sábado, 14 de mayo de 2011

HOMICIDIO DE DAVID SIMON: LA SUERTE DEL TALENTO




En 1987 David Simon se puso en huelga junto con sus compañeros del Baltimore Sun, el periódico en el que trabajaba cubriendo los sucesos, para protestar contra las medidas de recorte que los nuevos propietarios del periódico habían impuesto.  Años después declararía que “tuve que dejar el periodismo porque unos hijos de puta compraron mi periódico y aquello dejó de ser divertido”. Pero, en realidad, aquel conflicto laboral fue una bendición para todos nosotros, porque a partir de ese momento, Simon, empezó a tener tiempo libre para dedicar esa mente inquieta suya a otros asuntos más gratificantes para el gran público que una simple columna de sucesos, y se puso a crear sin parar, contribuyendo decisivamente a la edad de oro de la ficción televisiva que estamos viviendo con productos como The Wire. Pero para llegar a The Wire, que es algo así como el momento culminante de su carrera (la cual no se quedó, ni mucho menos, estancada cuando finalizaron las emisiones de esa obra maestra televisiva, como demuestran Tremé o Generation Kill) el talento creativo de Simon se centró primero en otras dos series televisivas de género policial, Homicide y The Corner, basadas ambas en libros previos. 

En 1988, Simon buscaba alguna actividad que le alejara del ambiente reinante en ese momento en su periódico (era, cómo no, representante sindical, algo esperable en un hombre que parece tener la habilidad de meterse hasta el fondo en todos los fregados) y encontró la posibilidad de trabajar un año entero a la sombra de la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore.  El producto final de ese año en el que un experto, brillante, inteligente y combativo periodista de sucesos convive día a día con la actividad desquiciada de un grupo de hombres dedicados a intentar resolver cada uno de los asesinatos (y estamos hablando de muchos asesinatos) que se producen en las decadentes calles y en las deprimentes casas de esa ciudad en caída libre (metáfora perfecta del final, no sé si del dichoso sueño americano, concepto tan manido que carece de significado, pero sí de la economía productiva que daba sentido y organizaba la vida de sus habitantes) que es la ciudad de Baltimore, es el libro (es difícil decidirse por llamarlo novela, porque lo que relata es la pura realidad, pero tampoco es un ensayo: es una especie de reportaje periodístico de 700 páginas) Homicidio: “Un año en las calles de la muerte”, y que funcionó para moldear el talento creativo en ciernes de David Simon.



La unidad de homicidios es la más interesante de una organización policial, no sólo por la importancia, delicadeza, y en muchos ocasiones tremenda dificultad de los casos con los que le toca lidiar, sino también porque sus componentes son individuos que, después de haber pasado varios años por las distintas ramas del departamento (la mayoría habiéndose pateado las calles como patrulleros, expuestos a todo el espanto que una sociedad descompuesta puede llegar a generar, y por eso mismo, ya vacunados), han terminado en un sitio en el que su trabajo va a consistir en un 80% en sentarse y reflexionar. Los detectives de homicidios son los policías que piensan, los que se rompen la cabeza intentando destilar todas las posibilidades que les ofrecen las escasas e imperfectas evidencias que dejan las escenas del crimen de los casos (muertos tirados en las esquinas habitadas por los traficantes de drogas, los verdaderos dueños de la ciudad, y sobre cuyo muerte nadie dirá absolutamente nada a ningún policía)  en los que ni encontrar a un sospechoso, ni mucho menos poder acusarle del homicidio, van a ser tareas fáciles. Por eso mismo, los personajes (personas) que vemos desfilar por las extraordinariamente bien escritas páginas del libro son tipos inteligentes, gente con recursos, con habilidades innatas para reconocer y distinguir la verdad y la mentira, la buena gente de la mala gente. Caracteres que nos resultan reconocibles porque muchos de sus mejores rasgos los hemos visto encarnados en los personajes de la propia The Wire, en la que, como no podía ser de otra manera, Simon volcó todo su enciclopédico conocimiento acerca de estos policías sin apenas vida propia (el veterano “Big Man” Donald Worden, un personaje célebre en la ciudad, o el compulsivamente independiente detective negro Harry Edgerton, cuyos orígenes neoyorkinos no impiden que el color de su piel sea un salvoconducto para entenderse mejor que sus compañeros con los habitantes del gueto, o el recién llegado Tom Pellegrini, marcado por haberle caído en suerte uno de los casos más difíciles de la historia del departamento que comporta la violación y asesinato de una niña) obsesionados con sus casos, deprimidos cuando son irresolubles y eufóricos cuando obtienen una confesión arrancada a golpe de astucia y experiencia, ayudados (a veces) por la suerte o las circunstancias y atacados por las servidumbres de la política de pacotilla a la que les someten sus superiores. 

Homicidio puede leerse perfectamente como un thriller, pero llega un momento en que nos damos cuenta de que lo más nos gusta del libro no es la resolución de los casos, sino todo lo demás (las descripciones que Simon hace del trabajo forense o del aparato judicial, por ejemplo). Esto es realidad, no es ficción (aunque después diera pie a ingentes cantidades de ficción). Aquí, como dice una de las 10 reglas informales (que son algo así como una Ley de Murphy del trabajo policial, pero cuya verificación diaria es implacable) que la unidad se ha aprendido de memoria, “es bueno ser bueno, pero es mejor tener suerte”.  Pero, sin duda, lo mejor de todo es la suerte de tener talento.

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