Atención, por favor: si alguno de ustedes ha ojeado últimamente la cartelera, ha comprobado que se estrena esta película, con su Palma de Oro de Cannes y su canesú, se ha sentido atraído por ella tanto por la entidad de los actores (grandes estrellas como Brad Pitt y Sean Penn entre otros) como por la del director y, en consecuencia, y a la vista de que también ha comprobado que la película se mantiene firmemente en lo alto de las listas de recaudación, ha decidido usted ir a verla, entonces, por favor tenga muy en cuenta lo siguiente:
DURA 2 HORAS Y 20 MINUTOS. Bien, dirá usted, ¿qué tiene eso de malo? Pues me temo que todo, porque estamos hablando de una de esas películas (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) en las que el guión y el argumento casi son lo mismo, es decir, un-padre-excesivamente-estricto-traumatiza-a-su-hijo-mayor, y ya está, no hay más (créanme), con lo que 2 horas y 20 minutos pueden hacerse realmente largas, casi eternas. Pero entonces, ¿con qué se rellena toda esa cantidad de metraje?. Muy fácil, simplemente se emplea machaconamente la misma fórmula. Porque la película (tras un prólogo engañosamente prometedor en el que asistimos a la presentación de los personajes y que desvela el acontecimiento alrededor del cual va a girar toda la película como una espiral, para pasar después a contemplar un documental sobre el origen del universo, el amanecer de la Tierra y el surgimiento de la vida, que es algo así como un episodio de la serie Cosmos realizado con los medios digitales de los que disponemos ahora, pero tal cual) se basa en la aplicación implacable a golpe de martillo pilón de un ritmo estructural repetitivo, por medio del cual, asistimos a una sucesión de planos (poseedores de un grado de belleza estética que nadie puede negar, originales en su concepción, fotográficamente muy atractivos, ensamblados a través de un trabajo de montaje de altos vuelos, enfatizados con una música a veces arrebatadora, y en fin, virtuosos en lo que tienen de arte visual), a los que dada su calidad, y a pesar del desconcertante comienzo, decidimos prestar toda nuestra atención, pero que pronto se desvelan (en cuanto nos damos cuenta de que se repiten como ciclos, que son como variaciones sobre un mismo tema) como una especie de mantra alucinógeno con el que el director, poseedor de lo que los anglosajones denominan una “agenda”, simplemente, no desea contarnos una historia. Y es que es imposible contar una historia cuando se enfatiza tanto la forma que el contenido no es más que una especie de molesto subproducto, un inconveniente provocado por la utilización de cámaras para registrar imágenes al que podemos dar fácilmente salida si simplemente lo transformamos en un “mensaje”.
BRAD PITT HACE DE PADRE TONTORRÓN. Quien haya visto a Brad Pitt en películas como Inglourious Bastards o Quemar después de leer, habrá podido comprobar la capacidad que tiene este actor para representar a personajes próximos a la caricatura, hombretones de mandíbula cuadrada, mirada fija y cerebro lento que parecen inspirados en los malos del cómic americano de polizontes de después de la guerra. Pues bien, lo siento chicas, en esta película al señor Pitt parece que le hayan dicho que saque esa faceta a relucir porque su personaje (a pesar de que se nos venda por otro lado, tal vez para compensar, que es un ingeniero competente y un sensible músico aficionado, de la misma forma que nos lo podían haber adornado con el don de la rabdomancia, es decir, gratuitamente ) es un hombre simplón, obsesionado por cosas como que sus hijos le llamen “señor” en vez de “papá“, y capaz por ello de arriesgarse a perder su afecto y el de su mujer y que, básicamente, se dedica a adelantar el labio inferior para componer una expresión de estulticia. Por su parte, Sean Penn (que ha manifestado públicamente su disconformidad con el montaje final de la película, en el que al parecer su personaje ha sido sustancialmente recortado, pero que después de ver en qué consiste ese personaje personalmente opino que muy posiblemente hubiera dado lo mismo) se dedica a vagar por paisajes irreales poniendo cara de saber cosas muy importantes con cuyo conocimiento, ni usted ni yo, pobres mortales, podríamos ni siquiera atrevernos a soñar.
