El cerebro es todo un misterio. Investigarlo, desentrañar su funcionamiento es lo mismo que preguntarnos por nosotros mismos. Es responder a la desconcertante cuestión de qué es lo que somos. Se trata, más concretamente de averiguar qué hay detrás de características humanas como la inteligencia, el talento o la empatía, pero también de las que definen nuestro lado oscuro, como el egoísmo o la violencia. A estas cuestiones se ha tratado de responder históricamente a través de dos frentes que han estado demasiado tiempo separados: el enfoque fisiológico (es decir, el que busca explicar su funcionamiento orgánico y que nos ha permitido asociar con una precisión increíble áreas cerebrales con funciones cognitivas como las que interpretan la información que recibimos a través de nuestros sentidos, pero también con la memoria o las emociones, por ejemplo) y el enfoque psiquiátrico (o la búsqueda sistemática de explicación y solución a las alteraciones en el comportamiento de la mente). Pero, con el tiempo, investigadores de todo el planeta se han dado cuenta de que ambos enfoques son en realidad inseparables si se quiere profundizar de manera productiva en los misterios de la mente humana.
Uno de estos científicos ha sido el brillante neurólogo y psiquiatra inglés Oliver Sacks, autor de varios de los mejores libros de divulgación sobre este tema de los últimos años (uno de los cuáles, "Despertares", dio origen a una magnífica película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro en 1990) entre los que se encuentra el que es objeto de esta reseña, titulado “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” (título algo efectista pero que ayuda a situarnos en el increíble y desconcertante mundo que describe), en el que el doctor Sacks agrupa en cuatro partes (pérdidas, excesos, arrebatos y el mundo de los simples) la descripción de varios casos patológicos que fueron a parar a sus diversas consultas neurológicas en casas de acogida para pobres y en el Hospital del Estado en el Bronx, Nueva York, a lo largo de varios años, y que cualquier lector medianamente interesado va devorar con tal intensidad, que no sería extraño que acabara consumiendo sus 300 páginas de una sentada.
Cuando uno va comprendiendo, gracias a las explicaciones precisas y amenas del doctor Sacks, cuáles son los efectos que las enfermedades neurológicas pueden tener sobre las personas, no puede evitar sentir dos emociones aparentemente contradictorias entre sí: el horror y la fascinación. Porque es horrible saber de personas que son incapaces de reconocer las caras de la gente, ciegos para los rasgos que definen incluso a sus seres queridos (como es el caso del doctor P., el que da título al libro, incapaz de identificar, no ya a su esposa, sino a sí mismo en un espejo), pero también es fascinante aprender como estas personas son capaces a través de una facultad que está presente en nosotros cuando perdemos una de nuestras funciones (la que agudiza el oído de los ciegos o la capacidad de concentración de los sordos, por ejemplo) de compensar la pérdida, es decir, de adaptarse a las nuevas condiciones a las que su estado les somete, y así poder reconocer a la gente por características que a nosotros se nos escapan. Este efecto de compensación, presente en todos los casos de pérdida descritos en el libro, se ve muy bien en el titulado “La dama descarnada” (uno de los más desconcertantes dentro de una colección de historias tremendas), que describe el de una mujer joven y sana que un buen día dejó de tener el sentido de su propio cuerpo (es decir, perdió el sentido de la “propiocepción“), hasta el punto de ser incapaz de distinguirlo del resto de las cosas del mundo, y que pudo, no sin enormes dificultades, ir sustituyendo este sentido de lo propio (del que todos estamos dotados y que quizá sea una de las cosas más importantes que conforman nuestra identidad de la que menos conscientes seamos) por un control externo, gracias a la vista, de su propio cuerpo y sus movimientos, de tal forma que finalmente fue capaz de ser autónoma aunque siempre mirando como se movían sus brazos o sus piernas.
