La Tierra queda muy lejos de cualquier otro planeta situado fuera de nuestro sistema solar. Tanto que un hipotético viaje hacia uno de esos planetas a las velocidades que nuestros vehículos espaciales son capaces de desarrollar hoy por hoy sería prácticamente eterno. Sin embargo, nuestra capacidad de observación telescópica está desarrollada de tal manera, que hoy en día somos capaces de detectar a grandes distancias planetas de tamaño similar al nuestro, en una posición respecto a su estrella similar a la nuestra y (en el inmediato futuro, con el desarrollo de los sistemas de telescopios en el espacio que se están llevando a cabo tanto en Europa con la misión Darwin, como en EE.UU.) de composición atmosférica similar a la nuestra. Esto último nos va a permitir afirmar, en un plazo no mayor a unos pocos años, con un alto porcentaje de seguridad si esos planetas albergan o pueden albergar vida. Es decir, una de las cuestiones más importantes jamás planteadas por nuestra civilización, el hecho de saber si somos o no somos los únicos seres que vivimos en este universo extraño, oscuro y frío, (de tamaño inconcebible y lleno de hondos misterios cuya resolución parece íntimamente ligada al origen de nuestra propia naturaleza) está, mientras cada uno de nosotros vive su vida como si tal cosa, sin que se vea un ápice alterada por este acontecimiento (salvo la de unos pocos científicos profesionales que son conscientes de lo que está pasando y que están hablando de éste como el momento más excitante de la historia de la ciencia), está, digo, a punto de obtener una respuesta.
Y mientras tanto, algunos científicos (que se explican con total claridad en el extraordinariamente interesante documental “Como colonizar las estrellas” emitido por La 2 hoy, pero también disponible en Internet con una simple búsqueda, y que es el origen de esta entrada) ya se plantean cómo se podría enviar un vehículo a esas distancias. Es cierto que, como mencionaba antes, nuestra capacidad actual está muy lejos de poder hacer ese viaje en un tiempo razonable, pero no nuestros conocimientos físicos. Es decir, existen tecnologías no desarrolladas o en una fase temprana de desarrollo, capaces de conseguir velocidades inimaginables que llegarían a un fracción de la de la luz. Se trata del uso de combustibles tales como la fusión nuclear del isótopo helio 3 (del que se ha encontrado gran cantidad en la Luna, y cuya potencial extracción es uno de los motivos de la nueva carrera espacial que estamos viendo, en la que países como China han anunciado su intención de situar una tripulación en la superficie de nuestro satélite en unos años) o la potente y peligrosa antimateria, pero también (y este es el sistema cuyo desarrollo está más avanzado) la llamada “vela solar”, es decir, el uso de un fenómeno físico conocido desde los tiempos del científico James C. Maxwell (finales del siglo XIX), según el cual, la simple luz solar (o la que proporcionara un láser de gran potencia que fuera enfocado hacia la dirección correcta) es capaz de mover un objeto físico, y si este objeto tuviera una superficie grande y fuera lo suficientemente ligero, podría alcanzar velocidades extraordinarias, debido a que la aceleración sería prácticamente infinita. Cualquiera de estos sistemas (que supondrían un inusitado esfuerzo económico y de ingeniería, y por tanto serían impensables sin una ejecución global) nos permitiría efectuar el viaje interestelar en cantidades de tiempo relativamente razonables (estaríamos hablando de algunas decenas de años), y, por supuesto, no estaríamos, por ahora, considerando el viaje tripulado.
Y mientras tanto, algunos científicos (que se explican con total claridad en el extraordinariamente interesante documental “Como colonizar las estrellas” emitido por La 2 hoy, pero también disponible en Internet con una simple búsqueda, y que es el origen de esta entrada) ya se plantean cómo se podría enviar un vehículo a esas distancias. Es cierto que, como mencionaba antes, nuestra capacidad actual está muy lejos de poder hacer ese viaje en un tiempo razonable, pero no nuestros conocimientos físicos. Es decir, existen tecnologías no desarrolladas o en una fase temprana de desarrollo, capaces de conseguir velocidades inimaginables que llegarían a un fracción de la de la luz. Se trata del uso de combustibles tales como la fusión nuclear del isótopo helio 3 (del que se ha encontrado gran cantidad en la Luna, y cuya potencial extracción es uno de los motivos de la nueva carrera espacial que estamos viendo, en la que países como China han anunciado su intención de situar una tripulación en la superficie de nuestro satélite en unos años) o la potente y peligrosa antimateria, pero también (y este es el sistema cuyo desarrollo está más avanzado) la llamada “vela solar”, es decir, el uso de un fenómeno físico conocido desde los tiempos del científico James C. Maxwell (finales del siglo XIX), según el cual, la simple luz solar (o la que proporcionara un láser de gran potencia que fuera enfocado hacia la dirección correcta) es capaz de mover un objeto físico, y si este objeto tuviera una superficie grande y fuera lo suficientemente ligero, podría alcanzar velocidades extraordinarias, debido a que la aceleración sería prácticamente infinita. Cualquiera de estos sistemas (que supondrían un inusitado esfuerzo económico y de ingeniería, y por tanto serían impensables sin una ejecución global) nos permitiría efectuar el viaje interestelar en cantidades de tiempo relativamente razonables (estaríamos hablando de algunas decenas de años), y, por supuesto, no estaríamos, por ahora, considerando el viaje tripulado.
Porque considerar ese viaje tripulado, además de los obstáculos tecnológicos que habría que superar (no sólo el hecho de que el vehículo tuviera que ser capaz de generar alimento, luz y calor de forma autosuficiente, sino, por ejemplo, ¿cómo se resolvería el problema de la ralentización del tiempo relativo que sufrirían los tripulantes de esa hipotética nave?) conllevaría el hecho insoslayable de que varias personas tendrían que dedicar su vida entera al viaje, pero también, quizá, la de sus descendientes. Resulta muy difícil concebir la manera de explicar a un hijo que su vida va a consistir en un viaje sólo de ida hacia lo prácticamente desconocido. En todo caso, el destino de este viaje tripulado con afán colonizador podría ser sólo de dos tipos: un planeta sin vida o un planeta habitado. Como afirman los científicos entrevistados en el documental, en ambos casos se plantean problemas, pero una cosa está clara: como se ha demostrado a lo largo de la historia, los seres humanos somos básicamente perniciosos para los habitantes de aquellos continentes que descubrimos. Por lo tanto, parece que lo razonable sería encaminar nuestros pasos a mundos inhabitados pero que fueran potenciales albergadores de vida (para poner allí en práctica la llamada terraformación, es decir, su transformación en un mundo vivo, técnica cuyas bases teóricas ya están formuladas), y dejar aquellos planetas que cuentan con su propia civilización en paz y con su propio destino (tal y como nos gustaría que razonaran los hipotéticos extraterrestres que detectaran la existencia de nuestro propio mundo). En todo caso, que haya personas planteándose este tipo de cuestiones es, por sí mismo, algo fascinante.
Este documental (que abarca más temas no menos interesantes, como la posibilidad del viaje a velocidades superiores a la de la luz, para la que hay base teórica o la sugerencia de que el avance de una civilización exige la existencia de nuevos retos en el horizonte) fue producido en 2009. Hace unos pocos meses, se supo que el telescopio Kepler había detectado varios planetas de tamaño similar a la Tierra orbitando en torno a sendas estrellas y además en la llamada zona habitable (aquella que permite la vida dadas las condiciones de temperatura, radiación, etc.). El viaje ya ha comenzado.
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