No es fácil conseguir plasmar el retrato cinematográfico de un grupo de personas como tal y al mismo tiempo tener la voluntad de indagar en los rincones profundos de la intimidad de cada una de ellas. En el cine (y también en la literatura), el retrato grupal o generacional (ya que el propio director de esta película afirma haber tenido la intención de retratar a su generación), independientemente de que esté más o menos logrado, se suele quedar en la superficie de las personas o simplemente nos las muestra dentro de una faceta limitada, aquella que precisamente las define como integrantes de ese grupo. Por eso, uno, como espectador, en el caso de películas como esta (Pequeñas mentiras sin importancia, Guillaume Canet, 2010) parece que tuviera que adquirir el pack entero desde el punto de vista emocional. Es decir, uno tiene que sentir alguna clase de empatía (odio, amor, o cualquier estadio intermedio entre ambos extremos que no pase por la indiferencia) por el grupo entero, porque no tiene elementos suficientes para juzgar uno por uno a los personajes, ni siquiera al núcleo duro de los que, a través de sus problemáticas relaciones, se nos va contando la historia (un grupo de amigos que, a pesar del gravísimo accidente que sufre uno de sus habituales integrantes, decide proseguir con sus planes de vacaciones sin demasiadas dudas al respecto, poniendo de manifiesto que la naturaleza de su amistad está en realidad basada en esas pequeñas mentiras a las que se refiere el título).
Es decir, no sabemos realmente por qué actúa como actúa la enigmática Marie (una increíblemente atractiva Marion Cotillard que es algo así como la Penélope Cruz francesa, actuando en las películas que dirige su pareja en la vida real de la misma manera que nuestra madrileña acude siempre a la llamada de Almodóvar) en aquellas escenas que pretenden perfilarla como ser humano. Sabemos desde el principio que sus relaciones sentimentales (tanto con hombres como con mujeres) no son fáciles con aquellos que no parecen estar a su altura, pero desconocemos por qué tampoco fluyen con el que se nos presenta como su potencial hombre ideal. Ni tampoco tenemos a lo largo de la película un conocimiento más profundo de Vicent más allá del hecho de que parezca estar pasando por un momento de duda en lo relativo a su identidad sexual (circunstancia que, a la vista de quién es el objeto de sus casi incontrolables deseos, es desaprovechada por el director como elemento de comedia al intentar cargar la situación de unos tintes dramáticos que desentonan con el conjunto). No queda tampoco bien aquilatado el personaje de Max (el factotum del grupo, un empresario hotelero triunfador cuya generosidad interesada o, en el fondo, fraudulenta es la amalgama que los une a todos en una residencia vacacional en medio de un paraje ideal, el cabo Ferret, en la bella costa atlántica al norte de Burdeos, famosa por sus playas y por sus ostras), del que no tenemos más elementos que los empíricos para tratar de comprender el origen de su estado emocional alterado.
Es decir, no sabemos realmente por qué actúa como actúa la enigmática Marie (una increíblemente atractiva Marion Cotillard que es algo así como la Penélope Cruz francesa, actuando en las películas que dirige su pareja en la vida real de la misma manera que nuestra madrileña acude siempre a la llamada de Almodóvar) en aquellas escenas que pretenden perfilarla como ser humano. Sabemos desde el principio que sus relaciones sentimentales (tanto con hombres como con mujeres) no son fáciles con aquellos que no parecen estar a su altura, pero desconocemos por qué tampoco fluyen con el que se nos presenta como su potencial hombre ideal. Ni tampoco tenemos a lo largo de la película un conocimiento más profundo de Vicent más allá del hecho de que parezca estar pasando por un momento de duda en lo relativo a su identidad sexual (circunstancia que, a la vista de quién es el objeto de sus casi incontrolables deseos, es desaprovechada por el director como elemento de comedia al intentar cargar la situación de unos tintes dramáticos que desentonan con el conjunto). No queda tampoco bien aquilatado el personaje de Max (el factotum del grupo, un empresario hotelero triunfador cuya generosidad interesada o, en el fondo, fraudulenta es la amalgama que los une a todos en una residencia vacacional en medio de un paraje ideal, el cabo Ferret, en la bella costa atlántica al norte de Burdeos, famosa por sus playas y por sus ostras), del que no tenemos más elementos que los empíricos para tratar de comprender el origen de su estado emocional alterado.
Y sin embargo (y a pesar de tratarse de actores franceses en una película francesa, actores para los que, confieso, yo carezco de la sensibilidad suficiente como para comprender su modo de actuar incluso a un nivel primario, de forma que a veces me encuentro perdido ante sus gestos, sus palabras o sus reacciones, debido, sencillamente, a una carencia por mi parte de suficiente contacto con los franceses y con lo francés motivada por el excesivo consumo de los productos audiovisuales norteamericanos) Pequeñas mentiras sin importancia va logrando sus objetivos poco a poco, escena de grupo a escena de grupo. Porque a medida que vamos entendiendo la naturaleza de lo que se nos quiere contar, según vamos captando que nos encontramos ante unas personas inteligentes, sí, brillantes incluso, pero verdaderos analfabetos emocionales incapaces de comprenderse los unos a los otros y de entender lo que es realmente la amistad, nos damos cuenta de que la historia nos interesa y nos conmueve. A todo ello ayuda, por ejemplo, la incuestionable química que existe entre todos los personajes (y que se explica por el hecho de que se buscó intencionadamente juntar un grupo de actores que fueran amigos en la vida real).
Por eso, en el momento en que se nos muestra cuál es el verdadero papel del íntegro Jean-Louis, la razón por la que está en la película un personaje cuyas motivaciones para con el resto del grupo no habían quedado demasiado claras más allá de ofrecer la posibilidad de mostrar planos del magnífico entorno de la bahía de Arcachon, su emocionante (y al mismo tiempo violento y desgarrador) discurso en el que se pone de manifiesto la pobre naturaleza del afecto que cada uno de estos personajes dicen sentir por los demás (y que seguro que sienten sin darse cuenta de la profundidad de su falla), el espectador obtiene el rédito que se merece y decide adquirir el pack del que hablábamos al principio, dándose cuenta al mismo tiempo de que detrás de Pequeñas mentiras sin importancia hay una gran verdad.
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