lunes, 21 de febrero de 2011

EL CISNE NEGRO: LA DANZA DEL EXCESO



No hace mucho que estuve viendo El luchador. Me pareció una buena película, en la que se hacía un retrato humano muy lúcido y profundo de un personaje que además estaba interpretado maravillosamente por un actor, Mickey Rourke, que parecía haber vivido su vida de la manera en que lo había hecho sólo para llegar a tener la cara que ese papel necesitaba. Por eso no lo dudé un instante cuando El cisne negro (Darren Aronofsky, 2010) se estrenó en nuestros cines. Pero, como dice la letra pequeña de los planes de inversión, rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, y esta película, aunque tiene puntos en común con la anterior, se desliza (y cae) por el abismo del exceso sin sentido.

En El cisne negro, a Nina (interpretada por una sobresaliente Natalie Portman, que es capaz de sostener una película como esta, que bordea el disparate, traspasándolo en algunos momentos, sin perder la compostura, y firmando una interpretación brillante, con detalles como ser capaz con una simple expresión de la cara de representar indistintamente a una niña y a una mujer, a veces en la misma escena) le encargan el papel protagonista del ballet de El lago de los cisnes. Esto supone tener que interpretar dos danzas: la del cisne blanco y la del cisne negro. El cisne blanco representa la pureza y la ingenuidad, características que la describen a ella. El negro justo lo contrario. Esta dualidad, hasta sus últimas consecuencias, no es que sea el tema de la película, es que es la película.

Aronofsky nos sirve, en principio, una película de suspense, que pasa a ser de terror psicológico y termina siendo un terror psicológico para el propio espectador. Se dedica a abusar de los tópicos del cine de miedito, endosándonos sustos de baratillo, (de tal forma que, a la cuarta o a la quinta vez, sabemos perfectamente que si Nina está aterrorizada en un momento dado, se va a dar la vuelta para toparse inesperadamente con alguien), dosis de gore blandurrón (en ambos sentidos, el sexual, motivo por el que, estoy convencido, estaba el cine prácticamente lleno, y que, como suele pasar en estos casos, defrauda bastante, y el asquito, con una especial fijación por los problemas con la uñas, para dar mucha grima) y con unos efectos especiales a los que se les ve el cartón, hasta el punto de que yo, que no soy precisamente un rayo captando cosas, le pregunté a mi acompañante que por qué proyectaban sobre la piel de la protagonista esos diminutos círculos de luz, y tuvo que aclararme que se suponía que pretendían parecer la piel de un ave.

El problema real es la falta de buenas ideas, de tal forma que a las pocas que hay, se las somete a un abuso tal, que se acaban convirtiendo en papel arrugado. Así ocurre, por ejemplo, con el recurso de Nina encontrándose consigo misma (que precisamente sólo funciona bien, es realmente inquietante y tiene sentido, cuando, en los primeros compases de la película, se cruza con alguien que parece ella pero, al no ver su cara claramente no podríamos decirlo), que lo usa tantas veces que acabamos extrañados de que ella se extrañe, gasta tanto la metáfora, que, al final no significa nada, la vacía, o peor, ya nos da lo mismo, porque hemos perdido el interés. O, también, con el simbolismo del blanco y negro, del que el cerebro visual del espectador acaba tan saturado que uno sale del cine con la sensación de haber estado mirando durante dos horas una partida de damas (ese blanco ribeteado de negro que aparece hasta en el descansillo del piso donde vive la protagonista, entre otros cien sitios más, pero también en el inodoro blanco con tapa negra donde de vez en cuando acude con la urgencia del vómito, detalle que roza lo obsesivo). O en el empleo de, como no, la música de Tchaikovsky, la cual da la sensación de que no para de sonar durante prácticamente la película entera, como si alguien la hubiera puesto en modo repetición en el MP3, de tal forma que cuando llega por fin la representación final uno ya no sabe si lo que escucha es la banda sonora o la música del ballet que está viendo. O el personaje de la madre, que si bien hay que reconocer el talento del director para crear personajes crepusculares marcados por la frustración, (también es inquietantemente cierto que Barbara Hershey parece Mickey Rourke con moño), se la fuerza a hacer cosas que parecen de película de terror italiana de los 70 (ese cuarto lleno de pinturas que nos está diciendo, mira, lo siento, no tengo otra manera más sutil de contar lo trastornada que está esta mujer), o a hacer comedia involuntaria, como con la escena del descansillo en la que su amiga/rival/proyección de sí misma Lily está invitando a salir a Nina, en la que la madre se dedica a jugar con la puerta como en los vodeviles.

Por lo tanto, cuando leo por ahí “película arriesgada“, yo diría, sí, arriesgada y errada, eso es lo que tiene el riesgo. Pero en mi opinión, riesgo es cuando se tienen ideas originales y se llevan a la práctica a cualquier precio. En ese sentido El cisne negro es la película más segura de los últimos tiempos. Por desgracia.

2 comentarios:

  1. Qué pena. Me atraía bastante, aunque he de reconocer que por Natalie Portman, porque este director, desde su primera película, me parece pretencioso y lo siento muy lejano a mí.

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  2. Te comprendo perfectamente. Es posible que sólo por verla a ella, el pedazo de actriz en que se está conviertiendo, merezca la pena ver esta película, de todas formas. Gracias por comentar, Atticus.

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