jueves, 17 de febrero de 2011

THE GOOD OLD NEON: DAVID FOSTER WALLACE EN MINIATURA



Rodrigo Fresán, el escritor argentino, escribió al poco tiempo de ocurrir la trágica muerte de David Foster Wallace que The Good Old Neon (El neón de siempre, relato incluido en el libro Extinción, publicado en España en 2005 con la impecable traducción de siempre de Javier Calvo) equivalía a la carta que DFW “no dejó” antes de suicidarse en 2008. Sin embargo, y aunque el motor del relato sea el suicidio (el protagonista nos anuncia tras unos poco párrafos que está muerto), éste o directamente la muerte no es, en realidad, el tema central de este impresionante relato (uno de los mejores de un libro que ya contiene varias cumbres de la obra de DFW), extraordinariamente denso y complejo como para no incluir multiples aspectos o poder ser asimilado, unicamente, a una reflexión sobre el significado de la muerte, sino que, más bien, nos encontramos, como telón de fondo, ante uno de las constantes en la obra de este singular escritor: la imposibilidad/posibilidad de la comunicación humana, la dificultad real de poner en conocimiento de los demás lo que pasa por nuestra cabeza en cada instante de tiempo (un tiempo que no es el del transcurso lineal que nos va marcando el reloj, sino que se compone de instantes infinitos engarzados entre sí como las letras cursivas de neón que se ponen en los escaparates, imagen metafórica que da título al relato), al carecer de un instrumento adecuado para ello, porque el lenguaje no es más que un rudimento (recordemos la estrecha relación que Wallace tuvo con la filosofía del lenguaje, tanto a través de su progenitor, él mismo discípulo de Wittgestein, como a través de sus propia formación universitaria).

El narrador y protagonista de The Good Old Neon es un individuo radicalmente dividido en dos partes, una interior y otra exterior contrarias entre sí, división según la cual, a un lado el resto del mundo le contempla como un triunfador en todos los aspectos posibles de la vida moderna, mientras que, al otro, su propia conciencia le grita continuamente, que nada, absolutamente nada de lo que hace es genuinamente auténtico sino que está diseñado para dar, precisamente, esa imagen de triunfador ante los demás, y que, por lo tanto, no es más que un individuo “fraudulento”. Un buen día, y gracias a las clases de lógica matemática que recibe en la Universidad (las cuales le permiten analizarse a sí mismo aplicando esa ciencia), este hombre se da cuenta de su condición de fraude y de la paradoja que esa condición conlleva:

“La paradoja de la fraudulencia consistía en que cuanto más tiempo y esfuerzo invertías en resultar impresionante y atractivo a los demás, menos impresionante o atractivo de sentías por dentro: eras un fraude. Y cuanto más fraude te sentías, más te esforzabas en transmitir una imagen impresionante o agradable de ti mismo para que los demás no descubrieran a la persona vacía y fraudulenta que realmente eras”

Paradoja que encierra otra paradoja más dañina, ya que el protagonista, a pesar de caer en la cuenta de que es un fraude y que, por lo tanto, lo sensato sería abandonar esta actitud para ser él mismo por fin, no es capaz de hacerlo. A partir de aquí la narración de DFW nos conduce con su lenguaje abrumadoramente exacto y exhaustivo (pero en todo momento al servicio de lo narrado, de tal forma, que uno tiene la sensación de que no sobra ni una sola palabra y que, a su lado, la prosa de otros escritores comparables con él por ser de su misma generación y circunstancias es como de segunda división) a lo largo de los intentos del hombre fraudulento por salir de la prisión que constituye su propia personalidad, fundamentalmente a través del psicoanálisis (que sirve para que realmente sondeemos la profundidad del poder de manipulación que sobre otras personas puede llegar a ejercer el ser humano), pero también utilizando otros medios estrambóticos (como, entre otros, unirse a una iglesia carismática, hacer jogging, la quiropraxia sacro-cervical o un curso de dibujo con el hemisferio derecho del cerebro) narrados en forma de episodios hilarantes (con los cuales Wallace demuestra su genuina capacidad para el humor absurdo) y que sirven para que reconozcamos en esta persona falsa, vacía y calculadora rasgos que pueden resultarnos perfectamente familiares por ser fácilmente atribuibles a gente conocida o, incluso, (y esto es lo más inquietante siempre en Wallace, quien, como todos los grandes escritores, demuestra, a lo largo de su obra, un conocimiento profundo y desarmante del ser humano) a nosotros mismos en mayor o menor medida.

La originalidad de la parte final, inusitadamente creativa en la forma (en la que, el uso que hace DFW de un recurso metaliterario deslumbrante, nos hace darnos cuenta de la verdad genuina del elogio de contraportada proveniente de una crítica en The New York Times, según el cual, este escritor es aparentemente capaz de hacerlo todo) e hipnótica en el fondo, es el remate perfecto para un relato perfecto, en el que se concentran (como en los detalles en miniatura reflejados en los espejos de los pintores flamencos del gótico que son en si mismos otro cuadro), todos y cada uno de los ingredientes que hacen de David Foster Wallace un escritor imprescindible para el que quiera adentrarse en el mundo de la literatura viva (es decir, con futuro, no sólo con pasado) de su época.

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