domingo, 30 de enero de 2011

YO SOY EL AMOR: EL CINE AL REVÉS



Al comienzo de esta película (Yo soy el amor, Luca Guadagnino, 2010), se suceden, al ritmo de una música sincopada y un tanto enervante, una serie de secuencias fijas de la ciudad de Milán,  todas ellas mostrándonos el efecto de la nieve sobre diversos emplazamientos urbanos (una estatua, un cruce, los edificios, un parque, etc.), pobres en color (buscando un efecto concreto), pero no directamente en blanco y negro. Esta presentación es un fiel reflejo de lo que después va a ser toda la película: formalismo sin contenido. Los creadores del film, decidieron en un momento dado que, quizá el argumento y su desarrollo en un guión no fueran un prodigio de profundidad, originalidad o destreza artística, pero, qué demonios, querían hacer poesía con las imágenes, querían transmitir sentimientos con los colores, las texturas y los enfoques y eso es lo que se percibe en Yo soy el amor desde el mismo comienzo, como digo, pero nada más que eso.

Ocurre en muchas ocasiones que cuando uno visualiza una película sobre la que no se puede opinar rotundamente que es mediocre, pero sí sabemos que no es redonda, no es posible explicitar exactamente cuál es el problema, qué es lo que le impide alcanzar mayores cotas y sólo después de una segunda contemplación atenta o reflexionando con tiempo sobre las imágenes y su desarrollo, se comienza a captar un atisbo de lo que no funciona, no encaja, sobra, o lo que sea según el caso. En Yo soy el amor basta la barroca introducción y luego la primera escena de la reunión familiar con motivo del cumpleaños del patriarca para comprender que estamos ante uno de esos cineastas que aunque ellos estén convencidos de que son directores, no lo son; son artistas, sin duda, pero el cine no es su arte (pintura, performance, ¿quién sabe?). Porque en el cine, aún hoy, o precisamente, más que nunca hoy, lo principal (porque la forma es secundaria, la forma no es una película) es contar una buena historia, algo que merezca ser filmado, montado y producido, y en esta película nos encontramos ante un argumento (una familia de la alta burguesía milanesa entra en crisis cuando el patriarca dueño del negocio familiar decide legarlo a su hijo, casado con una mujer también en plena crisis existencial, y uno de sus nietos, los cuales no se ponen de acuerdo sobre si venderlo y por tanto, truncar la tradición, o conservarlo y hacer honor a ella) que se desarrolla a través de una historia más propia de un telefilme de sobremesa que fuera la adaptación a la televisión  de una novela romántica con un hombre de mandíbula cuadrada, pecho al descubierto y mirada fija en el horizonte a los mandos de un catamarán en la portada y que tiene su cumbre en el acaecimiento de un accidente desgraciado, que incluso la hipotética autora de dicha novela habría descartado por excesivamente efectista.

No es, sin embargo, desdeñable el trabajo formal preciosista que se desarrolla en la película, (que tiene su principales exponentes en el juego de espejos en la tienda de San Remo o en el festival de luz verde en el que se envuelve el romance primaveral entre la protagonista y el cocinero Antonio en la casa de campo o también en los planos desde las azoteas de los edificios desde los que se nos muestra Londres, por ejemplo) o el trabajo poético, como cuando asistimos a imágenes de carácter metafórico (ese plano cenital sobre la protagonista en el momento exacto en el que el amigo de su hijo entra en su vida por primera vez, en el que se la ve haciendo un brusco giro de 90º, o esa paloma atrapada en las cúpulas de la iglesia del cementerio casi al final, entre otras). Pero también es cierto que cuando la historia se desnuda, la música (para mi, ya digo, un tanto irritante) deja de sonar, la cámara está situada en una posición convencional, y todo queda, por tanto, en las manos de un relato basado en la actuación de unos actores creando unos personajes (encabezados por una Tilda Swinton haciendo de Madam Bovary a la que, como a todas las mujeres de cierto tamaño, le quedan mal los trajes de noche con tacones, y que, simplemente, como no podría ser de otra forma, está fuera de lugar) con los que no pueden hacer gran cosa, o directamente no hacen casi nada, como el, (desconocido para un no entendido en cine italiano) actor que hace de Tancredi, el hijo del patriarca, del que podríamos asegurar que como consecuencia de su trabajo en la película no ha podido perder más allá de 10 kilocalorías (y que nadie me venga con que el papel pedía contención y demás, porque entonces habría que plantearse qué añade un actor humano frente a uno virtual en un caso como este), y los hieráticos y superficiales papeles de los jóvenes, de los que sólo quizá la hija (Elisabetta) puede llegar a transmitir algún tipo de emoción, y que hacen sobresalir por encima de todas la actuación de la actriz que hace de criada (lo que seguramente no era la intención de nadie), la película se enfrenta con su propio vacío esencial.

Por tanto, ¿estamos aquí recomendando la película Yo soy el amor?. La respuesta es sí, a pesar de todo, porque es muy difícil que una película que alcanza cierto nivel mínimo (y esta película, debido a su trabajo formal y poético, lo hace, sin duda) nos haga perder completamente nuestro tiempo, y porque es mejor, siempre, comprobar las cosas por nosotros mismos, y, si llegamos a la conclusión de que el autor de esta reseña está completamente equivocado (posibilidad que reconozco plausible), escribírselo aquí abajo dando argumentos razonables. Así que, adelante.

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