, que probablemente vaya a quedarse en nuestra memoria para siempre. Que nadie lo dude: merece la pena.

domingo, 17 de julio de 2011

EL ESPEJISMO DE DIOS: LA VERDAD REVELADA DE RICHARD DAWKINS



La mayoría de la gente no comprende realmente el mundo que les rodea. Muchos son incapaces de dar respuestas razonables a las típicas preguntas infantiles que les plantean sus hijos, como por ejemplo “¿qué son los animales o las plantas?”, o “¿qué somos nosotros?”, sin ir más lejos. Y digo que son incapaces de dar respuestas razonables, no que no respondan. La respuesta que la mayor parte de la gente tiene en su cabeza para todas estas cuestiones es Dios y su consecuencia, la religión. Pero es que desde que un señor llamado Charles Darwin (junto con algún otro naturalista de la segunda mitad del siglo XIX), desveló un enorme porcentaje del aparente misterio de la vida explicando con su Teoría de la Evolución mediante la Selección Natural cuál es El origen de las especies (obra obligatoria para todo aquel que quiera moverse por su medio con un mínimo conocimiento de cómo es el mundo en el que vive), la ciencia ya ha respondido, hace mucho tiempo, a esas preguntas satisfactoriamente.

Uno de los exponentes más brillantes del desarrollo contemporáneo de la Teoría de la Evolución es el biólogo y etólogo Richard Dawkins, autor de obras capitales como El gen egoísta (1976), que si bien sostiene una hipótesis que no ha sido totalmente aceptada por la comunidad científica (la de que la unidad mínima de selección natural es el gen, el elemento replicador alrededor del cuál se ha desarrollado necesariamente la vida animada tal como la conocemos porque sus características son las apropiadas para que se produzca esa replicación), le convirtió en uno de los especialistas en biología evolutiva más famosos del mundo, y le llevó posteriormente a poner su empeño en la divulgación de la Teoría de la Evolución, pero también, como es el caso que nos ocupa, a combatir incansablemente las pseudo teorías pergeñadas por los representantes de las confesiones evangélicas principalmente norteamericanas que se agrupan bajo el eufemismo de “diseño inteligente”, pero que lo único que intentan es insuflar respiración artificial a las creencias religiosas del origen de la vida basadas en lo que dice la Biblia.

Así, hay gente por ahí, gente poderosa y patrocinada financieramente por fundaciones de oscuros fines, que pretende que los colegios enseñen el llamado “diseño inteligente” (que incluye disparates como que la tierra tiene sólo unos pocos miles de años, pero que sobre todo, choca contra todas y cada una de las evidencias científicas obtenidas desde el famoso viaje de Darwin en el “Beagle”) como si fuera una concepción del origen de la vida al menos igualmente válida que la evolución por selección natural. Y lo consiguen, porque en EE.UU. (y en algunos lugares de Europa, como es el caso de nuestra Comunidad de Madrid donde la irracionalidad va ganando poco a poco su batalla eterna), la separación entre Iglesia y Estado es una ficción formal sin aplicaciones en la práctica. Por eso, científicos de la talla de Dawkins han sentido la necesidad de combatir esta lacra.
 


Pero Dawkins, en El espejismo de Dios (2006), va mucho más allá de rebatir las tonterías del creacionismo. En este libro, Dawkins, que es un ateo militante al frente de varias organizaciones racionalistas en todo el mundo, usa su implacable lógica científica (cuya plasmación en prosa es una verdadera fiesta de inteligencia e ironía) para fundir, uno por uno, los argumentos que soportan, justifican o legitiman el fenómeno religioso y la creencia en un ser sobrenatural todopoderoso como origen de todo lo existente. Para ello, el biólogo inglés, rompe las barreras de todo tipo que la religión ha ido construyendo a su alrededor para evitar el análisis científico de sus postulados (como el inexplicable respeto a la fe que todo el mundo, esté de acuerdo o no con ello, ha de guardar hasta el punto de que la ofensa religiosa está tipificada como delito en la mayoría de los códigos penales de los países desarrollados, no digamos en las teocracias musulmanas, quedando así las ideas religiosas fuera del debate público al que está sometido todo lo demás, o el llamado consenso de los Magisterios no Solapados, MANS, al que se atienen científicos como Stephen Jay Gould para no tener que mezclar sus creencias con la verdad de la ciencia y evitarse así una más que probable esquizofrenia) y procede considerando la existencia de Dios como una hipótesis científica más para explicar lo aún no explicado, el origen del universo, pero una hipótesis altamente improbable y que crea más problemas de los que resuelve (al generar preguntas tales como ¿quién creó al creador y para qué?). Dawkins repasa los argumentos filosóficos procedentes del mundo medieval a favor de la existencia de Dios y los deja desnudos en su inutilidad y pretenciosidad. Hace, por ejemplo, que nos llevemos las manos a la cabeza cuando aprendemos que alguien como el famoso matemático francés del siglo XVII Pascal, en su famosa “apuesta”, pudiera afirmar que era mejor creer en Dios que no creer, porque en el primer caso, si existe te salvas y si no, no pasa nada, pero en el segundo caso si existe vas al infierno, destilando de esta manera toda la hipocresía que rodea invariablemente a la religión y su moral postiza.

 La maravillosa falta de respeto (de prejuicios) de Dawkins (que escribió este libro con el recuerdo reciente de los atentados de Londres de 2005 y que no tiene ninguna duda del efecto pernicioso que la religión puede tener sobre la mente de las personas) le lleva incluso a plantearse la cuestión de si el fenómeno religioso no será en realidad, un subproducto de algo evolutivamente útil para el ser humano, y atisba una respuesta a esa pregunta (que ya se han planteado algunos antropólogos) basada en el hecho de que todos nacemos con una predisposición genética a obedecer a los adultos y a creernos lo que nos dicen, porque eso aumentó las posibilidades de supervivencia de nuestros ancestros y por tanto sus posibilidades de reproducirse y de transmitir esa tendencia. Pensar de esta manera, analizando los fenómenos culturales humanos a la luz de la selección natural, es fascinante. Como dice Dawkins, el conocimiento y la comprensión de la Evolución ensancha la conciencia. Porque, ciertamente, la verdad nos fue revelada hace 150 años. Sólo hace falta sentido común para aceptarla.

jueves, 7 de julio de 2011

LA CAIDA DE LOS GIGANTES: EL MOMENTO DE LA EVASION



Ken Follett (o quien quiera que actualmente esté detrás de ese nombre, es decir, sea el señor que aparece en la foto de las solapas o sea un grupo de personas que trabajan en equipo, porque en el fondo eso, a todos los efectos de un lector que sólo pretende disfrutar con un producto determinado, no tiene importancia) lleva escribiendo novelas de éxito desde hace más de 30 años. Ha sabido dar con una fórmula, ya sea componiendo thrillers de espionaje (un subgénero en decadencia como tantas otras cosas desde la caída del muro) o novelas históricas, que conduce invariablemente a las listas de libros más vendidos en todo el mundo. En España lo normal es que todo el mundo se haya leído un par de libros anteriores a Los pilares de la Tierra (bien en ese orden o bien después de descubrir a este escritor a través del boom de esa extraordinaria novela histórica), y que después siguieran con Un mundo sin fin (la parcialmente decepcionante continuación de la anterior). En todo caso, al autor de Los pilares hay que darle siempre otra oportunidad.

Por eso, acercándose como se acerca el periodo anual de disfrutar del merecidísimo descanso que todos nos hemos ganado con creces, es el momento idóneo para agarrar un libro de más de 800 páginas como es La caída de los gigantes e introducirse a placer en las historias cruzadas (y muy sabiamente trenzadas) de un puñado de familias (y personajes allegados) cada una de ellas originaria de alguna de las naciones que iban a ser protagonistas allá por la segunda década del siglo XX de una de las mayores catástrofes que ha conocido la historia de la humanidad, como es la I Guerra Mundial. Así, en La caída de los gigantes (cuyo título hace referencia a la derrota sin paliativos que sufrieron los dos imperios, el alemán y el austriaco, que formaron, junto al otomano, el eje al que se opusieron los llamados aliados, pero también al derrumbe de la Rusia zarista, el gigante mayor que cayó en esa época) asistimos a los avatares de la familia aristocrática galesa Fitzherbert, con sus inevitables sirvientes y sus explotados mineros del carbón (cuyas peligrosas evoluciones en las precarias minas de la época sirve para comenzar de una manera emocionante y espectacular la novela y para que sintamos estos personajes como los más cercanos a nosotros, tal y como el señor Follett, de origen galés, desea que hagamos) y a su interacción con otra alemana, los Von Ullrich (interacción en la que las relaciones sentimentales jugarán un papel trascendente). Nos desplazaremos al San Petersburgo prerrevolucionario para conocer a los hermanos Peshkov y su terrible pasado y no menos desasosegante presente. Asistiremos al ascenso del americano de Buffalo Gus Dewar, cuyo sentido común e inteligencia le ha convertido en uno de los asesores del Presidente Woodrow Wilson. No será este el único personaje histórico real que aparecerá en el relato: nuestros protagonistas dialogarán con el ubicuo Winston Churchill, que ya por aquella época empezaba a soltar frases para los diccionarios de citas, recibirán órdenes del mismísimo camarada Lenin (el cuál, en un determinado pasaje de la novela, es descrito físicamente por Follett sin que uno pueda evitar imaginarse al autor tomando notas en una libreta mientras da vueltas alrededor de su momia expuesta en Moscú) o aconsejarán, no demasiado bien, por cierto, al desfasado Kaiser alemán Wilhelm. Toda esta acumulación de personas y personajes que van y vienen durante varios años y en tantos escenarios nos harán pensar en una especie de grandiosa representación operística.

Pero también, a través de esos personajes sabremos de los orígenes históricos de movimientos como el feminismo (con las primeras reivindicaciones sufragistas en Gran Bretaña) o la transformación del laborismo desde un fenómeno prácticamente marginal a un partido con posibilidades de gobierno. O tendremos noticias de primera mano del rápido (a veces fulminante) desarrollo de la revolución rusa de 1917, con la toma del poder final por parte de los bolcheviques. Y, sobre todo, saldremos de la aventura de leer esta larga y prolija novela con un conocimiento mayor de algo que, en mi caso, siempre ha sido un acontecimiento misterioso como es la guerra del 14. Veremos como una serie de políticos imprudentes e incapacitados para regir los destinos de sus respectivos países llevaron al mundo al borde de la destrucción, provocando la muerte de millones de personas (y eso que en esta ocasión no hubo exterminios, limpiezas étnicas o bombardeos masivos contra la población civil, básicamente murieron soldados), la mayoría de las cuales eran miembros de la última generación de europeos. Nos sorprenderemos al saber que en Alemania se llegó a pasar hambre durante aquellos años debido al efectivo bloqueo naval al que fue sometida por parte de la potente armada británica. O que una vez decantado el destino de la guerra gracias a la intervención americana de última hora (uno de los errores estratégicos más evidentes de los alemanes, que calcularon mal sus opciones y que llegaron a pensar que para contrarrestar a EE.UU. bastaría con apoyar a México en una inverosímil guerra fronteriza), los furibundos anticomunistas británicos trasplantaron soldados desde las trincheras de Francia a enclaves inhóspitos al este de los Urales para apoyar a los contrarrevolucionarios rusos en su intento de arrebatar el poder al ejército rojo. 


Sí, también hay relaciones personales entre los distintos protagonistas, pero esto, sin duda, no es lo mejor de la novela. Aquí nos vamos a mover en un mundo de seres unidimensionales, buenos, malos e incluso maniqueos. Nos van a llover tópicos por todos los lados y vamos a leer algún párrafo sabiendo exactamente qué es lo que está escrito en la siguiente línea. Pero estamos en Julio. La temperatura en este Madrid (al que algún catedrático de geografía debería empezar a pensar en clasificar dentro de la zona climática subtropical, porque esto de mediterráneo va teniendo muy poco) es demasiado alta para pensar siquiera en atacar un Joyce, un Faulkner o un Bernhard (o, en otro orden de cosas, un Dawkins, un Penrose o un Stewart) . Es un buen momento para la evasión.

domingo, 26 de junio de 2011

OLIVER SACKS: LA MENTE Y EL CEREBRO



El cerebro es todo un misterio. Investigarlo, desentrañar su funcionamiento es lo mismo que preguntarnos por nosotros mismos. Es responder a la desconcertante cuestión de qué es lo que somos. Se trata, más concretamente de averiguar qué hay detrás de características humanas como la inteligencia, el talento o la empatía, pero también de las que definen nuestro lado oscuro, como el egoísmo o la violencia. A estas cuestiones se ha tratado de responder históricamente a través de dos frentes que han estado demasiado tiempo separados: el enfoque fisiológico (es decir, el que busca explicar su funcionamiento orgánico y que nos ha permitido asociar con una precisión increíble áreas cerebrales con funciones cognitivas como las que interpretan la información que recibimos a través de nuestros sentidos, pero también con la memoria o las emociones, por ejemplo) y el enfoque psiquiátrico (o la búsqueda sistemática de explicación y solución a las alteraciones en el comportamiento de la mente). Pero, con el tiempo, investigadores de todo el planeta se han dado cuenta de que ambos enfoques son en realidad inseparables si se quiere profundizar de manera productiva en los misterios de la mente humana.

Uno de estos científicos ha sido el brillante neurólogo y psiquiatra inglés Oliver Sacks, autor de varios de los mejores libros de divulgación sobre este tema de los últimos años (uno de los cuáles, "Despertares", dio origen a una magnífica película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro en 1990) entre los que se encuentra el que es objeto de esta reseña, titulado “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” (título algo efectista pero que ayuda a situarnos en el increíble y desconcertante mundo que describe), en el que el doctor Sacks agrupa en cuatro partes (pérdidas, excesos, arrebatos y el mundo de los simples) la descripción de varios casos patológicos que fueron a parar a sus diversas consultas neurológicas en casas de acogida para pobres y en el Hospital del Estado en el Bronx, Nueva York, a lo largo de varios años, y que cualquier lector medianamente interesado va devorar con tal intensidad, que no sería extraño que acabara consumiendo sus 300 páginas de una sentada.

Cuando uno va comprendiendo, gracias a las explicaciones precisas y amenas del doctor Sacks, cuáles son los efectos que las enfermedades neurológicas pueden tener sobre las personas, no puede evitar sentir dos emociones aparentemente contradictorias entre sí: el horror y la fascinación. Porque es horrible saber de personas que son incapaces de reconocer las caras de la gente, ciegos para los rasgos que definen incluso a sus seres queridos (como es el caso del doctor P., el que da título al libro, incapaz de identificar, no ya a su esposa, sino a sí mismo en un espejo), pero también es fascinante aprender como estas personas son capaces a través de una facultad que está presente en nosotros cuando perdemos una de nuestras funciones (la que agudiza el oído de los ciegos o la capacidad de concentración de los sordos, por ejemplo) de compensar la pérdida, es decir, de adaptarse a las nuevas condiciones a las que su estado les somete, y así poder reconocer a la gente por características que a nosotros se nos escapan. Este efecto de compensación, presente en todos los casos de pérdida descritos en el libro, se ve muy bien en el titulado “La dama descarnada” (uno de los más desconcertantes dentro de una colección de historias tremendas), que describe el de una mujer joven y sana que un buen día dejó de tener el sentido de su propio cuerpo (es decir, perdió el sentido de la “propiocepción“), hasta el punto de ser incapaz de distinguirlo del resto de las cosas del mundo, y que pudo, no sin enormes dificultades, ir sustituyendo este sentido de lo propio (del que todos estamos dotados y que quizá sea una de las cosas más importantes que conforman nuestra identidad de la que menos conscientes seamos) por un control externo, gracias a la vista, de su propio cuerpo y sus movimientos, de tal forma que finalmente fue capaz de ser autónoma aunque siempre mirando como se movían sus brazos o sus piernas.
 
 


Pero quizá, donde el doctor Sacks alcance la mayor profundidad en sus reflexiones acerca de lo que constituye la esencia de la mente humana sea en esos casos de pérdidas de memoria tan graves (el llamado síndrome de Korsakov, una amnesia tan brutal que impide a las personas grabar recuerdos nuevos) que inciden en la propia identidad de la gente. Sacks se pregunta acerca de qué piensan de sí mismos las personas que sufren este mal, seres humanos que se aferran a una realidad coherente fabulando continuamente en una verborrea interminable para poder explicarse a si mismos dónde están, quiénes son y qué está pasando cada vez que transcurre el intervalo escaso de tiempo en que su memoria es capaz de registrar la realidad. Es cómo si hubiera algo detrás que tratara de no perder los papeles, una fuerza que impusiera la lógica por encima del marasmo sin sentido en que se ve sumida una mente con una enfermedad de esa magnitud.

En el libro encontramos casos aún más extraños y llamativos (entre los que se llevan la palma los de los llamados “sabios” o personas con discapacidades intelectuales capaces por otro lado de hazañas mentales a las que nadie podría ni siquiera acercarse) y nos dejamos llevar sin dificultad por el punto de vista del doctor Sacks que borda la genialidad en algunos capítulos (imprescindible el titulado “El discurso del Presidente”) y que deja traslucir tanto un agudísimo sentido de la observación como una ternura inmensa por todos y cada uno de sus pacientes (por eso confiesa en la introducción que “me interesan en el mismo grado las enfermedades y las personas“), seres humanos aquejados de males terribles, pero cuyos cerebros torturados han dado un impulso decisivo a la comprensión de la mente como un todo, a la unificación del objeto y el sujeto. Por eso “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” es un libro imprescindible para todo el que quiera saber algo más de sí mismo.