DURA 2 HORAS Y 20 MINUTOS. Bien, dirá usted, ¿qué tiene eso de malo? Pues me temo que todo, porque estamos hablando de una de esas películas (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) en las que el guión y el argumento casi son lo mismo, es decir, un-padre-excesivamente-estricto-traumatiza-a-su-hijo-mayor, y ya está, no hay más (créanme), con lo que 2 horas y 20 minutos pueden hacerse realmente largas, casi eternas. Pero entonces, ¿con qué se rellena toda esa cantidad de metraje?. Muy fácil, simplemente se emplea machaconamente la misma fórmula. Porque la película (tras un prólogo engañosamente prometedor en el que asistimos a la presentación de los personajes y que desvela el acontecimiento alrededor del cual va a girar toda la película como una espiral, para pasar después a contemplar un documental sobre el origen del universo, el amanecer de la Tierra y el surgimiento de la vida, que es algo así como un episodio de la serie Cosmos realizado con los medios digitales de los que disponemos ahora, pero tal cual) se basa en la aplicación implacable a golpe de martillo pilón de un ritmo estructural repetitivo, por medio del cual, asistimos a una sucesión de planos (poseedores de un grado de belleza estética que nadie puede negar, originales en su concepción, fotográficamente muy atractivos, ensamblados a través de un trabajo de montaje de altos vuelos, enfatizados con una música a veces arrebatadora, y en fin, virtuosos en lo que tienen de arte visual), a los que dada su calidad, y a pesar del desconcertante comienzo, decidimos prestar toda nuestra atención, pero que pronto se desvelan (en cuanto nos damos cuenta de que se repiten como ciclos, que son como variaciones sobre un mismo tema) como una especie de mantra alucinógeno con el que el director, poseedor de lo que los anglosajones denominan una “agenda”, simplemente, no desea contarnos una historia. Y es que es imposible contar una historia cuando se enfatiza tanto la forma que el contenido no es más que una especie de molesto subproducto, un inconveniente provocado por la utilización de cámaras para registrar imágenes al que podemos dar fácilmente salida si simplemente lo transformamos en un “mensaje”.
BRAD PITT HACE DE PADRE TONTORRÓN. Quien haya visto a Brad Pitt en películas como Inglourious Bastards o Quemar después de leer, habrá podido comprobar la capacidad que tiene este actor para representar a personajes próximos a la caricatura, hombretones de mandíbula cuadrada, mirada fija y cerebro lento que parecen inspirados en los malos del cómic americano de polizontes de después de la guerra. Pues bien, lo siento chicas, en esta película al señor Pitt parece que le hayan dicho que saque esa faceta a relucir porque su personaje (a pesar de que se nos venda por otro lado, tal vez para compensar, que es un ingeniero competente y un sensible músico aficionado, de la misma forma que nos lo podían haber adornado con el don de la rabdomancia, es decir, gratuitamente ) es un hombre simplón, obsesionado por cosas como que sus hijos le llamen “señor” en vez de “papá“, y capaz por ello de arriesgarse a perder su afecto y el de su mujer y que, básicamente, se dedica a adelantar el labio inferior para componer una expresión de estulticia. Por su parte, Sean Penn (que ha manifestado públicamente su disconformidad con el montaje final de la película, en el que al parecer su personaje ha sido sustancialmente recortado, pero que después de ver en qué consiste ese personaje personalmente opino que muy posiblemente hubiera dado lo mismo) se dedica a vagar por paisajes irreales poniendo cara de saber cosas muy importantes con cuyo conocimiento, ni usted ni yo, pobres mortales, podríamos ni siquiera atrevernos a soñar.
TENGA EN CUENTA QUE USTED NO ES METAFÍSICO. A los norteamericanos les pasa algo muy extraño con la religión. Pudiera ser normal que el ciudadano medio estadounidense habitante del conocido como cinturón bíblico dedique más tiempo de lo que lo haría un europeo en pensar en Dios y sus misterios misteriosos, pero lo que nos resulta chocante es que una parte de la élite cultural de ese país (por no hablar de los políticos que tratan a Dios como si fuera el principal donante de sus campañas, cosa que frecuentemente es en realidad, a través de persona interpuesta) se tome tan en serio la religión que esta acabe impregnando como un filtro de color grisáceo todo lo que hacen. El señor Malick, uno de esos artistas con vida blindada capaz de escapar a la implacable voracidad de la máquina mediática, tiene, como decía antes, una “agenda”, es decir un plan. Nos quiere vender un mensaje metafísico que más o menos viene a decir que Dios es amor o que el amor es Dios, o algún punto intermedio entre esos extremos. Si usted es de esas personas que no necesita mezclar el amor con Dios para saber lo bueno que es (el amor), entonces el mensaje de la película, con todo su aparato de maldades redimidas, personajes angélicos y esa especie de “quedada de almas” final, le va a parecer una solemne tontería.
USTED VERÁ. El cine no convencional nos sorprende a veces con un éxito comercial provocado por esos boca-orejas milagrosos que han sacado del anonimato a tantos directores. Pero lo que ocurre con El árbol de la vida es que nos encontramos ante un malentendido provocado por la entidad de los nombres (o, simplemente, que el gancho comercial de esos nombres ha funcionado a toda máquina) y que, a juzgar por la bilis que los espectadores del cine donde asistí a verla echaban al finalizar el pase, no es, ni remotamente, un caso de boca-oreja. Quedan avisados.