domingo, 9 de enero de 2011

LA CINTA BLANCA: BELLEZA SIN BONDAD

Al comienzo de esta extraordinaria película, el narrador (que es el maestro de escuela hablándonos con voz de anciano desde un futuro incierto), expresa su necesidad de contar los acontecimientos que se nos van a mostrar a continuación porque podrían ser útiles para aclarar los sucesos que posteriormente iban a ocurrir en el país. Esta declaración da pie a que pensemos que la película sostiene una tesis: la de que el nazismo tuvo su origen en la forma perversa en que se educó a una generación entera de alemanes. Sin embargo, en mi opinión, esto es lo único que le sobra a la película, y las causas psicológicas o idiosincrásicas del nazismo están en realidad más cerca de lo que cuenta también a modo de introducción el incomodísimo protagonista de esa novela brutal pero necesaria que es “Las Benévolas” de Jonathan Littell, o en estas afirmaciones del escritor americano William T. Vollmann, cuando, en una entrevista, le preguntan por la temática de su novela “Europa Central”:

“Así que si hubieras nacido durante el tercer Reich, y todo lo que oyeras es que Alemania es la más grande y que los judíos son muy peligrosos y venenosos y que los eslavos son inferiores y esto y aquello, quizá tu pudieras, si fueras realmente compasivo y valiente, desechar algo de esto. Pero en el fondo, probablemente Alemania te haría sentir de alguna manera bien. Sabes que aún pensarías, oh Alemania es realmente un sitio de progreso y probablemente el resto del mundo es un poco primitivo. Eso es probablemente lo máximo a lo que llegarías.”
“Todos buscamos siempre alguien a quien culpar. Es siempre más fácil culpar a otros de tus propios problemas que resolverlos por ti mismo. Ahora mismo, por ejemplo, si tuviéramos un atentado terrorista que fuera, imagínese, aún más grande en escala que el del 11 de Septiembre, ponga que una maleta nuclear explota en Los Ángeles o algo así, quizá no sería problemático para mucha gente en nuestra sociedad internar a todos los árabes americanos en campos de concentración, como hicimos con los japoneses americanos. Esto podría suceder muy rápidamente. Si la gente puede de alguna manera convencerse de que las células de Al-Qaeda están por todas partes y que los árabes americanos son extremadamente peligrosos, oiga, probablemente muchos de ellos podrían ser asesinados. Puedes ver como esas cosas podrían ocurrir fácilmente.”

Sin embargo, como digo, La Cinta Blanca de Michael Haneke (2009) es una película extraordinaria en la que no sobra absolutamente nada más. Nos encontramos ante una descripción de la maldad humana, que, como casi siempre en el caso de este director, es mostrada de forma indirecta a través de sus efectos en las víctimas. Una maldad que ha germinado en unos niños, aparentemente, a partir de las características perturbadoras de la educación que sus padres les proporcionan (basada en el fanatismo religioso, en la brutalidad o en el abuso) en un pueblo alemán en los meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial.

El lenguaje cinematográfico de Haneke (como esos planos fijos donde los personajes empiezan la acción para luego desaparecer, dejando la escena completamente vacía durante unos momentos que se nos hacen interminables, que nos provocan angustia, hasta que finalmente aparecen de nuevo) busca crear en el espectador un estado emocional concreto que se acentúa por la increíble belleza de sus imágenes, belleza que puede estar en la cara de un inocente niño pequeño, pero también en los movimientos de unas figuras vestidas de negro que se preparan para trasladar un muerto al cementerio en un paisaje cubierto por la nieve y que nos hace disociar, precisamente, la belleza de la bondad, de tal forma que, mientras la película nos muestra la terrible historia de la familia del médico, o la no menos desoladora de la familia campesina (que empieza y termina con la muerte), nosotros nos encontramos fascinados por la potencia visual de cada uno de los fotogramas que llegan a nuestras retinas.

La Cinta Blanca está rodada en blanco y negro, pero es muy difícil imaginar ningún color en las personas, los objetos, las casas, las calles e incluso los paisajes del pueblo donde se desarrolla, hasta el punto de que pareciera que las tonalidades grises no están en la película, sino en ellos mismos, como si la palidez de las caras de sus habitantes se debiera a que no estuvieran coloreadas por la sangre, sino por otro fluido del color de la cera fundida que les hiciera algo menos humanos que a nosotros.

En la última escena de la película, Haneke todavía nos tiene reservada una perla: con la cámara situada en el púlpito de la iglesia, a la que todo el pueblo, vestido para la ocasión, acude con motivo de un solemne servicio religioso una vez que se ha desatado la guerra, y en la que el coro de los niños, situados en la parte de arriba, como si fueran ángeles, comienza a cantar, vemos desfilar a las distintas autoridades, incluidos el barón y su esposa, y, por supuesto, el pastor, que entra el último, y que, extrañamente, se sienta, como todos los demás, en uno de los bancos. Y es que, en realidad, no estamos asistiendo a un oficio religioso, sino que estamos viendo el retrato conjunto de una comunidad que, tras haber limpiado su conciencia por lo ocurrido, tiene la intención de permanecer idéntica a si misma, por los siglos de los siglos, amen.

2 comentarios:

  1. Completamente de acuerdo en lo que dices. ¿Sabías que Haneke, para interpretar a los campesinos, tuvo que traerse de Rumanía un par de autobuses llenos de ellos, porque los alemanes de los alrededores estaban todos rollizos y saludables?

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  2. No lo sabía y me parece un dato genial. Gracias por el comentario

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