domingo, 1 de mayo de 2011

BIUTIFUL: UN CUENTO TRÁGICO



Lo primero de lo que uno se da cuenta cuando comienza a ver esta película (Biutiful, Alejandro González Iñárritu, 2010 ) es de que va a tener que hacer un esfuerzo suplementario para tratar de entender el hilo de voz casi inaudible que forma las palabras que casi no pronuncian sus personajes. Es como si el director hubiera decidido, toda vez que en este caso su película (al contrario que las que le dieron fama junto con su ex inseparable guionista Guillermo Arriaga, y cuya extraordinaria calidad mucho me temo que vamos a echar de menos para siempre)  es lineal y, por tanto, la estructura no va a funcionar por sí misma como instrumento para mantener a sus espectadores atentos y concentrados de forma que sigan la historia en cada momento, hubiera decidido, digo, que lo mejor fuera usar el sonido directo (cada vez que dos actores se abrazan oímos retumbar sus micrófonos como si estuviéramos asistiendo a uno de esos cada vez más sofisticados realities, y, quizá, es que sea eso exactamente lo que estemos viendo) y decirle a Javier Bardem que hable todo el rato como si temiera despertar a sus hijos, decirle a Eduard Fernández que adquiera un acento que impida que se le entienda de forma completa ninguna de sus frases largas (hablando tan atropelladamente que en algunos momentos se parece al mismísimo Mariano Ozores haciendo su numerito de siempre en el Un, Dos, Tres) y dejar a los niños que hablen con la vocalización difusa con la que habitualmente recitan las frases de otros. Para que la comunicación sea todavía más complicada, los inmigrantes chinos y subsaharianos que aparecen en la película, tienen escenas completas en las que sólo hablan en su idioma, que son para nosotros algo así como asistir a trozos de cine mudo dentro de una película sonora (poco sonora).

Aceptado el desafío, nos encontramos de frente con un personaje (interpretado por un Javier Bardem que hace todo lo que puede por resultar natural, pero es que su papel conlleva tantos tics, tantas caras de sufrimiento, que al cabo de unas cuantas escenas uno empieza a alejarse de él, como esos muertos que él percibe) del que lo primero que sabemos es que está enfermo terminal de cáncer. Le vemos manejar con soltura una jeringuilla que una enfermera no es capaz de inyectarle correctamente, de lo que deducimos un pasado de adicción a la heroína. Y el resto de lo que sabemos de su presente es, básicamente, su papel de intermediario entre las mafias de inmigración en Barcelona (ciudad que, dada la profundidad de su submundo de degradación urbana, es perfecta para el que quiera filmar una película en la que la sordidez sea tan importante que a veces funcione como un secundario que le robara escenas al mismísimo Bardem) y los contactos dentro del sistema (vomitivos policías cobrando para hacer la vista gorda y empresarios de la construcción al frente de modernos campos de algodón), su tremebunda situación familiar con dos niños a su cargo y la madre apartada con graves e inexplicados problemas alcohólicos y psiquiátricos, y su capacidad sobrenatural para escuchar lo que los recién fallecidos tienen que decir, deprisa y corriendo (y, por supuesto, con voces ininteligibles para el espectador, no iban a vocalizar los muertos mejor que los vivos de esta película), antes de irse al otro mundo atravesando, literalmente, el techo. Pero, claro, un personaje así es de muy difícil digestión para el espectador. Por eso, al mismo tiempo, nos lo presentan como un padre responsable y comprometido, un hombre sensible y amable con los débiles, capaz de forjar amistades con esos inmigrantes que, en el fondo está ayudando a explotar, o de ceder su propia casa a una extraña en apuros. 


Es decir, González Iñárritu (al que es imposible negar su maestría con las imágenes, como cuando carga de significado, por ejemplo, un graffiti de un tiburón que parece que va a devorar a Bardem, o cuando después de asistir a una de sus horribles micciones sanguinolentas en la siguiente escena nos encontramos asqueados porque alguien está derramando el contenido de una copa de vino) nos está pidiendo a gritos, nos ruega que por favor, por lo que más queramos, nos identifiquemos emocionalmente con su personaje y su historia, porque, una vez que lo hagamos, y dado que a pesar de lo que ya he contado acerca de cuál es la tremenda situación del protagonista, la cosa, inconcebiblemente, va empeorando lentamente a lo largo de las más de dos horas de duración del film, supuestamente vamos a obtener el rédito de experimentar profundas emociones que nos van hacer valorar su narración.

Pero, en realidad, nadie se puede conmover demasiado ante una historia como esta, porque, precisamente, la reacción natural de cualquiera que vea la película tiene que ser obligatoriamente defensiva. Lo narrado no es concebible, no es aceptable, y lo que hacemos es distanciarnos de ello. Es algo parecido a lo que sucede con las películas de Fernando León de Aranoa. La exposición museística de lo sórdido, de lo extremádamente trágico, de todas las vertientes profundamente desgraciadas del ser humano, no consigue, por sí sola, penetrar en el sistema emocional del espectador medio. Porque no es creíble, no está conectado con la vida. Por eso, Biutiful no es una película realista, sino que funciona, más bien, como esos cuentos infantiles de temática cruel e inconcebible que buscan traducir lo maligno a un lenguaje manejable. Son cuentos, nadie se los toma en serio.

4 comentarios:

  1. No he visto todavía -y no sé si veré, a este paso- Biutiful, pero explicas a la perfección la película. Gracias por advertirnos qué es lo que uno se expone a ver si elige Biutiful.

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  2. Para mi es difícil recomendarla, Atticus. No sé si habrás visto Lejos de Tierra Quemada, dirigida en solitario por Guillermo Arriaga (para mí bastante mejor película que esta), pero la conclusión a la que llega uno es que, del tandem, el 70% de la inspiración la ponía el guionista y ahora director. Saludos.

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  3. Sí, tengo la misma sensación que tú. Aunque también te diré que Arriaga debería cambiar la estructura de sus guiones, o correrá el riesgo de caer en el manierismo (atomización de la acción, alteración aparente de tiempos...). A mí también me gustó bastante Lejos de la tierra quemada, pero quizá debería intentar contar una historia ordenada cronológicamente. Saludos.

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  4. Es verdad, no estaría mal que lo intentara, porque puede acabar pasando lo que tú apuntas: confundir los medios con los fines...

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