Uno de estos científicos ha sido el brillante neurólogo y psiquiatra inglés Oliver Sacks, autor de varios de los mejores libros de divulgación sobre este tema de los últimos años (uno de los cuáles, "Despertares", dio origen a una magnífica película protagonizada por Robin Williams y Robert de Niro en 1990) entre los que se encuentra el que es objeto de esta reseña, titulado “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” (título algo efectista pero que ayuda a situarnos en el increíble y desconcertante mundo que describe), en el que el doctor Sacks agrupa en cuatro partes (pérdidas, excesos, arrebatos y el mundo de los simples) la descripción de varios casos patológicos que fueron a parar a sus diversas consultas neurológicas en casas de acogida para pobres y en el Hospital del Estado en el Bronx, Nueva York, a lo largo de varios años, y que cualquier lector medianamente interesado va devorar con tal intensidad, que no sería extraño que acabara consumiendo sus 300 páginas de una sentada.
Cuando uno va comprendiendo, gracias a las explicaciones precisas y amenas del doctor Sacks, cuáles son los efectos que las enfermedades neurológicas pueden tener sobre las personas, no puede evitar sentir dos emociones aparentemente contradictorias entre sí: el horror y la fascinación. Porque es horrible saber de personas que son incapaces de reconocer las caras de la gente, ciegos para los rasgos que definen incluso a sus seres queridos (como es el caso del doctor P., el que da título al libro, incapaz de identificar, no ya a su esposa, sino a sí mismo en un espejo), pero también es fascinante aprender como estas personas son capaces a través de una facultad que está presente en nosotros cuando perdemos una de nuestras funciones (la que agudiza el oído de los ciegos o la capacidad de concentración de los sordos, por ejemplo) de compensar la pérdida, es decir, de adaptarse a las nuevas condiciones a las que su estado les somete, y así poder reconocer a la gente por características que a nosotros se nos escapan. Este efecto de compensación, presente en todos los casos de pérdida descritos en el libro, se ve muy bien en el titulado “La dama descarnada” (uno de los más desconcertantes dentro de una colección de historias tremendas), que describe el de una mujer joven y sana que un buen día dejó de tener el sentido de su propio cuerpo (es decir, perdió el sentido de la “propiocepción“), hasta el punto de ser incapaz de distinguirlo del resto de las cosas del mundo, y que pudo, no sin enormes dificultades, ir sustituyendo este sentido de lo propio (del que todos estamos dotados y que quizá sea una de las cosas más importantes que conforman nuestra identidad de la que menos conscientes seamos) por un control externo, gracias a la vista, de su propio cuerpo y sus movimientos, de tal forma que finalmente fue capaz de ser autónoma aunque siempre mirando como se movían sus brazos o sus piernas.
Pero quizá, donde el doctor Sacks alcance la mayor profundidad en sus reflexiones acerca de lo que constituye la esencia de la mente humana sea en esos casos de pérdidas de memoria tan graves (el llamado síndrome de Korsakov, una amnesia tan brutal que impide a las personas grabar recuerdos nuevos) que inciden en la propia identidad de la gente. Sacks se pregunta acerca de qué piensan de sí mismos las personas que sufren este mal, seres humanos que se aferran a una realidad coherente fabulando continuamente en una verborrea interminable para poder explicarse a si mismos dónde están, quiénes son y qué está pasando cada vez que transcurre el intervalo escaso de tiempo en que su memoria es capaz de registrar la realidad. Es cómo si hubiera algo detrás que tratara de no perder los papeles, una fuerza que impusiera la lógica por encima del marasmo sin sentido en que se ve sumida una mente con una enfermedad de esa magnitud.
En el libro encontramos casos aún más extraños y llamativos (entre los que se llevan la palma los de los llamados “sabios” o personas con discapacidades intelectuales capaces por otro lado de hazañas mentales a las que nadie podría ni siquiera acercarse) y nos dejamos llevar sin dificultad por el punto de vista del doctor Sacks que borda la genialidad en algunos capítulos (imprescindible el titulado “El discurso del Presidente”) y que deja traslucir tanto un agudísimo sentido de la observación como una ternura inmensa por todos y cada uno de sus pacientes (por eso confiesa en la introducción que “me interesan en el mismo grado las enfermedades y las personas“), seres humanos aquejados de males terribles, pero cuyos cerebros torturados han dado un impulso decisivo a la comprensión de la mente como un todo, a la unificación del objeto y el sujeto. Por eso “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” es un libro imprescindible para todo el que quiera saber algo más de sí mismo.
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