martes, 4 de enero de 2011

EL TABACO: LA LÓGICA Y LA EMOCIÓN



Hoy voy a romper una de las reglas internas que se supone que sigue este atribulado blog (para eso están las reglas, para romperlas en cuanto se pueda, o como decía Groucho Marx, “estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”). Se trataba de no hablar de mi mismo en ningún momento. Pero es que el tema de hoy me toca personalmente, porque soy exfumador empedernido. Decir esto es como decir: “sé de lo que hablo”, porque en este tema hay mucha gente que habla sin saber lo que en realidad es fumar, lo que supone para la salud de uno, para la psicología de uno, en definitiva, para la vida de uno.

Por favor, no nos engañemos, la mayoría de la gente que opina que restringir los lugares donde se puede fumar es poco menos que un atentado contra la democracia, simplemente no están empleando la lógica, hablan desde la emoción o incluso la pasión, y esta puede proceder de muy distintas fuentes. Y luego, por otro lado, están los propios fumadores, pero de ellos no podemos esperar ni lógica (repito, he sido fumador y sé de lo que hablo), ni siquiera emoción en esta cuestión, porque una sustancia adictiva (muy potentemente adictiva) que toma posesión desde el primer cigarro que uno se fuma de determinados receptores cerebrales, que se llama nicotina, planta allí su pendón, y reclama su derecho a permanecer en esas tierras por los siglos de los siglos y dicta en todo momento que lo que tiene que hacer uno es fumar, y cuanto más mejor, y si hay que decir cosas como “peor es la contaminación y nadie hace nada” (que es como si alguien que consumiera cocaína afirmara “peor es el peyote y nadie hace nada”) o “está en peligro mi libertad individual de hacer con mi cuerpo lo que quiera” (que es como si alguien que tuviera el sarampión dijera “que nadie me cure, está en peligro mi libertad individual de morir de sarampión”), pues se dicen, porque mi objetivo (o el de esos receptores cerebrales invadidos) es seguir inhalando nicotina como sea.

Luego, por lo tanto, la cuestión es ¿por qué hay gente que dice las mismas cosas que he citado sin ser fumadores?. Yo creo que son bienintencionados, y que simplemente creen en realidad defender la libertad individual frente a una monstruosa intervención orwelliana del estado en nuestra vida privada. Pero no están usando la lógica, sino, repito, la emoción. Porque la fría lógica es la que nos dice que si fumas, básicamente te mueres y que si inhalas el humo del cigarro que se fuma otro con cierta frecuencia, también te mueres, y un estado responsable intenta evitar, en la medida de lo posible, que la gente se muera.

Finalmente queda la cuestión de, vale, el estado tiene que actuar contra el tabaco con todas sus armas, pero entonces, ¿por qué no dejar de venderlo y ya está?. Pues porque, en primer lugar, la prohibición del tabaco tendría que ser global para que funcionara, tendría que hacerse en todo el mundo, y en segundo lugar, aunque así fuera, sería inevitable la existencia de un mercado negro, y esto generaría, probablemente, más problemas que los que se pretenden evitar. Hay que tener en cuenta de dónde venimos, cuál es la historia del tabaco en nuestra civilización, y este vistazo atrás nos dice que no fue hasta los años 60, en EEUU, cuando se empezó, seriamente, a tomar conciencia de la necesidad de luchar contra este hábito, lo cual implicó empezar una guerra contra unas empresas multinacionales muy poderosas, capaces de negar (ocultar, más bien) los efectos negativos del tabaco con tal de seguir ganando dinero (algo que en mi opinión es tan mezquino como el argumento de que la hostelería va a vender menos si se prohíbe fumar en los bares), guerra que, poco a poco (y muy posiblemente gracias a los también mezquinos intereses de las asimismo muy poderosas aseguradoras médicas americanas) se ha ido ganando, hasta llegar a donde nos encontramos ahora.

Yo (como mola romper reglas) lo dejé hace más de diez años, lo hice discretamente, sin anunciárselo a nadie, sin preverlo con antelación, sin elegir ningún día especial, y lo conseguí de una forma sorprendentemente fácil: tiré un cigarrillo a la mitad y ya no volví a encenderme otro jamás. ¿Por qué? Pues porque, al contrario de los que dicen que estaba haciendo uso de mi libertad individual, yo llegué a sentirme, simplemente, como un maldito esclavo.

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