domingo, 6 de febrero de 2011

EL GUARDIAN ENTRE EL CENTENO: LA MALDICION DE LA LUCIDEZ


Había, durante mucho tiempo, evitado cuidadosamente leer esta novela como suelo hacer con todo aquello sobre lo que hay enormes expectativas, porque no hay ninguna sensación más amarga (literariamente hablando) que la de la decepción ante aquello en lo que hemos puesto nuestras esperanzas, y lo digo por experiencia. Pero, afortunadamente, hace poco me decidí a romper ese bucle (en cierto modo absurdo) y emprender la lectura de esta obra que algunos críticos colocan al frente de la vanguardia literaria del siglo XX, y tengo que decir que, definitivamente, las realidades han, como mínimo, igualado dichas expectativas.

El Guardíán es muchas cosas, pero, sobre todo, es una obra sobre la lucidez humana, sobre las bendiciones y también sobre las muchas maldiciones (quizá estas últimas sobrepasen a las primeras) que conlleva. El protagonista del relato, un adolescente que simplemente decide al menos por un tiempo vivir la vida como si él tuviera razón y los demás no, es decir, decide ser él mismo, es, fundamentalmente, un ser humano lúcido, capaz de ver más allá de lo que ven los demás. Y esto se refleja en la forma, descarnada, cruel, a veces brutal, en que Salinger (cuya famosa foto atacando a un periodista que descubrió el sitio donde vivía ha servido para alimentar una leyenda negra sobre su persona, probablemente injusta, leyenda que posteriormente se ahondó aún más con la publicación del libro El Guardián de los Sueños, escrito por su hija Margaret, al parecer, llena de resquemor, y que nos hace preguntarnos la razón por la que un escritor no puede elegir libremente vivir su vida como quiera sin que nadie le tenga que acechar o sin que nadie tenga que contar sus miserias, como si hubiera algún motivo para la sorpresa en el hecho de que el autor de una obra, por muy genial que esta sea, no fuera ni más ni menos que otro ser humano) nos presenta a las personas que se encuentran con el, muy relacionado con su propia experiencia existencial (Salinger tuvo una infancia académica marcada por el fracaso, pero en la que dio muestras de su talento literario), extremadamente inteligente Holden Caulfield.


Hay algo que nos engancha fortisimamente a la corriente del relato desde el principio y, cuya naturaleza, tardamos algunas páginas en averiguar: es el lenguaje. Se trata de un lenguaje tan fluido que parece líquido y nosotros nos dejamos arrastrar por él sin oponer resistencia desde el primer y famoso párrafo en el que el protagonista ya nos advierte de que esto no es David Copperfield (es decir, esto es el mundo posterior a la segunda guerra mundial, donde ya todas las desgracias y miserias humanas han empequeñecido comparado con el horror que hemos sido capaces de engendrar aplicando nuestra inteligencia, lo cual permite al propio Holden pensar, en un momento posterior del relato, “me alegro muchísimo de que hayan inventado la bomba atómica. Si hay otra guerra me sentaré justo encima de ella.”), y que los relatos que retratan la vida de la gente en el formato de la novela del diecinueve, carecen de sentido literario. Se trata, por tanto, de un lenguaje propio de su época (en algunos momentos parecería adelantado a su época), que tiene una misión fundamental y de capital importancia en el relato: retratar el mundo tal y como es ahora.

Así, el relato nos muestra gente básicamente estulta o egoísta (compañeros de colegio insoportablemente necios, profesores demenciales, taxistas mezquinos, aprovechados varios…), para los que Holden tiene un radar infalible, pero es ese mismo radar el que, poco a poco, y aunque él, al mismo tiempo, trate de ocultárnoslo a lo largo de su relato, va hundiéndolo más y más, dejándolo sin salidas, sin posibilidades, cuando, infaliblemente, todas las personas en las que deposita su esperanza le van fallando. Sin embargo, Salinger disemina a lo largo de la novela personas que salen bien paradas del juicio de Holden (la madre del compañero Morrow con la que se encuentra en el tren, las monjas con las que pasa un rato en el bar al lado de la estación…), lo que, junto con el insondable cariño que muestra por su hermana pequeña (y por su otro hermano ausente, el dolor por cuya muerte explica en gran parte su comportamiento errático y su necesidad de huida) nos hace comprender que no estamos ante, ni mucho menos, un maniático de la misantropía, sino, como digo, alguien extraordinariamente sensible a la omnipresente estupidez humana.

Por eso, El Guardián entre el Centeno (cuyo título en inglés, The Catcher in the Rye, aparte de sonar mejor, tiene más sentido puesto que procede de esa especie de epifanía que el protagonista tiene cuando, hablando con su hermana Phoebe, y partiendo de un poema de Robert Burns, expresa su deseo de convertirse en alguien que, en un campo de centeno al borde un precipicio, vigilara a los niños que él se imagina jugando allí, para que no se cayeran, cogiéndolos -catching them- al vuelo si fuera necesario), me ha recordado a aquel otro relato sobre la lucidez (que también he leído recientemente gracias a una inteligente recomendación) escrito muchos años antes por Anton Chejov que es El Pabellón Nº 6, donde, como en este caso, la necedad vence su sempiterna batalla contra la inteligencia, y que deja, aún si cabe, menor resquicio para la esperanza. Nosotros, por nuestra parte, redoblamos esfuerzos.

2 comentarios:

  1. A riesgo de parecer pesado (tercer post en el día en tu blog): magnífico análisis de las bondades de la obra de Salinger. Qué desolación, ese mundo (adulto o no) lleno de imbéciles, y cuánta ternura en sordina. Saludos.

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  2. Estás en tu casa Atticus, los comentarios siempre son bienvenidos. Agradezco tu opinión y comparto tu sentimiento acerca de esta novela, que, de tan mitificada, su verdadero significado parece haberse diluido con el tiempo. Saludos.

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