La novela histórica siempre ha tenido mala fama entre los defensores de las esencias de la literatura canónica. Es un género que ha experimentado un auge reciente (o relativamente reciente, porque si tomamos la aparición de la extraordinaria novela El nombre de la rosa de Umberto Eco -y la impecable película consiguiente de Jean-Jacques Annaud- como el primer catalizador importante del deseo de leer historias situadas en otros siglos y lugares, que cambió las fronteras de lo exótico, concepto que siempre ha sido seminal para la literatura de género, moviéndolo de lo geográfico, ámbito agotado ya en el siglo XX, a lo temporal, entonces, nos situamos hace ya más de 30 años atrás). Y es cierto que cuando uno se acerca a los estantes de una librería no deja de sorprenderse de lo inagotable que parece el filón desde el punto de vista comercial, sobre todo del mundo medieval, con la cantidad de monjes, médicos, filósofos, alquimistas, peregrinos, arquitectos, artesanos, comerciantes, magos, hechiceras y sabios de todo pelaje capaces de protagonizar todo tipo de narraciones, a veces incluso en forma de saga. Pero, como toda afirmación categórica, denostar este género calificándolo como “comercial” o “fácil” es peligroso, porque quien lo hace (a veces novelistas autocalificados de serios o profundos, cuyo triste destino es ser olvidados sin remedio, o, casi peor aún, ser recordados como esos que intentaban escribir igual que Juan Benet, grupo que, por numeroso, en España tiene prácticamente la entidad de género autónomo) se sitúa en una posición de superioridad que, a pesar de lo convencido que pueda estar de ello, no siempre ocupa.
Menos justificada está todavía esa mala fama cuando quien se acerca a la narrativa histórica es un gran escritor. Con Cualquier otro día (The Given Day, 2008) Dennis Lehane (el autor de dos magníficas novelas, Mystic River y Shutter Island conocidas en España por haber sido llevadas a la gran pantalla por directores de prestigio, Eastwood y Scorsese respectivamente, con algo más de fortuna el primero que el segundo, pero que ya gozaba de fama en EE.UU. gracias una serie de obras protagonizadas por su pareja de detectives Patrick Kenzi y Angela Gennaro, y que además fue uno de los elegidos por David Simon para elaborar los guiones de The Wire, en lo que en aquel momento debió ser tan sólo una llamada telefónica, pero que ahora se nos antoja como una especie de encargo divino) nos traslada al Boston del año 1918, en el mismo momento en que Alemania ha capitulado y los soldados norteamericanos vuelven a casa. Pero ese retorno no va a ser, ni mucho menos, apacible. Nos encontramos ante una ciudad convulsa, un lugar en el que se concentran en poco espacio los grandes conflictos humanos que iban a configurar el futuro del mundo a partir de ese momento: el nacimiento del movimiento obrero y de las primeras uniones sindicales de los trabajadores de las industrias que habían funcionado a pleno rendimiento durante la guerra, pero que ahora se iban a ver necesariamente afectadas por un parón en la producción y al mismo tiempo, por la necesidad de buscar trabajo a los cientos de miles de hombres que volvían de Europa. En definitiva, por la necesidad de pasar bruscamente de una economía de guerra (donde todo tiene sentido y justificación) a una economía de paz, en la que los ricos habrían de buscar nuevas formas de mantener las diferencias sociales tal y como estaban, pero también, enfrentarse a ese nuevo arma en poder de sus empleados que habían visto hacía pocos meses el triunfo de la Revolución Rusa: la huelga.
Menos justificada está todavía esa mala fama cuando quien se acerca a la narrativa histórica es un gran escritor. Con Cualquier otro día (The Given Day, 2008) Dennis Lehane (el autor de dos magníficas novelas, Mystic River y Shutter Island conocidas en España por haber sido llevadas a la gran pantalla por directores de prestigio, Eastwood y Scorsese respectivamente, con algo más de fortuna el primero que el segundo, pero que ya gozaba de fama en EE.UU. gracias una serie de obras protagonizadas por su pareja de detectives Patrick Kenzi y Angela Gennaro, y que además fue uno de los elegidos por David Simon para elaborar los guiones de The Wire, en lo que en aquel momento debió ser tan sólo una llamada telefónica, pero que ahora se nos antoja como una especie de encargo divino) nos traslada al Boston del año 1918, en el mismo momento en que Alemania ha capitulado y los soldados norteamericanos vuelven a casa. Pero ese retorno no va a ser, ni mucho menos, apacible. Nos encontramos ante una ciudad convulsa, un lugar en el que se concentran en poco espacio los grandes conflictos humanos que iban a configurar el futuro del mundo a partir de ese momento: el nacimiento del movimiento obrero y de las primeras uniones sindicales de los trabajadores de las industrias que habían funcionado a pleno rendimiento durante la guerra, pero que ahora se iban a ver necesariamente afectadas por un parón en la producción y al mismo tiempo, por la necesidad de buscar trabajo a los cientos de miles de hombres que volvían de Europa. En definitiva, por la necesidad de pasar bruscamente de una economía de guerra (donde todo tiene sentido y justificación) a una economía de paz, en la que los ricos habrían de buscar nuevas formas de mantener las diferencias sociales tal y como estaban, pero también, enfrentarse a ese nuevo arma en poder de sus empleados que habían visto hacía pocos meses el triunfo de la Revolución Rusa: la huelga.
En este contexto (y después de que parte del problema de la sobrepoblación trabajadora se resolviera sólo debido a la alta mortandad causada por la epidemia de gripe que asoló el mundo después de la guerra) Lehane escoge personajes y para ello nos presenta al que va a ser el maestro de ceremonias de la novela, el famoso jugador de baseball de la época “Babe” Ruth (un mito de la cultura deportiva estadounidense) del que vamos siguiendo sus evoluciones y a través del cual conocemos a Luther Lawrence (en un partido informal imaginario que los mejores jugadores de la liga americana prefieren ganar deshonestamente que perder frente a un grupo de aficionados afroamericanos en una escena conmovedora que sirve para abrir la novela) un personaje casi Faulkneriano al que, a pesar de ser íntegro como una roca (o precisamente por eso) la vida le va jugando malas pasadas. Paralelamente nos acercaremos a Danny Coughlin, un policía de la ciudad de Boston marcado por su pertenencia a una familia tradicional irlandesa contra la que no tiene más remedio que revelarse cuando va siendo consciente de cuál ha de ser su propio camino. Ambos personajes se erigen en los protagonistas de una narración sólida, siempre absorbente, por momentos emocionante, en la que la posibilidad de que los policías (cuyo maltrato laboral por parte de las autoridades de la ciudad alcanza proporciones Dickensianas) de Boston acaben convocando una huelga general, se convierte en la amenaza en el horizonte que la vertebra.
Cualquier otro día es una de esas novelas que mezcla entretenimiento y conocimiento de forma óptima y con la que vamos a pasar unos cuantos días (hablamos de una obra extensa de más de 700 páginas) preguntándonos como demonios van a resolverse los enrevesados nudos narrativos que se van formando en ella, para después disfrutar de esos desenlaces, sabiamente construidos y darnos cuenta de la maestría de un escritor que se ha adentrado en el género histórico con éxito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario